– Pero ¿qué coño…? -se apartó de ella como si estuviera ardiendo-. ¿Qué quieres decir con que no es mi padre biológico?

– Pues eso. Escúchame. No estaba casada cuando me quedé embarazada de ti. Mantenía una relación con una persona, pero él se alistó en el ejército y no llegó a saberlo.

– ¿Qué? -Saltó del taburete y avanzó hacia el extremo opuesto de la cocina, donde golpeó la pared-. ¿Qué? Por el amor de Dios, mamá, ¿es esto algún tipo de broma?

– No es ninguna broma.

– Pero… -Sacudió la cabeza incrédulo.

– Tu padre es Kane Moran.

Sean apenas pudo articular palabra.

– ¿El tipo de la motocicleta?

– El que te pilló robando en la tienda.

– ¿Es mi padre? -Su voz se quebró-. Esto no es más que otra mentira, ¿verdad?

– No -Claire le miró completamente seria.

El rostro de Sean pasó del rojo de un rebelde, al blanco de un fantasma.

– No puede ser.

– Sí, Sean, debí habértelo dicho antes.

– ¡Joder que si debías habérmelo dicho! ¿Pero esto qué es, mamá? ¿Vas a decirme que toda mi vida es una mentira?

– No, pero…

– Dios, ¡no me lo puedo creer! -Se le saltaron las lágrimas-. Te estabas tirando a ese tal Moran y luego me hiciste pasar por el hijo de ese pervertido de St. John. Por el amor de Dios. ¿Y Sam? -Su voz se quebró nuevamente y le empezaron a caer lágrimas de los ojos sin que él pudiese evitarlo.

– Paul es su padre.

– Por Dios, mamá.

– Sean, escúchame…

– ¡Ni hablar!

Retrocedió, tropezó con el taburete y se dirigió hacia la puerta. Salió corriendo de la cocina, todo lo rápido que le permitieron sus piernas. Claire fue tras él, cruzó las puertas francesas en dirección al porche, pero los tacones se le enganchaban entre las tablillas del suelo, así que no pudo llegar a alcanzar a Sean en su carrera hacia el garaje, hacia el embarcadero, hacia el bosque.

– ¡Sean! -chilló- ¡Sean!

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Sam desde el porche.

– Le he dado una noticia que no quería recibir.

– ¿Qué noticia?

– Ya te lo diré luego. Ahora tengo que encontrarle.

– Deja que se le pase -le aconsejó Sam-. En realidad no hace falta que vaya a la fiesta, ¿verdad?

– Debería.

– Si va lo único que hará será molestar -dijo Samantha, sabiamente.

Claire miró hacia el bosque y se sintió impotente. Quizá Sam tuviese razón. Pero poco después volvió a sentir la necesidad de seguir a su hijo, abrazarle y decirle que todo saldría bien, que sentía haberle mentido, pero que la vida continuaba. Pidió a Dios que su hijo estuviese bien y que ella estuviese haciendo lo correcto.

– Está bien. Démosle un poco de tiempo -le dijo a Samantha, y se dispusieron a entrar en casa.

Cuando llegaron a la cocina, el teléfono sonó. Claire descolgó el auricular tras el tercer tono.

– ¿Claire? -La voz de Miranda temblaba-. ¿Has visto a Tessa?

– No. ¿Debería?

– Íbamos a asistir juntas a la fiesta, pero no está en su suite ni en cualquier otra parte de Stone Illahee.

Aquello no era ninguna sorpresa.

– Ya sabes cómo es.

– Sé que no quería asistir, pero anoche me dijo que lo haría.

– Sabes que suele cambiar de idea fácilmente.

– Esto es diferente -dijo Miranda.

Una nueva inquietud recorrió la columna vertebral de Claire.

– Hablé con ella hace dos horas y me dijo que estaría lista. Lo que pasa es que creo que había estado bebiendo.

– A veces, cuando necesita un poco de confianza…

– Lo sé, lo sé, se toma un trago. Pero… Oh, en fin, imagino que no puedo hacer nada. Nos vemos en la fiesta. Quizá Tessa aparezca por allí.

– Quizá -dijo Claire, mirando hacia el bosque en donde su hijo se había adentrado.

Sean volvería a casa. Siempre lo hacía, pero no hasta encontrarse bien y listo.

Claire contempló el cielo vespertino y no pudo evitar sentir un mal presentimiento.

Capítulo 33

A Weston le temblaba la mano al servirse licor en un vaso. Estaba perdiendo el control. Estupendo. Cómo le reventaba todo aquello. Aquella misma noche Dutch Holland haría oficial su candidatura a gobernador. Mientras aquel cabrón estaba allí, cenando y ganándose a la élite de Oregón, bailando, riendo, bebiendo, preparándose para un emocionante y tardío viaje, la policía estaría encajando todas las piezas de lo que le había sucedido a Hunter Riley.

Por no mencionar lo que había descubierto Kane Moran con su maldita investigación. Maldición.

Weston se llevó el vaso de güisqui a los labios y miró por el ventanal de su oficina, captando una vista panorámica de la ciudad de Chinook y más allá de ésta, por encima de los tejados, hacia el inmenso océano Pacífico, oscuro y misterioso, espejo de sus propios e inconmensurables pensamientos. La oficina estaba en penumbra; excepto por la lámpara del pasillo. Weston observó su reflejo en el vaso, una figura fantasmal, bebiendo a solas. Tras él, las luces de la ciudad brillaban sin descanso. Daba la sensación de que Weston estaba superpuesto al resto de Chinook. De hecho, así era como debía ser: siempre a la sombra, en las alturas, impresionando al resto de la ciudad. Pero también había otra imagen, una que Weston sólo podía ver en su mente: la de un chico encerrado en un sótano oscuro, al que habían amenazado con perder su casa, su herencia, el amor de sus padres.

– No me vuelvas replicar en la vida, chico -le había gritado Neal Taggert, abofeteándole en la cara mientras le empujaba hacia la puerta del sótano-. Y a tu madre tampoco. Si lo haces, te juro que te golpearé en cada centímetro de tu miserable cuerpo y tendrás que ir olvidando que vives aquí, conmigo, con tu madre. Me aseguraré de que todo vaya a parar a manos de Harley y Paige. -Le clavó los dedos en el brazo. Se inclinó a su oído-. Y me aseguraré de que cualquier hijo bastardo que engendre consiga más que tú.

Ni se reía ni sonreía. La expresión de Neal Taggert era dura como una piedra. Tenía los ojos oscuros por la decepción y la ira, mientras ordenaba imperiosamente a Weston que entrara en el sótano.

Temblando, Weston hizo lo que su padre le había ordenado. La puerta se cerró con un estruendo y Weston pudo oír cómo su padre le echaba el cerrojo.

No había luz en aquel sepulcro. El interruptor estaba colocado al pie de las escaleras, al otro lado de la puerta. Neal Taggert soltó unos tacos en voz baja, mientras subía las escaleras y dejaba a Weston a solas. La única iluminación que había era la que entraba por debajo de la puerta. Weston había pasado horas en aquel lugar. Cada minuto le había parecido una eternidad. El miedo le corría constantemente por la espalda. Su imaginación se disparaba, imaginaba ratas, arañas y murciélagos. Se sentó con la espalda apoyada en la puerta, los brazos sobre las rodillas. Tenía la vejiga tan llena que casi se le escapó el pis, hasta que finalmente se dirigió a una esquina y orinó contra la pared. Más tarde, cuando una criada descubrió la mancha, le golpearon nuevamente, porque su padre pensó que Weston había orinado allí simplemente para demostrar aún más su rebeldía.

Dios, el viejo era un cabrón. En la actualidad el carácter de Neal se había suavizado debido a la vejez y a la debilidad, las cuales le habían arqueado la espalda y le habían dejado sin poder hacer uso de las piernas. Al menos no podría tener más hijos. Y por el momento, no habían aparecido más hijos bastardos. Había habido uno… Hunter Riley… pero ahora estaba muerto. Como Songbird. Weston no estaba seguro sobre el indio. Corrían rumores que decían que Neal y Ruby Songbird habían estado juntos. Nunca se había probado, pero aquel Songbird era un gilipollas, siempre llegaba tarde, se burlaba de Weston, rayaba coches… y Neal nunca había querido despedir a aquel hijo de puta. Así pues, Weston comenzó a atar cabos. Aunque Jack no hubiese sido hijo de Neal, era como un grano en el culo, siempre metiéndose con cómo trataba Weston a Crystal, y luego lo del coche… Por una u otra razón, aquel desgraciado hijo de puta merecía morir.

Las luces de la ciudad iban desapareciendo poco a poco, a la vez que la niebla comenzaba a cubrir el mar.

Weston agitó su bebida. A continuación pegó un trago. De fondo, un coche de policía con las luces encendidas cruzaba la ciudad a toda prisa y a continuación desaparecía tras una esquina. La niebla se hacía más espesa. Weston comprobó el reloj. Era la hora…

Otra tragedia estaba a punto de acontecer.

Weston ya lo había puesto todo en marcha. Se acercó al ordenador y envió un par de e-mails. Uno de ellos a su contable, el otro a un capataz de la maderera, a sabiendas que ambos e-mails quedarían registrados indicando la fecha y la hora. Poco después, realizó dos llamadas rápidas desde el teléfono de su oficina, por si acaso la policía comprobase el uso del aparato. Su coche permanecía aparcado en su plaza habitual, al cuidado de un vigilante nocturno. Weston no pensaba moverlo, tenía otro vehículo a su disposición, una furgoneta de encargos a domicilio que años atrás había conducido el padre de Kendall. Se trataba de un vehículo corriente, de color azul oscuro, de la marca Ford, como había docenas en la ciudad, casi idéntico al que conducía el padre de Jack Songbird, el marido de Ruby… Sí, era perfecto. Sobre todo porque llevaba dos matrículas falsas con número distinto. Weston había robado ambas placas. La de delante pertenecía a un Dodge que había aparcado junto a un bar del pueblo; la trasera la había cogido discretamente la noche anterior de la furgoneta de Songbird, mientras se encontraba aparcada frente a su domicilio. Todo estaba preparado para aquella noche en la que Dutch Holland pensaba anunciar su candidatura a gobernador. Solamente quedaban unos cuantos cabos sueltos por atar.

Colocándose un par de guantes negros y ajustados, Weston cerró con llave la puerta de su oficina y bajó por la escalera trasera.

En silencio, abrió la puerta, adentrándose en la noche sobre la cual caía una densa niebla.


Sean dio una patada a una piedra y frunció el ceño mientras avanzaba por la calle. La piedra rebotó en un bache y golpeó el guardabarros de un Toyota nuevo y reluciente. Genial. Justo lo que necesitaba. Más problemas. Como si no tuviera suficientes. Colocó el monopatín en el suelo y comenzó a rodar rápidamente por las calles de la pequeña y silenciosa ciudad. Dios, cómo odiaba aquel lugar. No podía entender por qué su madre no se mudaba de nuevo a Colorado.

«Claro que lo entiendes. Es por ese gilipollas. Por tu padre real.»

No podía librarse de aquel pensamiento. Escupió a la vez que avanzaba sobre el monopatín doblando una esquina, mientras sentía el viento húmedo sobre el rostro. Por suerte, empezaba a haber niebla, así que podría pasearse por aparcamientos, jardines y callejones sin que nadie le viera. De nuevo aquella imagen de su madre con aquel tipo, Kane Moran.

– No es más que un imbécil -murmuró subiéndose el cuello de la chaqueta de camuflaje y evitando no pensar en su madre. Joder, no era mucho mayor que él cuando se había acostado con aquel cerdo. No le gustaba aquel tipo. Y no iba a cambiar de opinión sólo porque a Moran le gustaran las motos. El tío era un holgazán, todo el día por ahí y… y… Sean nunca jamás, jamás, llamaría papá a aquel imbécil. Oh, joder, no.

Sean vio un coche policía con las luces encendidas cruzando la ciudad en dirección norte. Rápidamente cambió el rumbo hacia el sur, lejos de la chillona sirena. No necesitaba problemas esa noche. Su madre probablemente había llamado a la policía, ya que llevaba mucho tiempo fuera de casa. Sean sintió remordimientos de conciencia. No quería preocupar a nadie, solamente necesitaba espacio, tiempo para pensar cómo llevar todo aquello. Sabía que de ninguna manera su madre querría mudarse de nuevo a Colorado, lo que le fastidiaba tremendamente. Quizá pudiese llegar a un trato con Jeff y sus padres, quizá dejasen que se quedase con ellos.

Como si Claire fuese a permitirlo.

Oyó un coche tras él y balanceó el peso de su cuerpo para girar en dirección al aparcamiento de la escuela primaria. Sean esperaba que el coche pasara de largo. Pensó en volver de nuevo a casa. Sin embargo, las luces del coche, borrosas en la niebla, giraron hacia el aparcamiento.

¡Mierda!

Sean se dirigió hacia la salida.

El coche le siguió. Los dos rayos idénticos le alcanzaron con su luz difusa, justo cuando Sean esquivaba un bache. Genial. Sencillamente genial.

Se dispuso a salir de allí cuanto antes. Cogió velocidad, a la vez que se atrevió a echar una mirada de reojo. No se trataba de un jeep, ni de un coche policía. De hecho… el coche se parecía mucho al Mustang de su tía Tessa. Se sintió mejor. Tessa le gustaba. La hermana mayor de su madre, Miranda, abogada fiscal, por el amor de Dios, le parecía un fulana de la metrópolis. Era demasiado seria y trabajaba para la puñetera policía. En cambio, la hermana menor, de pelo color rubio platino, pirsin en el ombligo, tatuaje y guitarra, era enrollada. Sean comenzó a aminorar el paso cuando Tessa bajó la ventanilla.