En agosto, hacía veinte años, había nacido un chico. Era hijo de Margaret Potter. ¿Quién era ella? Todo lo demás, excepto el nombre del hospital donde tuvo lugar el alumbramiento, se había quemado.

Paige pasó horas intentando encajar las piezas, pero no llegaba a entender qué podía interesarle a Weston. Debía ser algo importante, así que Paige plegó el papel y lo volvió a guardar en la ranura de su oso panda, junto a sus demás posesiones valiosas y secretas.

Sonó el teléfono y Paige descolgó justo cuando alguien más en la casa había contestado. Se quedó escuchando para enterarse de quién era. Oyó la voz seca de Weston:

– Hola.

– Hola -dijo una voz dulce de mujer.

Sonaba como si hubiese estado llorando. Por un segundo Paige pensó que era Kendall, pero no podía ser. ¿Por qué iba a llamar Kendall a Weston?

– ¿Qué quieres?

– Quiero verte.

Hubo una pausa.

– ¿Por qué?

– Porque tenemos que concluir algo.

– Oh, por Dios, no creo que… Bueno, ¿qué demonios? Nos vemos esta noche. En el barco. Sobre la medianoche.

Clic.

La línea se cortó y Paige se quedó mirando el auricular. ¿Aquella mujer era Kendall? ¿O era otra persona? ¿Pero quién? ¿Crystal? O alguna otra con la que Weston se estuviese viendo. Paige le había visto en la ciudad con Tessa Holland… ¿o era alguien que Paige no conocía?

Se preguntó qué estaba tramando Weston.


Cuando Tessa se quitó el albornoz, lanzando la tela de toalla por el aire hasta dejarla sobre la hamaca, pidió a Dios poder gritar, golpear o causar algún tipo de daño. A alguien. A quien fuera. No, aquello no estaba bien. Sólo quería hacer daño a Weston y a Miranda, porque sabía, podía sentir instintivamente, que ambos se sentían atraídos. Ahora que Hunter había desaparecido, Weston aprovecharía, y Miranda, a pesar de su mala opinión acerca de él, caería rendida a sus pies. Todas caían rendidas. Por Dios, hacía un calor pegajoso. No corría una sola ráfaga de aire. Unas cuantas nubes con apariencia siniestra rondaban el horizonte, parecían estar esperando a que algún chubasco del Pacífico las arrastrase tierra adentro.

Se recogió el pelo en una cola. Tenía que hacer algo para acabar con aquella sensación que le recorría la piel.

Avanzó hacia el trampolín y empezó a contar lentamente, intentando tranquilizarse y concentrándose sólo en nadar, como si estuviera compitiendo. Con ágiles pasos, corrió a lo largo del trampolín, elevándose en el aire, y cortando el agua fría. Cuando salió a la superficie, comenzó a nadar largos, uno tras otro, con el fin de no sentirse sucia y utilizada. Intentaba ignorar el ansia de venganza que corría por sus venas, ansia presente en todas sus pesadillas.

«Brazada. Uno. Dos. Respira.»

¿Quién se creía Weston para tratarla como a una fulana? Desde la pasada noche, cuando la había amenazado con rajarla si no hacía lo que él quería, Tessa se había sentido furiosa y muerta de miedo.

«Brazada. Uno. Dos. Uno… ¡No! Respira. Brazada. Uno. Dos. Respira. Eso es.»

Nunca antes había pensado que alguien fuera capaz de hacerle daño.

Nunca antes algo le había quitado el sueño, incluso con la puerta de su habitación cerrada con llave y las ventanas a cal y canto.

Nunca antes había mirado de reojo a cada instante, ni se había sentido tan asustada. Incluso ahora sentía la necesidad de salir de la piscina y ponerse a gritar «asesino», cada vez que recordaba la hoja letal y fría del cuchillo que Weston le había marcado sobre la piel, observándola con aquella mirada, como si hubiese deseado rajarle el pecho.

Debía hacérselas pagar. ¿Cómo es ese viejo dicho? «Quien la hace, la paga.» ¿Cómo podría devolvérselo? Weston le había arrebatado el orgullo, el amor propio, la alegría de ser mujer.

«Cabrón. Cabrón chupapollas de mierda.»

«Brazada. Uno. Dos. Vuelta al final de la piscina y otra vez brazada.» Una y otra vez. La necesidad de rebanarle su desleal corazón le taladraba la mente. «Tres. Cuatro.»

Oh, Señor, no tenía derecho, ningún derecho a hacer que se sintiera así. Nadie tenía derecho.

«Quien la hace, la paga.

Esta noche.

Brazada. Uno. Dos.»


– Sólo quiero saber si contrataste a Hunter Riley -dijo Miranda con tono firme. Estaba sentada en la única silla que había en la oficina de Weston. Las ventanas estaban cerradas, y la temperatura rondaba los treinta grados centígrados, a pesar del zumbido irregular que despedía el aparato de aire acondicionado, sobrecargado y estropeado según ella.

La mayoría de los empleados de la oficina ya se habían marchado. Miranda vio el almacén del aserradero por la ventana. La intensidad de las luces aumentaba y disminuía en aquel ambiente que daba escalofríos. La madera se separaba de la corteza, luego la llevaban a las naves y la dividían en maderos. Miranda, rígida como una estatua, agarró el bolso con los dedos pegajosos y deseó estar en cualquier otro lugar del planeta. Pero debía descubrir la verdad sobre Hunter, no importaba cómo.

Weston se recostó en la silla del escritorio y colocó las manos sobre la mesa. La miró detenidamente, con sus ojos de color azul intenso. El arañazo en la mejilla casi había cicatrizado, pero aún era visible, aquel recuerdo de su historia con Tessa.

– Y yo pensando que venías a verme.

– Tus ganas.

Haciendo una mueca con la cara, se tiró de la corbata, aflojó el tirante nudo y a continuación extendió la mano para coger un vaso de licor situado en una esquina de su desordenado escritorio.

– Hunter se encontraba en un aprieto. Tenía que salir de la ciudad. Salir del país. Y cuanto antes. Nuestra operación en British Columbia necesita gente, así que hablé con mi padre y le reubicamos. -Cogió la bebida y dio un buen trago.

– ¿Sólo eso? ¿Acudió a ti antes que a su padre o a mí? -No se molestó en suavizar el tono escéptico de su voz.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Supongo que pensó que no le juzgaría tan severamente como su padre o que no me dolería tanto como a ti… teniendo en cuenta tu situación en todo esto. -Se acabó la bebida y abrió un cajón del escritorio, del cual extrajo una botella medio vacía de güisqui de la marca Dewar.

– Deja mi situación fuera de todo esto.

Weston se encogió de hombros y le ofreció la botella.

– ¿Te apetece un trago?

– No.

– ¿Por el bebé?

– Porque no suelo beber con gilipollas.

Weston sonrió.

– No te gusto demasiado, ¿verdad?

– Nada en absoluto.

– Pero quieres conseguir información de mí.

– Como ya te he dicho -dijo Miranda con sorprendente calma- es la única razón por la que estoy aquí.

– Una mujer con un objetivo.

– Y no demasiado tiempo -dijo, deseando acabar aquella conversación lo antes posible. Pero Weston podía poseer información sobre Hunter. Información que nadie, ni siquiera la policía, conocía.

Weston se tocó los dientes delanteros con la punta del dedo, como si estuviera absorto en sus pensamientos, aunque seguía teniendo la misma mirada. En sus ojos aún acechaba la pasión por Miranda, quien se preguntó cómo debía de haber estado aquella botella del cajón al comienzo del día.

Miranda sintió un escalofrío. No debía haber ido. Pero tenía que hacerlo.

– Hunter pensó que yo, bueno, mi padre, en realidad, podría darle lo que él deseaba.

– ¿Y qué era?

Oyó la voz de la secretaria diciendo «buenas noches» a través de la puerta acristalada. Todos los músculos de su cuerpo se contrajeron, a punto de saltar, pues se dio cuenta de que se iba a quedar a solas con él. No había nadie más en el edificio, y los hombres que trabajaban en la fábrica, al otro lado de la calle, se encontraban a más de ciento cincuenta metros. Si sucediese cualquier cosa, no podrían oír los gritos con el runrún de las sierras, los golpes de los tablones al caer en la cadena y el rugido de los camiones. Pero no iba a suceder nada. Su imaginación se estaba desbordando sólo por que no confiaba en él y porque Tessa le había arañado.

– Hunter necesitaba un refugio.

– Imposible.

Weston elevó una ceja castaña sobre sus apenados ojos, como si comprendiese por lo que estaba pasando Miranda y se sintiese mal por ella. Dio un sorbo a su bebida y empezó a mover el vaso.

– Sé que es duro para ti, sobre todo porque…

Recorrió con los ojos su abdomen y Miranda colocó el bolso encima, como si de ese modo protegiese al bebé. Era una locura estar a solas con él. Sin embargo, no podía irse. Weston era la única persona en Chinook que parecía tener algún tipo de información sobre Hunter, ya fuese verdad o mentira, y estaba dispuesto a compartirla. Miranda apretó los dientes y continuó plantada en aquella incómoda silla.

– Sé que no quieres oírlo, pero parece ser que Hunter se metió en algunos problemas por aquí. Un lío con una chica de catorce años.

– La que no tiene nombre.

– Oh, claro que sí. Cindy Edwards. Vive cerca de Arch Cape. Si presenta cargos, Hunter tendrá que volver a los Estados Unidos y dar la cara. -Distraído, se tocó la herida de la cara.

– No te creo -pero Miranda se apuntó mentalmente el nombre de la chica.

Afuera, un silbato estridente anunció el cambio de turno y la pausa para comer.

Weston sacudió la cabeza y se pasó los dedos rígidos por el pelo.

– ¿Cuándo vas a darte cuenta de que Hunter no es un santo?

– Tú no sabes nada de él -contestó Miranda, aunque se sentía cazada en una trampa estratégicamente colocada.

– ¿No? -Pegó otro trago y cuando volvió a dejar el vaso un poco de güisqui salpicó sobre el escritorio-. Trabajaba ya para esta empresa, eso lo sabes. Tenía un expediente laboral bastante decente. Leí su ficha personal, y su nuevo curriculum, y hable con él. Créeme, Miranda, conozco mejor a Hunter Riley que tú. -La sonrisa de Weston era fría como el hielo-. Empezó a salir con Cindy hace unos seis meses, cuando aún prestaba servicios a la comunidad, un coche que decía haber tomado prestado, aunque la dueña aseguraba que lo había robado. De cualquier modo, el servicio a la comunidad y la libertad condicional fueron parte de la sentencia.

– Ya sé todo eso -admitió Miranda. Las axilas y la nuca le sudaban.

– Creo que todo eso sucedió antes de que empezara lo vuestro, o eso es lo que me contó.

– ¿Te habló de nosotros?

Aquello no podía ser verdad. Hunter se había mostrado inflexible respecto a que nadie debía conocer su relación. Nadie. Ni siquiera su padre.

– No quería, pero le confesé que sabía lo vuestro y lo del bebé y…

– Oh, Dios -¡Imposible! Miranda se negaba tajantemente. Aquello no le podía estar sucediendo-. Él nunca habría dicho una sola palabra.

Weston suspiró pacientemente, como si esperase a que el enfado de Miranda siguiera su curso. A continuación, apartó la vista de los ojos de Miranda y la dirigió a sus labios, y después al resto de su cuerpo. Luego volvió a mirarla a los ojos con una mirada viva e impaciente.

– Tienes razón. Nunca lo habría hecho. Parecía avergonzado de ello, pero se encontraba entre la espada y la pared, por eso pidió un puesto de trabajo fuera del país, y nosotros se lo dimos. Incluso contrató una póliza de seguros en la empresa con tu nombre como principal beneficiaría. Los documentos originales están en la sede de la compañía, en Portland, pero creo que aquí tenemos copias…

Se puso en pie, casi tropezando, buscó apoyo y salió por la puerta de la oficina, dejando sola a Miranda, quien se enfrentó a sus dudas. ¿Qué había de verdad en lo que Weston estaba relatando? ¿Y con cuántas mentiras se mezclaban aquellos hechos?

Se sintió aliviada durantes esos minutos en que Weston desapareció. Tenía que tranquilizarse, encontrar la manera de demostrar que estaba mintiendo. Sin embargo, le invadía la funesta sensación de que lo que le habían contado Weston y Dan era la verdad. Aquel sentimiento le oprimía el pecho igual que una cadena de acero fría y gruesa.

¿Podía ser verdad? Todos sus sentidos le decían que Weston estaba mintiendo con aquella dentadura blanca y perfecta, pero no había manera de probarlo. El detective privado que había contratado hacía unos cuantos días no había conseguido averiguar nada.

– Aquí están -dijo Weston, en tono ligeramente bajo, entrando de nuevo en la habitación. Dejó una carpeta sobre el escritorio, ante los ojos de Miranda.

Miranda examinó los documentos. Historial médico, póliza de seguro de vida, evaluaciones de antiguos trabajos. Todo firmado por Hunter Riley. El corazón se le salía del pecho. Algo de lo que Weston le estaba contado debía de ser verdad, no había otra explicación. Un zumbido, parecido al sonido que hacen los cables eléctricos de alta tensión, empezó a zumbarle en una zona del cerebro. Weston no volvió a sentarse, sino que se quedó tras ella, muy cerca. Miranda seguía examinando los documentos, intentando concentrarse y superar la irresistible sensación de derrota.