Habría sido tonta si le hubiese dicho que no, pero había algo más que le preocupaba, el tono misterioso de la voz de su padre le había puesto los pelos de punta. Dutch había insinuado que sabía algo acerca de su pasado. No todo, pero lo suficiente para convencerla de que debía enfrentarse a ello, al igual que a los hechos que sucedieron hacía dieciséis años. Así pues, Claire aceptó encontrarse con su padre, aunque se le encogía el estómago al pensarlo.
– Vamos -le dijo a Samantha-. Todo va a salir bien.
– No puede ser -replicó Samantha.
«Cuánta razón tienes, cielo.»
– Haremos que todo salga bien. Ya lo verás. -Pero sabía que era mentira. Todo era mentira.
Tessa encendió la radio y sintió las ráfagas de la brisa veraniega que se colaban entre su pelo. Su Mustang descapotable corría por las montañas Siskiyou, cerca de la frontera de Oregón. El paisaje del norte de California era descolorido y desolador. Las montañas estaban secas. Había estado conduciendo durante horas y pronto tendría que parar, o la vejiga le estallaría debido a la cerveza que había estado tomando durante todo el camino, desde Sonoma. Tenía una botella helada de Coors entre las piernas descubiertas. El cristal empapado refrescaba su piel y las gotas mojaban el dobladillo de sus pantalones cortos. Los envases abiertos de bebidas alcohólicas eran ilegales. Beber y conducir a la vez era ilegal. Bueno, la mayoría de las cosas divertidas en la vida se consideraban ilegales o inmorales. A Tessa en realidad no le importaba ahora que se dirigía de vuelta a lago Arrowhead, tal y como le había pedido su padre.
El temor le corría por el cuerpo. El viejo siempre había intentado meterle miedo y a veces lo había conseguido. Sin embargo, ella siempre había sido una rebelde. Esperaba a que el viejo viera el último tatuaje que se había hecho.
– Cabrón -murmuró.
En la radio se oían desagradables ruidos. Pulsó varios botones, pero sólo escuchaba chillidos y sonidos estáticos. A medida que los cañones aumentaban de tamaño, las emisoras se perdían. La única que podía sintonizar era una en la que sonaban clásicos de rock and roll. En aquel momento sonaba Janis Joplin. Dios mío, aquella mujer llevaba años muerta. Había pasado al otro mundo, cualquiera que fuese, mucho antes de que Tessa tuviera algún interés por la música. Sin embargo aquel día, aquella cantante de música machacona y voz grave le había llegado a un lugar oscuro e íntimo. Janis cantaba como si conociera el dolor, la verdadera agonía. El mismo tipo de angustia con la que Tessa tenía que vivir a diario.
La música resonaba en el coche.
Tessa pegó un buen trago a la botella, y sacó de su bolso adornado con flecos una cajetilla de cigarrillos.
Take a,
Take another little piece of my heart now, darlin
Break a,
Break another…
Eso es, pensó. Rompe otro pedazo de mi corazón. ¿No es lo que habían hecho todos los hombres en los que había confiado?
Tessa se puso un cigarrillo Virginia Slims entre los labios y encendió el mechero. En su mente vio pasar imágenes de su pasado y adolescencia. Pisó el acelerador y el cuentakilómetros marcó casi ciento cincuenta, bastante lejos de los límites legales, pero no lo notaba, no le importaba. Se encontraba inmersa en la tormentosa corriente del pasado, tanto tiempo guardada en su subconsciente, que no estaba segura de si era real o fantasía.
Se encendió el cigarrillo. El humo le salía por los orificios nasales y el viento se lo llevaba, mientras el Mustang corría a toda velocidad por la autopista.
«Didn’t I make you feel…»
Janis aún se lamentaba a la vez que Tessa se terminaba la cerveza. Arrojó la botella fuera del coche, y la oyó hacerse pedazos por encima del ruido del motor. Joplis dejó de cantar. Señor, ojalá pudiera encontrar otra emisora. Una donde sonara música del siglo actual. Hip hop, rap o techno. Una pena que su reproductor de cedes estuviera estropeado.
Poniéndose bien las gafas de sol con un dedo, Tessa condujo con la rodilla. Se puso nerviosa. En menos de seis horas tendría que encontrarse con su familia, por primera vez en varios años. Se le hizo un nudo en el estómago. Dutch, cuando había llamado a su apartamento, había jurado que sus dos hermanas estarían esperándola en lago Arrowhead.
– Cojonudo -murmuró, arrojando la colilla del cigarrillo en la autopista.
Claire y Miranda. La romántica y la princesa de hielo. Habían pasado años desde que Tessa las había visto juntas, desde aquella vez en que, temblorosas y empapadas, habían formado una piña. La vez en que juraron que nunca contarían a nadie lo que había sucedido en las turbias aguas del lago aquella noche.
Agitada, extendió el brazo hacia la parte trasera del coche, abrió la tapa de la nevera y cogió otra botella de Coors situada sobra una bolsa de hielo. Luego se lo pensó mejor. Pronto llegaría a la frontera. Era hora de despejarse. Tomó aquella decisión a la vez que escuchaba otra desagradable canción de los años sesenta. Había llegado la hora de enfrentarse a una endemoniada canción escrita hacía mucho tiempo que no hacía más que resonar una y otra vez en su cabeza.
– Estuvo aquí de nuevo -anunció Louise mientras asomaba la cabeza en la pequeña oficina de Miranda.
– ¿Quién? -preguntó Miranda.
Pero sabía cuál era la respuesta y eso la molestaba. Mucho. A pesar de su apariencia fuerte, tenía sus propios miedos, sus propios demonios, y sólo pensar que pudiera perseguirle un acosador le causaba absoluto pavor. Aunque pareciese dura por fuera, Miranda sabía que cualquier estudiante de psicología que echara una ojeada a sus relaciones con los hombres se daría cuenta de que tenía problemas. Apretó los dientes, aunque intentaba sonreír.
– El mismo pirado que te ha estado persiguiendo desde hace tres días.
A Miranda se le revolvió el estómago. Louise entró y puso recto el título de abogada de Claire que había enmarcado en la pared. A continuación se agachó hacia el único archivador que había situado en una esquina. Era una mujer de piel suave y negra. Tenía los ojos almendrados y poseía una gran inteligencia. Había trabajado como secretaria en la oficina del fiscal en el condado de Multnomah durante los cuatro últimos años. Ahora, la mirada de Louise era oscura, debido a la preocupación que sentía.
Esto último aumentó el sentimiento de miedo en Miranda.
Miranda no había aparecido por su pequeña oficina en toda la tarde. Sólo había ido a recoger unos papeles. Había estado casi todo el día hablando con el médico forense e informándose sobre Denise Santiago, del caso de asesinato de Richmond. Era gracioso cómo podía llevar casos a diario, crímenes horribles y brutales contra gente y propiedades, siempre y cuando no tuviesen que ver con sus propios temores. Pero la idea de que un hombre la estuviera siguiendo le hacía resurgir en la cabeza imágenes del pasado duras y dolorosas que había mantenido enterradas durante años.
– ¿Quién es ese tipo? -preguntó en voz alta, a la vez que luchaba contra aquel miedo que parecía haberse asentado en su estómago, mientras tanto guardaba un fajo de papeles escritos a mano en su maletín.
Miró de reojo una foto que había en una de las esquinas del escritorio: su fotografía preferida de sus dos hermanas y ella. Había pasado mucho tiempo desde aquellos quince inocentes años. Eran tres chicas a punto de entrar en la adolescencia, con los brazos entrelazados como las aguas del océano Pacífico. Tenían las caras redondas, sus sonrisas eran sinceras, sus espíritus libres como el viento que balanceaba sus cabellos. Había pasado una eternidad. Una edad simple que no podrían recuperar jamás. Cerró el maletín.
– Ojalá tuviera alguna idea acerca de quién es.
Louise se encogió de hombros.
– No tengo una sola pista. Pero mis sospechas indican que no traerá nada bueno.
– Ésta es la oficina del fiscal del distrito, por Dios. No estamos lejos de la comisaría de policía. Hay docenas de policías en los alrededores. ¿Cómo consigue entrar?
– Como todo el mundo, por la puerta delantera. Ése es el problema de un edificio público, ya sabes. Está comprado y pagado con dólares recaudados con los impuestos y permite entrar a cualquier idiota. -Louise cruzó los brazos sobre su gran pecho-. A Petrillo le gusta tan poco como a mí que ese tipo ande fisgoneando por aquí. Me dijo que le avisáramos la próxima vez que apareciese.
Frank Petrillo era un detective que había estado trabajando en el departamento durante más años que Miranda. Se había divorciado recientemente, y tenía dos niños, a los que no veía tanto como le gustaría. Llevaba los últimos tres meses intentando salir con Miranda. Hasta el momento, sólo habían compartido una pizza una noche después de trabajar hasta tarde. Eso era todo lo comprometida que Miranda quería estar. No tenía citas con nadie que trabajase con ella. Era su regla personal, que no estaba escrita, pero que nunca rompía.
– Sencillamente, no entiendo por qué no deja su nombre o un número de teléfono, por qué sigue evitándome.
Su escritorio estaba hecho un desastre. Tenía un montón de archivos apilados en una esquina, libros de consulta abiertos cerca de la pantalla del ordenador, y una taza de café a medias y fría cerca del calendario.
– ¿Has pensando que podría ser uno de esos acosadores?
Claro que lo había pensado.
– Se está acercando demasiado. Arriesgándose mucho.
– Encaja con el modus operandi de un acosador, si es lo que me preguntas.
Miranda cogió la gabardina del perchero que había situado detrás de la puerta y se colgó el abrigo de un brazo.
– Dime todo lo que sepas sobre él.
– Es la tercera vez que ha venido -dijo Louise, levantando tres de sus delgados dedos-. Estuvo aquí ayer y anteayer. No dejó su nombre, y cuando le sugerí que hablase con alguien más, pareció desaparecer.
– ¿Qué aspecto tiene? -Nunca antes lo había preguntado. No había tenido el tiempo o el interés, pero el hombre estaba empezando a preocuparla y ponerla de los nervios.
– Eso es lo bueno -dijo Louise, mostrando su dentadura blanca en lo que era su primera sonrisa en toda la tarde-. Parece haber salido de un anuncio de Marlboro. Ya sabes a qué me refiero. Un tipo duro, maleducado, con el pelo negro, los ojos grisáceos y el rostro serio. Apasionado. Mediría más de metro ochenta, delgado y siempre con vaqueros y camisa, pero sin corbata, con una especie de chaqueta de cuero vieja.
– Entonces ¿no te asustó?
– En realidad no, pero porque yo no me asusto con facilidad -dijo Louise mientras la sonrisa desaparecía de su rostro. Miranda pensó en el ex marido de Louise, un hombre que la había maltratado y amenazado durante años, antes de que Louise encontrara la fuerza necesaria para escapar y abandonar aquel violento matrimonio-. Pero hay algo en él que me hace sentir desconfianza. Cuando no consiguió intimidarme, se detuvo frente al escritorio de Debbie, apoyó las caderas allí, sonrió y se volvió encantador.
– ¿Lo consiguió?
– Sí, un poco. Si te gustan los hombres encantadores. Sonrisa torcida, hoyuelos, a la vez que una actitud dura. Eso fue lo que me asustó, la verdad. De cualquier manera, empezó a hacerle a Debbie todo tipo de preguntas. Sobre ti. Preguntas personales. Debbie no podía contestar, por supuesto, se sentía cohibida frente a aquel hombre y cuando pasé por allí él salió pitando.
– Quizás sea periodista -dijo mientras se colocaba la tira del bolso sobre el hombro y cogía el maletín del escritorio.
– Entonces ¿por qué no dejó una tarjeta, un número de teléfono? ¿Por qué no se cita contigo de una vez, eh? Te lo estoy diciendo, hay algo raro en ese hombre. No es normal.
– Tenemos muchos de ésos por aquí.
Louise sacudió la cabeza. Los rizos negros le brillaban bajo las luces fluorescentes.
– No, cielo, no los tenemos en la oficina del fiscal, y aunque el tipo no parezca el típico pirado armado, nunca se tiene el suficiente cuidado.
– Petrillo le está investigando, ¿no?
– Lo está intentando -contestó Louise encogiéndose de hombros.
– No te preocupes -dijo Miranda, parada frente a la puerta-. Tengo algunos días libres. Tal vez, quienquiera que sea lo deje estar y vuelva a lo que él llama casa.
– Como hizo Ronnie Klug.
De repente los músculos del cuello de Miranda se tensaron, y le costó avanzar. Sin querer, se tocó el pecho, sintió la pequeña marca de la cicatriz, y a continuación bajó la mano.
– No lo creo…
– Podría ser otro tipo al que hayamos enviado a prisión, Randa. Has estado trabajando aquí tiempo suficiente para que alguno de esos tipos haya salido de prisión.
– ¿El hombre que estuvo aquí era un ex presidiario?
– No lo sé. No lo parecía, pero nunca se sabe. ¿Te acuerdas de Ted Bundy? Atractivo, alegre. Resultó ser un verdadero asesino de mujeres.
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