– Has llegado pronto a casa.
La voz de Kendall le sorprendió. Se volvió y la vio. Como de costumbre, Kendall llevaba una bandeja delgada con una botella de Martini y dos vasos. Colocó la bandeja sobre la mesa situada bajo la enorme sombrilla y sirvió el alcohol en ambos vasos.
– He quedado con alguien esta noche.
– ¿Aquí? -se sorprendió Kendall.
– No. -Nunca hablaba de negocios con ella, y ella nunca preguntaba. Aquel había sido siempre su acuerdo.
– Paige va a pasarse por aquí.
Pensar en su hermana hizo que se le revolvieran las tripas. Aún era la misma zorra patética, gorda y cotilla. Paige odiaba a Weston, nunca había intentado ocultar su rencor hacia él. Weston apretó las muelas, aceptando la bebida que Kendall le ofrecía con sus delgados dedos. Era una mujer hermosa, de pelo claro y enormes ojos azules. Mantenía un buen tipo. No había ganado un solo kilo en todos los años que llevaban casados, y vestía elegantemente. Incluso después del nacimiento de Stephanie, Kendall había tenido cuidado en perder los kilos que había ganado. Se había negado a dar el pecho al bebé, ya que le preocupaba estropear la forma de sus senos. Había practicado ejercicio físico con un entrenador personal hasta recuperar la talla treinta y seis. Weston no podía quejarse, de no ser porque Kendall era aburrida como una ostra.
No como las hermanas Holland.
– ¿Paige no estaba cuidando de papá?
– Esta noche no. La enfermera está con él. Así que había pensado que podríamos hacer una barbacoa y ver una película. -Kendall colocó los finos dedos sobre las caderas-. Vamos, Weston, últimamente no has pasado tiempo con Stephanie.
Weston sintió un pequeño pinchazo de culpabilidad. No había duda de que su hija era especial. Weston quería a Stephanie, a pesar del hecho de que su plan de dejar embarazada a Kendall finalmente funcionase, y de que si Harley estuviese vivo se hubiese convertido en el padre de la niña. Quería a Stephanie más de lo que quería cualquier otra cosa en este mundo. Habría abofeteado a Kendall cuando le dijo que estaba embarazada, y que, dado que Harley estaba muerto, debía aceptar sus responsabilidades y reclamar su paternidad. Debería haber insistido para que abortara. Debería haberle dicho que se jodiera. Pero no lo hizo. Y si había una sola cosa de la que no se arrepintiera en esta vida era de haber tenido a su hija. Lo malo era que Kendall lo sabía y lo utilizaba en su beneficio.
– Veré a Steph mañana. Iremos a ver si encontramos un coche para ella -se ofreció Weston.
Kendall se rió.
– Sólo tiene quince años.
– Pronto dieciséis.
Se sacó el cigarrillo y dio un buen trago al vaso de Martini. La bebida siempre estaba perfecta. Kendall ponía especial cuidado. Debería quererla, suponía, pero decidió que era incapaz. Además, el amor y todas esas nociones románticas eran para idealistas y no tenían nada que ver con la realidad. Weston tenía los pies bien plantados en la tierra.
– Pero…
– No discutas, querida -la avisó, y Kendall cerró la boca de inmediato.
En el transcurso de su matrimonio en algunas ocasiones había tenido que ser duro con ella: un par de cachetes en la cara o en el culo cuando ella se había enfrentado a él. Más tarde, cuando Kendall se sentía arrepentida y dispuesta a probar su amor por él, Weston le proponía posturas sexuales extrañas para que Kendall le demostrara lo agradecida que estaba por ser la señora de Weston Taggert.
Siempre se mostraba dispuesta a agradarle. Realmente era extraño. Weston había pensado en una ocasión que Kendall era fría como el hielo, que su vagina era estrecha e impenetrable. Más tarde pensó de manera distinta. Cuando Kendall se dio cuenta de que Weston era quien la mantenía, de que era el acceso al linaje de la familia Taggert, se convirtió en una pequeña y ardiente máquina de amar, y le ofreció con entusiasmo todos sus favores. No era extraño, pues, que Harley, aquel debilucho, no pudiese haber roto nunca con ella. Pero fuera de la cama, a Weston le parecía aburrida.
– Sólo te pido que no decepciones a Stephanie mañana -dijo Kendall.
Weston brindó en su dirección.
– No lo haré. Prometido.
Pero eso sería mañana. Antes tenía que terminar el resto de la tarde. Esa noche se iba a reunir con Denver Styles y le ofrecería al nuevo empleado de Dutch Holland un trato tan bueno que no lo podría rechazar.
Bebió lentamente del Martini y sonrió.
Capítulo 26
– ¿Así que no recibiste ninguna carta de Riley? ¿Ninguna llamada? ¿Nada? -preguntó Denver, sentado en una de las sillas con respaldo de mimbre que había colocadas alrededor de una pequeña mesa de cocina.
Tenía un pie colocado encima de otra de las sillas. A lo largo de su conversación, observaba a Miranda con ojos de lince, sin perder detalle y haciendo que Miranda quisiera apartarse de su vista. Pero no lo hizo. Se había enfrentado a asesinos, violadores, maltratadores de mujeres, y había trabajado duro para conseguir que acabaran entre rejas. Se había mostrado fría ante prestigiosos abogados defensores, incluso había sobrevivido después del ataque con cuchillo de Ronnie Klug. Es más, había conseguido mentir y mantener escondida durante dieciséis años la verdad de lo sucedido aquella horrible noche. No importaba lo intimidatorio que resultase Styles, no podría obtener de ella lo que se proponía.
– No supe nada de Hunter. Ninguna carta, ninguna llamada telefónica. Nada.
La luz del sol se colaba a través de las ventanas, calentando la espalda de Miranda. El ejemplar del periódico del Metro de aquella mañana estaba abierto por la sección de The Oregonian, tendido junto a una cesta de fruta. La estropeada cazadora de Styles se encontraba colgada sin ningún cuidado sobre el respaldo de una silla. Parecía llevar allí desde siempre.
En dos tazas de cerámica había café, el cual perfumaba el ambiente. Sin embargo, a ninguno de los dos les apetecía beber. El teléfono móvil de Styles sonó, pero lo ignoró.
– ¿Y no pensaste que era raro?
– Sí, pero… supuse que se debía a los cargos de los que se le acusaba.
– ¿Abusos a menores y robo de vehículos? -preguntó.
Obviamente, Styles había hecho los deberes.
– Sí.
– Ninguno de los dos casos prosperaron.
– Lo sé, pero pensé que por eso se había marchado del país.
– Existen procesos de extradición, ¿sabes?
Por supuesto que lo sabía. Ahora. Pero por aquel entonces era mucho más joven y estaba menos informada sobre la ley. Se sentía dolida por el hecho de que Hunter la hubiese traicionado y pudiese haber estado engañándola con otra. Cuando perdió el contacto con él, le fue más fácil cerrar los ojos e intentar olvidar, pensar en lo peor. Además, por aquel entonces ya no importaba, en realidad. Había perdido el bebé. Y de alguna manera, había sobrevivido a noches oscuras y agotadoras.
Aquel dolor pasado, que intentaba desesperadamente cerrar con llave en algún lugar, le había arrebatado las fuerzas, apretándole el corazón tan fuerte que apenas podía respirar. Dios Santo, cómo deseaba tener ese niño, necesitaba aquella parte especial que Hunter le había dejado.
– Era joven -admitió, pasando los dedos por el borde de la taza de café-. Y estaba asustada.
– Y embarazada.
Aquella palabra pareció resonar por toda la habitación como el eco de una campana en una capilla. Resonó también en su corazón.
– Sí. -No había razón para mentir; Styles sabía demasiado. Sin lágrimas en los ojos, le miró y se negó a permitir que Styles pudiera ver el dolor que aún, después de tantos años, le invadía-. Aunque no creo que sea asunto de nadie.
Un destello de ternura y comprensión recorrió la áspera mirada de Styles, pero despareció enseguida, mientras Miranda se preguntaba si habían sido imaginaciones suyas. Styles no era de los que sentían empatía.
– Sólo hago mi trabajo.
– Escarbar en la mierda de la gente. Un trabajo estupendo.
Styles levantó una de sus cejas oscuras.
– No como el tuyo, abogada.
– Yo siempre busco la verdad.
– Como yo -dio un trago al café, ya tibio, y volvió a dejar la taza sobre la mesa. Su voz se suavizó al continuar preguntándole-: Así pues, ¿qué le sucedió al bebé?
Miranda cerró los ojos y dijo:
– Es algo de lo que no quiero hablar.
Oh Dios, qué dolor. Perder al bebé, perder una parte de Hunter. Y todo por culpa de… por culpa de… Se sintió mareada.
– Lo sé.
– No puedes saberlo -susurró-. Nadie puede.
– De acuerdo, basta de tópicos.
Styles la miró fijamente: pareció presenciar todo el pasado de Miranda, todas sus mentiras, todas sus verdades. Pasaron varios segundos en silencio. Finalmente Miranda abrió los ojos. ¿Qué importaba lo que aquel tipo supiera?
– Lo perdí.
– ¿Cuándo?
– La noche en que perdí el control de mi coche y terminé en el lago Arrowhead. Estoy segura de que has leído los informes médicos. Deben mencionar un aborto.
Aquello no lo sabían demasiadas personas. Por aquella época tenía dieciocho años y sus padres nunca supieron que estaba embarazada y que sufrió la pérdida del bebé. Miranda conocía por entonces bastante bien la ley y los derechos de confidencialidad entre paciente y doctor.
Si su padre lo había llegado a averiguar, jamás lo había mencionado. Así pues, el tema se enterró. Pero de algún modo Denver Styles había conseguido aquella información. ¿Cómo? Se frotó los brazos al sentir un escalofrío repentino.
– ¿Cómo contactaste con mi padre? -preguntó Miranda, intentando indagar.
Era un hombre interesante pero amenazador. Un hombre que no tenía pasado. Si Petrillo no lograba encontrar nada sobre él, significaría que nadie más podría.
– Él vino a buscarme.
– ¿Y cómo te encontró? -preguntó-. No creo que salgas en las guías o en Internet.
Styles esbozó un amago de sonrisa y sus ojos grises chispearon por un instante.
– A través de un conocido en común. -Terminó el café y se dispuso a coger la chaqueta-. Pero no estamos aquí para hablar de mí, ¿recuerdas? -¿Cómo podría olvidarlo?
Styles se acercó a ella.
– Sabes, Miranda, eres una mujer inteligente. Lista. Pero no fuiste tan lista hace dieciséis años. Personalmente pienso que la historia que contaste al departamento del sheriff sobre la noche de la muerte de Taggert es pura basura. Pienso que tú y tus hermanas hicisteis una especie de pacto para ser la una la coartada de la otra. Y pienso, lo aceptes o no, que toda esta porquería va a explotarte en la cara. Ahora bien, puedes contarme la verdad, que quedará entre nosotros y tu padre, o Kane Moran o los enemigos políticos de tu padre se aferrarán a dicha verdad y la convertirán en el escándalo más sonado de la historia de Chinook, Oregón. Tu decisión tendrá consecuencias. Tessa podría terminar necesitando más de un psiquiatra, y Claire creerá que el pequeño escándalo de su marido en Colorado es sólo una anécdota en su vida comparada con el vendaval que se avecinará cuando se descubra todo.
– Te equivocas -insistió Miranda. La rabia le fluía por las venas. Sin embargo, las palabras de Styles le dejaron aterrada-. Y si has terminado, creo que no tenemos nada más que hablar.
Styles echó la silla hacia atrás.
– Cambiarás de opinión.
– No tengo otra opinión.
– Ya lo veremos. -Cogió la cazadora del respaldo de la silla cercana, se metió la mano en el bolsillo y dejó sobre la mesa una tarjeta de un motel en Chinook, el Tradewinds-. Si quieres hablar conmigo, me alojo en la habitación veinticinco. Mi número de teléfono móvil es…
– No gastes saliva. -Miranda no se molestó en recoger la tarjeta de color blanco. Cuanto menos supiera de él, mejor. Por primera vez en su vida no se aferraba a la verdad, no sabía cómo hacerle frente.
Styles se colgó la chaqueta al hombro y tocó a Miranda en la nuca ligeramente con la mano que le quedaba libre.
– Piénsalo, Miranda -dijo en voz baja-. No es necesario que me acompañes a la puerta.
La piel de Miranda se acaloró al sentir el contacto de los dedos de Styles
Escuchó los pasos de Styles alejándose. Aún tenía la piel cálida donde él la había tocado. Un segundo más tarde, el pestillo de la puerta delantera se abrió, y a continuación se volvió a cerrar suavemente. Ya se había ido. Miranda expulsó el aire, suspirando. Todo se estaba desmoronando. Todas aquellas mentiras que había planeado con tanto cuidado.
Se mordió el labio inferior y se echó las manos a la frente.
– Dios, ayúdame -susurró, consciente de que se aproximaba el final.
Aunque tuviese que luchar contra viento y marea, Denver Styles no descansaría hasta terminar con su trabajo.
Tessa sintió la brisa salada en la cara y deseó encontrar algo de paz en su mente. El tipo de paz que se supone que una persona alcanza cuando contempla la inmensidad del océano. Aquella calma que siente la gente caminando sobre la arena. Sin embargo, pasear por la orilla del mar, sentir la marea espumosa mordisqueándole los dedos de los pies una y otra vez, sólo la alteraba y le provocaba nervios.
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