– Que se vayan al diablo -murmuró mientras acababa de fumarse el puro. Ojalá hubiera tenido la suerte de tener hijos. Las cosas hubieran sido diferentes. Bastante diferentes. Dios le había jugado una mala pasada con esas chicas.
Las hijas siempre traen desgracias a los hombres.
Aflojó el acelerador al llegar a un pino inclinado. Lo había plantado hacía una eternidad, cuando había comprado aquel lugar para Dominique. Condujo el coche hacia el camino privado que llevaba a la finca. Había estado enfermo de amor en la época en que plantó aquel pequeño pino en la tierra, pero los años le habían cambiado, aquel amor se había gastado tanto que había acabado haciéndose añicos, como el cristal al romperse.
Abrió las puertas y condujo por el asfalto agrietado que tiempo atrás era un paseo bien cuidado. El agua cristalina del lago centelleaba seductora por entre los árboles. Cómo le había encantado este lugar.
La nostalgia le empañaba el corazón a medida que tomaba la curva final y veía la casa, una cabaña de caza vieja y de formas complicadas. A su alrededor había plantado un abeto y un roble, y tenía cuatro plantas.
Hogar.
Un lugar para el triunfo y el dolor.
Pensando que a su mujer le gustaría tanto como a él, compró aquel enorme terreno repleto de árboles para Dominique. Desde el momento en que ella vio aquellos árboles tan rudos y las vigas, odió todo lo que tuvo que ver con su nuevo hogar. Sus ojos evaluaron los ángulos del techo, las paredes de cedro, el suelo tableado, y el techo inclinado. Tocó la barandilla esculpida a mano de la escalera. Tenía figuras de criaturas del noroeste decoradas artesanalmente. Los orificios nasales le llameaban como si de repente estuviera respirando un olor fétido.
– ¿Compraste esto para mí? -preguntó, incrédula y con una profunda decepción. La voz resonó a través del desnudo vestíbulo-. ¿Esta… esta monstruosidad?
Miranda, que no llegaba a los cuatros años, la viva imagen de su madre, miraba seria la vieja casa como si esperara que pudieran aparecer allí todo tipo de fantasmas, duendes y monstruos.
– Supongo que sí. -Dominique señaló con el dedo el salmón esculpido que había en la parte inferior de la barandilla-. ¿Se supone que eso es arte?
– Sí.
– Por el amor de Dios, Benedict, ¿por qué? ¿Qué se apoderó de ti para que compraras esto?
Dutch había sentido la primera sensación de horror en su corazón. Extendió las manos.
– Es para ti y para las niñas.
– ¿Para nosotras? ¿Aquí fuera? ¿En la mitad de ningún sitio? -Se escuchaban taconeos indignados mientras caminaba por el vestíbulo y el comedor. El techo lo formaban bóvedas y había tres lámparas de araña formadas por docenas de cornamentas de ciervo juntas-. ¿Lejos de mis amigos?
– Es un buen lugar donde criar a las niñas.
– La ciudad lo es, Benedict. Donde pueden ver a otros niños de su edad, en una casa que les hace justicia, donde se expondrán a una cultura y a personas adecuadas -suspiró, luego siguió a Claire con la mirada, que empezó a caminar hacia las puertas francesas abiertas, situadas en la parte trasera que daba al lago. Dominique empezó a correr, golpeando con los tacones cada vez más rápido-. Esto va a ser una pesadilla. -Cogió a Claire del porche cubierto antes de que se acercara a la orilla, se volvió y lanzó una mirada de odio a su marido-. Vivir aquí no funcionará.
– Claro que funcionará. Construiré pistas de tenis y una piscina con su casita. Tú puedes tener un jardín y un estudio propio en el garaje.
Tessa, pequeña y quisquillosa como siempre, dio un fuerte berrido y se acercó a los brazos de la niñera.
– Shhh -susurró al querubín de rostro colorado. Bonita apenas llegaba a los dieciséis años de edad y permanecía ilegal en los Estados Unidos.
– No puedo vivir aquí. -Dominique se mantenía firme.
– Seguro que sí.
– ¿Cómo aprenderán francés las niñas?
– Contigo.
– No soy una profesora.
– Contrataremos a una. La casa es grande.
– ¿Qué pasará con las clases de piano, violín, esgrima, equitación…? Oh, Dios mío. -Miró examinando lo que le rodeaba. Tenía los ojos azules húmedos, y se apretaba los labios con sus cuidados dedos.
– Funcionará, te lo prometo -insistió Dutch.
– Pero probablemente no pueda… No estoy hecha para ser una criada… Voy a necesitar más ayuda aquí, a parte de la de Bonita.
– Lo sé, lo sé. Ya he hablado con una mujer, una mujer india que se llama Songbird. Tendrás más ayuda de la que necesites, Dominique. Podrás vivir como una reina.
Dominique hizo un sonido de desaprobación desde la garganta.
– La reina de ningún sitio. Una buena definición ¿no crees?
A partir del día siguiente odió vivir allí, a pesar de estar cerca del lago. Predijo que nada bueno sucedería en ningún lugar cercano a las orillas de lago Arrowhead.
Dutch bajó la ventanilla del coche un poco más, dejando entrar el húmero aire del verano. El agua, salpicada por los rayos del caluroso sol, parecía apacible, incapaz de causar tanto dolor y agonía.
– Hijo de puta -murmuró, con el puro colocado firmemente entre los dientes, mientras cogía la botella de güisqui escocés que había comprado en la ciudad.
Salió del coche, y caminó por encima de numerosas pinas y hojas que había frente a la puerta delantera. Se abrió fácilmente, como si le estuviera esperando. Las suelas de los zapatos se le enganchaban al polvoriento suelo de madera, y creyó oír un ratón escabullándose en una esquina a oscuras.
En la cocina, revolvió los armarios y encontró un vaso, lleno de polvo debido a los años de abandono. Había hecho unas llamadas y la electricidad, teléfonos, gas y agua habían vuelto a funcionar. Los cinco días siguientes la casa se limpiaría de arriba abajo, y sus hijas, ya mayores, volverían, quisieran o no.
Limpió el vaso con los dedos y se echó un buen chorro de güisqui. Luego subió las escaleras en dirección a la habitación que había compartido con Dominique durante años. La cama, rodeada por cuatro columnas, no tenía sábanas. Un plástico cubría el colchón. Caminó hacia el ventanal, abrió las cortinas y, sorbiendo la bebida, miró hacia la piscina, completamente seca, repleta de hojas y suciedad que atascaban el desagüe. La casita de la piscina, situada cerca del trampolín, estaba cerrada. Así había permanecido durante años. A continuación miró más allá de la piscina, hacia el lago que tanto amaba. Mirando las tranquilas aguas, sintió miedo, como el tic-tac de un reloj sonando incesantemente en su cabeza.
¿Qué pasó tiempo atrás? ¿Qué descubriría? Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Bebió del vaso, sintió cómo el fuerte licor le sacudía la parte inferior de la garganta y le ardía en el estómago. Mientras, bajaba las escaleras, lejos de aquella morgue, con la mente llena de viejos y tenebrosos recuerdos, sexo decepcionante y muy poco amor. Dios, Dominique se había convertido en una zorra.
Una vez en el estudio, sacó la cartera del bolsillo, extrajo una página suelta que había arrancado de una libreta en su escritorio y fijó la mirada en los tres números de teléfono de sus hijas. Ninguna se alegraría de oírle, pero harían lo que les pidiese.
Siempre lo hacían.
Cogió el auricular, escuchó un clic y un tono de línea y tensó las mandíbulas.
Maldito Harley Taggert. Maldito Kane Moran. Y maldita la verdad, cualquiera que fuese.
Capítulo 2
– ¡No es justo! No deberíamos mudarnos. No hemos hecho nada malo. ¡No tenemos la culpa! -Sean miraba a su madre con el ceño fruncido. Tenía los ojos en parte ocultos bajo la gran cabellera, y el rostro tenso y duro. En su nariz resaltaban numerosas pecas, a pesar del bronceado de verano. Su rostro irradiaba rebeldía, que se transmitía por su sentimiento de indignación, y abría y cerraba los puños sintiéndose impotente. En la excitación del momento se pareció a su padre. Claire quería cogerle entre sus brazos y no soltarle nunca.
– Es mejor así.
Vació el contenido del cajón superior del aparador en la cama, y colocó los calcetines y ropa interior en una caja de cartón vacía, mientras deseaba que su hijo creyera en sus palabras. El dolor desaparecería algún día, siempre acababa desapareciendo, pero llevaría tiempo. Mucho tiempo.
– ¡Papá es quien tendría que irse! -Sean se dejó caer sobre una caja y miró a su madre enfadado, junto a la ventana abierta, por donde se veía un robusto manzano.
En las ramas de aquel árbol se balanceaba un columpio hecho con un neumático al ritmo del viento. La vieja rueda colgaba de una cuerda deshilachada y ennegrecida, triste recuerdo de su infancia e inocencia, que había sido recientemente destruida. Los niños no habían utilizado aquel columpio desde hacía años, hasta el punto que había empezado a crecer hierba en la arena donde antes pisaban. Pero eso parecía haber sucedido hacía siglos, en una época en la que Claire se había autoconvencido de que ella y su pequeña familia eran felices, que los pecados del pasado nunca invadirían sus vidas, que podría encontrar la felicidad en aquella tranquila y pequeña ciudad de Colorado.
Qué equivocada había estado. Cerró de un golpe el cajón vacío y siguió vaciando el siguiente con aires de venganza. Cuanto antes saliera de aquella habitación, de su casa, de aquella maldita ciudad, mejor.
De pie, Sean no dejaba de moverse y de meterse las manos en los bolsillos traseros del pantalón tan llenos de cortes que casi dejaban al descubierto sus delgadas caderas.
– Odio Oregón.
– Es un estado muy grande. Demasiado terreno para que lo odies todo.
– No me quedaré.
– Claro que sí -continuó ella, pero detestaba el sonido de determinación en su voz-. El abuelo está allí.
El chico hizo un sonido de disgusto y desprecio.
– Podría tener un trabajo allí.
– Como profesora suplente. Estupendo.
– Lo es. No podemos quedarnos aquí, Sean. Ya lo sabes. Podrías adaptarte -se miró en el sucio espejo, donde podía ver el reflejo de su hijo, alto y musculoso, con algo de vello que empezaba a aparecerle en el labio superior y la barbilla. Su rostro tenía una actitud desafiante, muy diferente a la de dulzura de años atrás. Empezaba a tener la apariencia fuerte y dura de un hombre.
– Todos mis amigos están aquí. Y Samantha, ¿qué pasa con ella? Ni siquiera entiende lo que está pasando.
– Yo tampoco, hijo mío. Yo tampoco. Se lo explicaré algún día.
Resopló en señal de desconfianza.
– ¿Y qué le vas a decir, mamá? ¿Que el monstruo de su padre se tiraba a una chica sólo unos años mayor que ella? -La voz de Sean se convirtió en un susurro severo y desafiante-. ¿Qué se estaba follando a mi novia? -Se señaló el pecho con el dedo pulgar-. ¡A mi jodida novia!
– ¡Basta ya! -Colocó los camisones en una caja, junto a los calcetines-. No hace falta hablar así.
– ¡Joder! Hay un montón de razones. Admítelo. Es por eso por lo que al final te has divorciado de papá después de tantos años de separación, ¿no? ¡Lo sabías! -La cara se le puso roja, tenía los ojos llenos de lágrimas, aunque no acababan de caer-. Lo sabías y no me lo dijiste.
La furia y la humillación consumieron a Claire. Caminó hacia la puerta, la cerró y el cerrojo hizo un suave clic.
– Samantha sólo tiene doce años. No hace falta que sepa que su padre…
– ¿Por qué no? -le preguntó Sean, inclinando la barbilla-. ¿Crees que no ha oído hablar a todos nuestros amigos de nuestras cosas? ¿De todos nuestros asquerosos secretos? -Sonrió sin ninguna gana y luego sacudió la cabeza-. Oh, sí, no se ha enterado de nada, ¿no? Qué suerte tiene. No tiene que escuchar a nadie decir que su padre es un violador pervertido.
– ¡Es suficiente! -gritó Claire; su voz se ahogaba a la vez que empujaba con fuerza el segundo cajón de la cómoda, cerrándolo de golpe-. ¿Crees que no me importa? Era mi marido, Sean. Sé que estás dolido, avergonzado y apenado, pero yo también me siento así.
– Así que estás huyendo. Como un perro cobarde con el rabo entre las piernas.
Era tan cínico para ser tan joven… Le agarró por los hombros, clavándole los dedos en los músculos, con la cabeza inclinada hacia atrás para poder ver bien su joven rostro enfadado.
– ¡No me vuelvas a hablar así nunca más! Tu padre ha cometido fallos, muchos y… -Vio la mirada de dolor en Sean y algo dentro de ella se resquebrajó, el muro frágil que había intentado mantener en pie-. Oh, Sean. -Abrazó el cuerpo rígido del insensible chico. Quería romper a llorar. Pero desmoronarse no serviría de nada. Susurró-: Cariño, lo siento mucho. Mucho.
Sean permanecía inmóvil en sus brazos, como una estatua que no se atrevía a devolverle el abrazo. Lentamente Claire le soltó.
– Tú no tienes la culpa, ¿no? No le llevaste a… -Apartó la mirada. Los colores se le subían por el cuello.
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