Las rodillas de Claire se doblaron, pero alguien la sujetó, ayudándola para que no se cayera y siguiera caminando. El dolor le penetraba tan profundamente como un cuchillo. Empezó a temblar con violencia.
– ¿Ha llamado alguien a una ambulancia?
– Aguantad, chicas -dijo una voz suave y masculina-. Os pondréis bien.
Claire reconoció aquella voz, no recordaba su nombre, pero sabía que era alguien que trabajaba en la gasolinera donde solía repostar.
– ¿Alguna de vosotras ha sido herida de gravedad?
Claire no pudo articular palabra.
– No creo -contestó Miranda.
Claire consiguió hacer un gesto de asentimiento a Tessa, quien sólo susurraba:
– Harry el Sucio.
Aquello iba a salir mal. Muy mal.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó una mujer.
– No sé qué de sucio o algo así. -Probablemente las tres sufran una conmoción.
Claire cerró los ojos bajo las gotas de lluvia. Estaba temblando de frío. Tenía la ropa sucia, pegada al cuerpo y empapada, de la misma manera que tenía el corazón empapado de dolor.
– George, por Dios, ¿no te he dicho que les des la manta que hay en el maletero del coche?
En algún lugar cercano, probablemente en uno de los vehículos aparcados en el arcén de la carretera, un bebé lloraba tan fuerte que el llanto se convirtió en hipo. En la parte trasera de una camioneta un enorme perro empezó a ladrar como loco.
– ¡Cállate, Rosco!
El perro se calló.
– Oye… -susurró una mujer lo bastante alto para que todo el mundo la pudiese oír-. ¿No son las hijas de Dutch Holland?
– Alguien debería llamar a sus padres.
– El ayudante del sheriff está en camino.
– ¿Cómo demonios han podido caerse al lago? Dios santo, tienen suerte de que haya ocurrido aquí. En cualquier otra parte se hubieran estampado contra los árboles.
Una de las mujeres condujo a Claire a su coche.
– Chicas, entrad. No os preocupéis por ensuciar el coche, es de plástico. Se puede lavar. Yo siempre dejo montar a mis perros. Necesitáis entrar en calor.
Abrió la puerta, y Claire se deslizó por el interior. Tessa y Miranda la siguieron. Las tres se arrimaron las unas a las otras, envueltas con mantas. La dueña del coche, una mujer de rostro arrugado y dentadura mellada, ofreció a Claire una taza del café que llevaba en un termo. Otro buen samaritano ofreció otras dos tazas a Tessa y Miranda. Ellas las aceptaron, meciéndolas en las manos, mientras el vapor humeaba.
Luces de linternas alumbraban a través de la lluvia. Las mujeres formaron grupos y los hombres empezaron a buscar el coche.
– ¿Alguien ha llamado a la grúa?
– De eso se encargará la policía.
Debido al calor del café y a la respiración de las tres hermanas, las ventanas del sedán se empañaron. Claire dio gracias por la intimidad que les ofrecía aquel cristal, frágil y empapado, protegiéndolas de ojos curiosos.
Sonó una sirena en mitad de la noche. Luces rojas, blancas y azules inundaron la zona. Claire dio un bote, vertiendo el café en la manta india que la envolvía.
Dirigió la mirada hacia Miranda y sintió como si su corazón se ahogara. Estaba asustada por ella, por su plan. Miranda tenía el rostro blanco como la tiza y salpicado por el barro, el pelo lacio y empapado. A continuación, Claire miró a Tessa y tragó saliva.
– Acordaos -dijo Miranda mientras se aproximaba un coche de la oficina del sheriff.
Dos agentes salieron del coche. Dos figuras vagas a través de las ventanas empañadas. Uno de ellos se quedó junto a la carretera, moviendo su linterna para dirigir el tráfico. El otro se acercó al coche.
Se detuvo y habló, durante unos segundos, con algunas personas de las que se encontraban allí. Les hizo algunas preguntas, de las cuales Claire sólo pudo oír partes sueltas. Poco después el agente abrió la puerta del asiento trasero. La luz interior del coche se encendió. El hombre, alto y corpulento, llevaba una especie de impermeable. En la cabeza, las gotas caían por el ala ancha de su sombrero.
– Hola, chicas. Soy el ayudante del sheriff Hancock. Antes de nada, me gustaría saber si alguna de vosotras está herida y, si es así, que me digáis la gravedad de dichas heridas. La ambulancia está en camino. Luego tenemos que saber lo que ha ocurrido para que pueda preparar mi informe.
Les dedicó una sonrisa tranquilizadora, aunque Claire se sintió realmente asustada. Se preparó para su primer encuentro con la ley.
– Ha sido culpa mía -dijo Miranda mirando a Hancock a los ojos-. Yo… perdí el control del coche. Supongo que me quedé dormida al volante.
– ¿Alguna está herida?
Claire negó con la cabeza.
– No creo -dijo Miranda.
– ¿Y tú, cariño? -El ayudante miró a Tess.
Ella levantó los ojos, tiritando.
– Harry el Sucio…
– ¿Perdona? -preguntó, levantando ambas cejas a la vez.
– Estuvimos en el autocine -intervino Miranda-. Harry el Sucio es la película que nos quedó por ver, ya que decidimos volver a casa antes de que estallara la tormenta.
– Ah. -Se frotó la barbilla y miró hacia el cielo-. Una mala noche para ir al autocine.
– Sí… fue… fue un error.
Hancock golpeó ligeramente la linterna en el lateral del coche.
– Bueno, podéis contármelo todo después de asegurarnos de que realmente no necesitáis atención médica. He llamado a una ambulancia y a una grúa.
– No hace falta que nos lleven a un hospital -protestó Miranda-. Estamos bien.
– Vamos a dejar que sean los médicos quienes determinen eso.
Otra sirena gritó en mitad de la noche y la taza de café que Claire sujetaba se escurrió entre sus dedos.
Daba igual. Todo daba igual. Harley estaba muerto y ella estaba sentada en el asiento trasero del coche de una desconocida. Estaba demasiado cansada para pensar, demasiado mareada para intentar imaginarse lo que en realidad había sucedido, por qué Miranda había insistido en que mintieran. No obstante, cuando contempló el miedo reflejado en el rostro de su hermana mayor y la conmoción grabada en las facciones de Tessa, se dijo que mentiría piadosamente por las dos. Sus hermanas eran todo lo que le quedaba en la vida.
¿Y qué pasaba con Kane?
Se iba a marchar. Iba a unirse al ejército al día siguiente.
Oyó pisadas de botas. Aquellos pasos, que hacía crujir la gravilla, le retumbaron en el cerebro. Ojalá pudiese ver a Kane en aquel preciso momento, hablar con él, abrazarle… Empezó a llorar justo cuando les ayudaron a salir del coche. Una docena de espectadores las observaban. Las guiaron a través de la multitud y los médicos las examinaron mientras llegaban más agentes al lugar de los hechos.
Claire apenas era consciente de que había una persona cercando la zona con una cinta amarilla. También vio aparecer, como si lo contemplara desde lejos, una enorme grúa. Mezclado con el ruido, oyó el monótono zumbido de una motocicleta.
Se dio la vuelta hacia la carretera, pero el motorista solitario pasó de largo. La enorme máquina apenas redujo la velocidad cuando el agente le hizo signos con la mano.
¿Era Kane? Claire retorció las manos bajo la manta húmeda.
– Menuda noche -dijo un agente al otro-. Primero el chico de los Taggert, ¡y ahora esto!
Claire se estremeció al volver a la realidad en aquel lugar, lejos de sus fantasías de Kane Moran.
Harley había muerto y, en cierto modo, ella había sido la responsable. Fuese lo que fuese lo que hubiese ocurrido tras dejarle en el barco, había sido a causa de su ruptura con él. Lo sabía. Harley, el dulce Harley, podía no haber sido el amor de su vida, a pesar de creerlo así en una ocasión, pero no merecía morir.
Capítulo 22
Claire no lograba conciliar el sueño. Daba vueltas en la cama mientras imágenes de Harley y Kane le ardían en la mente. Había pasado la noche llorando en voz baja o tumbada con los ojos secos y entumecidos por el llanto.
Miró el reloj y escuchó el crujido de su casa con la tormenta de fondo. En algún lugar, una rama golpeó contra una ventana. La lluvia chapoteaba ruidosamente en las cañerías hasta que, antes de que amaneciera, de pronto dejó de llover.
No había podido dormir. En su mente se repetían las últimas tres horas como un disco rallado en el que sonaban las mismas notas una y otra vez.
Después de que un médico las examinara y de que varios ayudantes del sheriff las interrogaran, soltaron a las hermanas Holland y pudieron volver con sus padres, quienes tuvieron que regresar a Chinook desde Portland. Dominique, llorando, las mimó y su padre les prometió el mejor abogado de la costa oeste. Nadie, ni siquiera el maldito Neal Taggert, iba a vencerles. Dutch dijo a las chicas que creía en lo que le habían contado, que por supuesto ninguna de ellas había matado al chico de los Taggert. Sin embargo, en las palabras de su padre faltaba convicción y empatía. La muerte de Harley no era más que otro obstáculo en la desordenada vida de Dutch.
Cuando Claire se acurrucó en el asiento trasero del Lincoln de su padre, pudo percatarse de la mirada severa e intransigente de Dutch reflejada en el espejo retrovisor. Claire se dio cuenta de que la preocupación de su padre no se debía a la pena producida por la pérdida de una vida joven, sino por el escándalo que envolvía a sus hijas. Sólo le importaba lo que los accionistas de Stone Illahee y de los demás terrenos pudiesen pensar.
Claire recordó el atractivo rostro de Harley y sus ruegos para que no rompiera el compromiso con él. «No puedo perderte. Lo daría todo por ti. Todo. Por favor, Claire, no… No me digas que se acabó.»
Las lágrimas empezaron a recorrerle el rostro.
– Harley -musitó.
Jamás había querido hacerle daño. Y ahora estaba muerto. Le habían encontrado, según había oído decir en la oficina del shenff, flotando boca abajo en la bahía, víctima quizá de un accidente, un suicidio o un asesinato.
¿Suicidio? Por Dios. Claire rogó para que no fuera así. ¿Asesinato? ¿Quién podría odiarle tanto para matarle?
Miranda tenía restos de sangre en la falda; Tessa estaba casi catatónica. Ambas habían estado en el embarcadero y ambas necesitaban una coartada. «Oh, Harley, ¿qué he hecho?»
Cerró los ojos con fuerza e intentó apartar la imagen de Harley de su mente. No podía pasar el resto de su vida sintiéndose culpable porque él hubiese muerto la misma noche en que habían roto su compromiso. Sin embargo, en lo más profundo de su corazón, sabía que innumerables dudas la acompañarían el resto de sus días.
Se incorporó hasta sentarse y se tapó la cara con las manos. Aquello no la ayudó. Recordó a Kane, alto y de facciones duras, vistiendo aquellos vaqueros desgastados y aquella cazadora de piel negra. Se sentía atraída por su rudo rostro, sus ojos de color dorado intenso y su voz ronca.
«Me gustaría hacer cualquier cosa y todo lo que pudiera contigo. Me gustaría besarte y tocarte y dormir contigo entre mis brazos hasta mañana. Me gustaría recorrer con mi lengua tu cuerpo desnudo hasta que te estremecieras de placer y, más que nada en este mundo, me gustaría hundirme en ti y hacerte el amor durante el resto de mi vida… Y, créeme, yo nunca, nunca te trataría como te trata ese cabrón de Taggert.»
No pudo aguantar un minuto más. Se destapó y se quitó el camisón. En silencio, se puso un pantalón vaquero que había dejado al borde de la cama y una camiseta que había tirada y arrugada en el suelo. Se puso como pudo un par de calcetines limpios y cogió las botas con las manos sudorosas. Dejó atrás la habitación de Tessa, completamente cerrada, y la de Miranda, por cuya rendija se colaba la luz de una lámpara de noche, alumbrando con su rayo la alfombra desgastada del pasillo. Despacio, Claire echó una ojeada al interior de la habitación. Miranda estaba sentada en la repisa de la ventana. Tenía las rodillas escondidas debajo del camisón y se abrazaba las piernas con ambos brazos. Contemplaba el lago como ausente. Sus ojos eran el espejo de la tristeza que inundaba su alma, una tristeza que Claire nunca antes había visto.
Entró sigilosamente en la habitación.
Miranda dirigió la mirada hacia ella.
– ¿Qué haces?
– Voy a salir a dar un paseo.
– Ya no hay luz.
– Lo sé, pero volveré pronto -susurró Claire-. No puedo permanecer en la cama ni un minuto más.
De repente se sintió incómoda y fuera de lugar en aquella habitación triste y sombría, cuyas paredes de madera estaban cubiertas de estanterías por todas partes.
– ¿Qué te pasó anoche? -se atrevió a preguntar, a la vez que avanzaba a través de la habitación y apoyaba la cadera en el extremo de la repisa de la ventana que quedaba libre.
Miranda lucía una sonrisa sin sentimiento. Su rostro estaba pálido. Una expresión de tristeza le empañó los ojos, lo que la hizo parecer mucho mayor.
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