Paige pegó un último lametazo a la nata montada de su helado y extendió las piernas, sentada en el Dairy Freeze. Había visto a Miranda Holland y a Crystal Songbird sentadas en la esquina, y se había escondido detrás de un separador de madera que dividía dos secciones del Dairy Freeze. Las chicas mayores mantenían una especie de conversación aburrida, y Paige habría dado dos de sus pagas semanales con tal de descubrir de qué estaban hablando. Sin embargo, siguió escondida en su asiento hasta que las dos chicas salieron del local. Paige se preguntó si Weston habría sido el tema de aquella conversación. Probablemente. Qué criatura tan patética era Crystal.

Pero, en aquel momento, Paige no quería pensar en Crystal, ni en Weston, ni en nadie, excepto en sí misma. Su amuleto le colgaba de la muñeca, le gustaba el tintineo que hacía al moverse. Le hacía recordar que Kendall aún la quería, y eso le causaba una sensación de paz, igual que la que le producía el arma que llevaba en el bolso. En su rostro se dibujó una sonrisa. ¿No alucinarían todos en el local si supiesen que llevaba una pistola?

Desde el primer momento en que Kendall insinuó que desearía ver a Claire muerta, Paige había tomado como misión personal encontrar el modo de eliminar a Claire. Pero no podía ser tonta, no podía disparar a una hija de Dutch Holland. No. La policía lo descubriría. Además, de todas maneras no estaba segura de poder disparar a nadie. Había una gran diferencia entre matar a alguien y planear un crimen. Lo cierto era que Paige se encontraba en una situación muy delicada. No sólo por tener aquella arma quería decir que fuese capaz de apretar el gatillo. Quizá sólo asustaría un poco a Claire para que se arrepintiese. O mejor aún, podría asustar a Harley. Aquello no sería difícil.

Dejó algunas monedas en la mesa. A continuación, paseó sin prisa por el frío local, hasta salir a la calle, donde la luz del sol destellaba sobre las aceras y la fuerte fragancia a sal y a algas disimulaba el olor de los gases de escape de los coches que circulaban por la carretera, atravesando la ciudad. No sabía qué la había llevado a coger la pistola aquel día, pero no quería dejarla en casa, donde alguien podría encontrarla. Estaba segura de que cualquier día su madre podría echarla en falta, y entonces Paige tendría que mentir, o confesar que la tenía ella. Se estremeció al imaginarse explicando por qué la había cogido del cajón. Mikki Taggert tenía normas estrictas sobre sus cosas. En una ocasión había pillado a Paige jugando a disfrazarse con una combinación y tacones altos, y no dudó en atizarle. Le pegó un buen bofetón en la cara, le dijo que nunca más volviese a tocar sus cosas, le quitó la ropa y los zapatos, y la dejó desnuda en el ático. Paige encontró una sábana vieja que olía a humedad, y se tuvo que tapar con ella. Luego salió corriendo y llorando hacia su habitación. Aquel incidente nunca más se volvió a mencionar, pero Paige sintió el ardor en la mejilla durante horas.

Así pues, debía inventarse una historia acerca del arma o volver a dejarla en su sitio. Paige caminó, dejando atrás una librería, una tienda de antigüedades y una galería de arte. A continuación vio a Claire de pie en la avenida que se dirigía a la playa. Se trataba de un paseo cubierto de cementocon un pequeño muro de piedras en forma de arcos que separaba la playa de la ciudad. Cada tres bloques de piedra había un arco por el cual los peatones podían acceder a unos senderos sobre pequeñas dunas de hierba que desembocaban en el mar. Allí, en uno de esos arcos, se encontraba Claire Holland. Vestía vaqueros y camiseta, y parecía nerviosa. Simulaba no mostrar interés por el chico de aspecto desaliñado que estaba montado en una moto color negro y cromo. Paige no recordaba su nombre, pero sabía que le había visto anteriormente. Era un camorrista, pensó, cuyo padre tenía algún tipo de problema. Aquel chico miraba a Claire como si fuese la única chica en el universo.

Paige contuvo las punzadas de celos y tragó saliva. Cruzó el muro, caminó por entre las dunas, y poco a poco se acercó, esperando escuchar algo de la conversación. Oh, qué haría ella si algún chico, cualquiera, le mirase como aquel chico estaba mirando a Claire.

El viento le salpicó arena sobre los ojos y la boca. Paige escupió, se limpió la boca con la manga y las lágrimas se encargaron de expulsar los granos que le habían entrado en los ojos. Estaba lo bastante cerca para escuchar sus voces, pero no podía distinguir las palabras entre el rugido del viento y las olas. Paige no podría enterarse de qué hablaban, a no ser que se acercasen más a ella, avanzando por el sendero, hacia la duna donde Paige estaba escondida.

Parpadeó. Bajó la vista a su pulsera. ¿Qué importaba lo que Claire estuviese conversando con aquel chico? El hecho era que estaba hablando con él, y aquello podía ser suficiente para Kendall. Ojalá se acordase de su nombre…


Claire apretó las llaves hasta que el metal se le clavó en la palma de la mano. ¡Vaya suerte la suya! Esperaba ver a Harley y había terminado viendo a Kane. El chico la había visto al salir de la tienda de deportes y, de repente, había cambiado de sentido en mitad de la calle. Se había dirigido a la playa, delante de Dios y de todo el mundo, sin tener en cuenta las señales de tráfico que prohibían la entrada de vehículos motorizados en aquel paseo, exclusivo para peatones.

Cuando Claire vio a Kane el corazón le empezó a latir a toda velocidad. Llevaba sin verle desde el funeral de Jack, y no había hablado con él desde la noche en que Kane había desnudado su alma frente a ella. Claire había soñado con él, siempre sueños eróticos que, tras despertar, le provocaban una respiración acelerada y una vergüenza constante, ya que se sentía como si estuviese engañando a Harley.

Y allí estaba de nuevo, montando su moto, con gafas de sol de espejos y la cazadora de cuero negro sobre los hombros.

– Bueno, princesa -alargaba las palabras de aquella manera provocativa e irritante-, ¿cómo te trata la vida?

– Bien. -Era mentira. ¿Por qué con él siempre sentía como sí tuviese que esquivar la verdad?

– ¿Sí? -Una ceja rebelde se arqueó sobre las gafas-. ¿Ninguna queja?

– Ninguna -volvía a mentir una vez más. Se preguntó si Kane tenía la habilidad de poder leerle la mente.

– Qué suerte tienes.

Aquel tono sonaba a burla. La acusaba, sin decir palabra, por un centenar de mentiras.

– Sí.

– Bueno. Entonces puedo irme con la conciencia tranquila.

– ¿Irte? -«¡Oh, no!»

– Pasado mañana, al ejército.

Una sensación de ansiedad, de tremenda pérdida, le penetró el corazón. Algo vital e intenso estaba a punto de desaparecer de su vida…

– Entrenamiento básico en Fort Lewis.

– Ah. -No era el fin del mundo. Fort Lewis estaba en Washington, a 150 millas-. ¿Y después?

– Después el mundo. -Apretó los labios al sonreír. Movía sin parar los dedos, apoyados en el manillar.

El viento sopló sobre el cabello de Claire, dejándole un mechón de pelo sobre los ojos. Movió la cabeza para retirarlo y ver mejor a Kane.

– ¿Así que esto es una despedida? -Sintió un profundo dolor en su alma.

– Sí.

Claire forzó una sonrisa falsa y dijo:

– Buena suerte.

– Yo no dependo de la suerte.

El corazón de Claire latía con fuerza. Aunque sabía que iba a cometer un error estúpido del cual se arrepentiría más tarde, avanzó por la corta distancia que les separaba, se inclinó, y le rozó la mejilla con los labios.

– Llévate un poco, de todos modos.

Retrocedió y Kane tragó saliva. Tras las gafas de sol, tenía los ojos clavados en los de Claire. Durante un segundo, el mundo pareció detenerse y el sonido de las olas chocando contra la orilla, el ruido de los motores de los coches, el trino de las gaviotas y las ráfagas del viento enmudeció el tiempo que dura un latido del corazón. Claire intentó sonreír, pero no pudo, y notó que se le deslizaba una lágrima.

– Te echaré de menos -dijo él.

Por un instante estaba convencida de que Kane le envolvería la nuca con sus largos dedos, acercándole el rostro al suyo, y que sus labios se fundirían en un beso.

– Y yo… yo a ti también.

Un músculo del extremo de la mandíbula se le movía mientras la miraba.

– Cuídate, y si Taggert se atreve a levantarte un dedo… ¡maldita sea!

Aceleró la moto con la muñeca, metió la marcha y salió zumbando por el paseo, botando por el pavimento y derrapando en una curva.

– Oh, Dios -susurró, apoyándose en el muro de piedra.

¿Qué estaba haciendo? ¿De verdad amaba a Harley Taggert? Entonces ¿por qué, oh, por qué el pulso se le aceleraba cada vez que oía el nombre de Kane Moran? ¿Por qué Kane, con aquella cazadora negra y aquella gran moto, invadía sus sueños, tocándola tan íntimamente como si fuesen amantes? ¿Por qué, cuando había declarado su amor eterno a Harley con toda su alma y corazón, le desgarraba el dolor al pensar que no volvería a ver a Kane?

Se golpeó el muslo con el puño y vio el diamante en el dedo anular. Un diamante que se suponía que era para siempre. Se sintió fatal. La terrible verdad de todo aquello era que no podía casarse con Harley, cuando se encontraba tan confusa y tenía tantas dudas. Se mordió el labio con tanta fuerza que notó la sangre. Lentamente, consciente de que estaba a punto de tomar la decisión más importante de su vida, se quitó el anillo de compromiso. Por el rabillo del ojo, le pareció ver algo moviéndose entre las dunas, unos mechones de pelo rubio, pero cuando se volvió había desaparecido, así que pensó que su mente la estaba engañando, que sólo era un pajarillo, una gaviota, nada más.

Intentando reprimir las lágrimas, y maldiciéndose en silencio por sus pensamientos rebeldes, se guardó el anillo en el bolsillo de los vaqueros y se dijo que debía ver a Harley para romper el compromiso.

Aunque odiaba la idea de verle cara a cara, no tenía elección. Aquella misma noche, pensó, con las nubes de tormenta sobre el Pacífico, se lo diría.

Capítulo 20

Cuando Miranda llegó a casa tenía una carta esperándola. En la pila de papeles de correspondencia, revistas y facturas que había desparramados sobre la mesa del vestíbulo, había un sobre blanco y delgado. Tenía la dirección escrita a máquina, y el matasellos era de Vancouver, en British Columbia.

– Hunter -dijo Miranda en voz baja.

Sintió una mezcla de miedo y euforia mientras rasgaba la parte superior del sobre y extraía la única hoja que contenía. También estaba escrito a máquina. Sólo la firma de Hunter, al final de la hoja, estaba escrita a mano, indicando así que se trataba de una carta personal.

Miranda se apoyó en la pared. Los dedos le temblaban y el corazón le latía a toda velocidad. Hunter estaba trabajando en British Columbia, en la maderera de los Taggert. Weston le había conseguido un trabajo fuera del país cuando las cosas estaban empezando a complicarse. Se sentía como un cabrón por abandonarla a ella y al bebé, pero sinceramente, creía que Miranda estaría mejor con alguien de su posición, alguien que pudiera darles a ella y a su hijo todo lo que desearan, todo lo que merecían. La amaba y siempre guardaría un lugar especial en su corazón para ella, pero no podía enfrentarse a la responsabilidad que conllevaba ser marido y padre.

Miranda estrujó la carta con las manos, y juntó los labios para no llorar en voz alta. ¿Cómo podía ocurrir aquello? ¿No la quería? Él dijo que se casarían, que las cosas funcionarían.

«Sabes que nada me gustaría tanto como pasar el resto de mi vida contigo… Siempre he esperado que tuviésemos la oportunidad de vivir juntos… Miranda Holland, ¿quieres ser mi mujer?»

Quería casarse con ella, ¿no? ¿O quizá se había sentido acorralado, atrapado? Nunca le había dicho «te quiero», y sólo le había propuesto en matrimonio cuando ella le contó lo de su embarazo.

«Esto, el bebé, no formaba parte de mi plan.»

Cerró los ojos, sin embargo las lágrimas seguían cayendo por el rostro. ¿Era posible que hubiese estado tan ciega, tan inmersa en sus sueños, que hubiese cerrado los ojos ante lo que estaba sucediendo? Se asestó un golpe en la cara, mientras sorbía las lágrimas y pensaba en los rumores que corrían por la ciudad, como un reguero de pólvora, acerca de que Hunter había dejado a una chica, una adolescente de catorce años, embarazada. ¿También eso podía ser verdad? Abrigándose el vientre con los brazos, se meció, como si quisiera consolar al feto y a ella misma.

– Todo saldrá bien -dijo, sin creerse aquella mentira.

Ni siquiera el propio padrastro de Hunter confiaba en él plenamente…

Pero, oh, cómo le amaba Miranda. Aquel dolor le desgarraba el corazón.


Extendido sobre la cama, Paige tocó delicadamente aquel pedazo de papel carbonizado. En realidad, se trataba de un documento legal. Eran los restos de un certificado de nacimiento. Los bordes ennegrecidos y encogidos hacían difícil entender lo que en él se decía. Weston, en un ataque de furia, había intentado quemarlo, como si aquel papel pudiese amenazar o hacer daño a alguien. Pero ¿por qué? ¿Qué personas podían aparecer en aquel papel que tuviesen algo que ver con su hermano mayor?