No podía discutir sobre aquello.

– Es cierto.

– Bueno, Petrillo está revisando las fichas policiales de todos los tipos o novios o mujeres que has metido en la cárcel. Lo malo es que la lista es bastante larga.

– Además, siempre podéis contactar conmigo llamándome al móvil o escribiéndome un e-mail.

– Quizás para entonces sea demasiado tarde.

– Mira, Louise. No pierdas demasiado el sueño con esto, ¿de acuerdo? Sólo porque un tío venga por aquí fisgoneando…

– Es razón suficiente para preocuparse. Parecía un hombre decidido, el tipo de persona que no abandona sin una buena zurra. Te recomiendo, Miranda, que te guardes las espaldas estos días que estés de vacaciones.

«Vacaciones. Si Louise supiera lo que Miranda iba a hacer realmente, adónde iba a ir.»

Miranda no solía ponerse de los nervios fácilmente, pero la preocupación de Louise, junto al recuerdo de Ronnie Klug, habían conseguido preocuparla. Ronnie Klug y su cuchillo de treinta centímetros.

El hecho de que se marchara de la ciudad debido a una reunión con su padre no le ayudaba a quitarse el nudo que tenía en el estómago camino al coche. Dutch Holland estaba acostumbrado a conseguir lo que se proponía, tanto de su mujer como de sus hijas y sus cientos de empleados. Y ahora, por alguna razón desconocida, quería ver a su hija mayor.

Dejando el maletín y la gabardina en el maletero, echó un vistazo general al aparcamiento del garaje. Luego miró a través de la ventana y en el asiento trasero de su Volvo. No parecía haber nadie. No había ninguna figura siniestra entre las sombras. Gracias a Dios.

Miranda se sentó al volante e ignoró el horroroso dolor de cabeza que estaba empezando a sufrir en las sienes.

Sacó el coche y en pocos minutos se unió al resto de tráfico, mientras conducía resueltamente hacia las afueras de la ciudad. El aire acondicionado no funcionaba demasiado bien, así que bajó la ventana mientras miraba el maletero de un Buick al que seguía. Una ráfaga de aire veraniego refrescó el interior del coche. Miró su propio reflejo en el espejo retrovisor. No era agradable. El lápiz de labios había desaparecido, el rimmel también, y en las órbitas de sus ojos tenía multitud de líneas de color rojo. Tenía el pelo recogido hacia atrás con una coleta, pero se estaba empezando a soltar.

– Genial -murmuró. Se soltó el pelo del todo y dejó la goma elástica en el asiento del copiloto-. Genial.

¿Quién era el tipo que había estado haciendo preguntas acerca de ella? ¿Por qué estaba indagando sobre ella justo ahora, cuando parecía que todas las cosas malas le estaban sucediendo? ¿Cuando su padre, maldito sea, había decidido tomar de nuevo las riendas de su papel como patriarca? ¿Cuando su vida se estaba desmoronando?

– Ánimo -se dijo. No podía permitirse dejarse vencer. Ahora no. Había trabajado demasiado para llegar donde estaba. Había ascendido en la oficina del fiscal tras muchos esfuerzos, y había sufrido mucho emocional y psicológicamente en aquel proceso. Un tipejo misterioso merodeando por allí no iba a poder con ella. No lo permitiría, no lo podía permitir. No había pasado tantos años sintiéndose perseguida y había gastado tanto dinero en psiquiatras para superar su vida anterior y secretos pasados como para perderlo todo ahora.

Y tampoco sería su perdición aceptar el reencuentro con su querido y anciano padre, el cual le dejó un mensaje en el contestador. Se metió los dedos de una mano entre el pelo, se masajeó el cuero cabelludo y dejó que el viento alborotara los mechones rebeldes. Conducía a un ritmo constante en dirección oeste, hacia el sol.

Dutch Holland le había ordenado reunirse con él en la casa familiar del lago. Miranda pensaba que la vieja casa había estado abandonada durante años. Esperaba que las sábanas y plásticos que cubrían los muebles nunca se retirasen. Rezaba para que los secretos escondidos en esa monstruosa cabaña siguieran enterrados por siempre jamás.

– Maldita sea -murmuró mientras frenó frente a unos obreros de carretera que marchaban a casa después de un día de trabajo.

Maniobró por entre los conos naranjas de la obra, mientras uno de los obreros metía una pala en la parte trasera de un camión de alquitranado. Una mujer vestida con un chaleco naranja fluorescente, paró para encenderse un cigarrillo antes de entrar en el camión.

A Miranda le cegaba el sol. Aquel misterioso tipo ocupaba sus pensamientos. ¿Era posible que ese hombre que había aparecido haciendo preguntas sobre ella en su oficina fuese alguien relacionado con los propósitos de su padre? ¿O simplemente era casualidad que apareciese en el mismo momento en que su familia, separada durante tantos años, contactaba con ella de nuevo?

De ningún modo. Miranda Holland llevaba demasiado tiempo trabajando para la justicia para creer en las casualidades.

Capítulo 3

– Es ahora o nunca. -Así que, ¿por qué no nunca?

Miranda apagó el motor del Volvo y oyó el sonido del ventilador. A través del parabrisas, vio las tranquilas aguas del lago y se mordió los labios. En su mente tenía dieciocho años, chorreaba y tiritaba, muerta de miedo.

– Oh, Dios -susurró, e inclinó la cabeza durante unos segundos, apoyando la frente en el volante.

No había vuelto a aquel lugar desde ese verano.

– Tómate un trago. -No podía desmoronarse ahora, después de tantos años haciéndose a sí misma, demostrando a su padre y al mundo entero que era algo más que la hija de Dutch Holland.

Cogió el bolso y el abrigo, salió del coche y caminó por el sendero que llevaba al porche que rodeaba la casa. Golpeó con fuerza la puerta delantera, pero no esperó a que le abrieran. Empujó el pomo y la puerta se abrió. De repente, se encontró en la casa donde había crecido. Cientos de recuerdos le vinieron a la mente. Algunos eran recuerdos inocentes de una infancia mimada con sus dos hermanas, un padre ausente y una madre que no les prestaba la atención necesaria. Otros eran recuerdos más oscuros, de sus años de adolescencia, cuando se enteró por sí misma de que el matrimonio de sus padres se estaba desintegrando, que el amor que compartían se les había escapado. Y, finalmente, aquella oscura y fatídica noche en que todas sus vidas se vieron alteradas para siempre.

Caminando por el vestíbulo, le asaltó un fuerte olor a pino, disolvente, cera y detergente. El suelo de madera brillaba, lo acababan de limpiar y encerar.

– ¿Papá? -dijo Miranda, recorriendo con los dedos la baranda de la escalera que llevaba a los tres pisos superiores. Anteriormente, en el último tramo de las escaleras, había esculpido un elegante salmón de madera, pero el pez, junto a todas las demás criaturas de la baranda, se había arrancado hacía años. Ahora, sólo quedaban las marcas de los cortes.

– De nuevo aquí.

Con el mero sonido de su voz Miranda sintió presión en el pecho. Durante los primeros dieciocho años de su vida había tenido como misión agradar a su padre. Demostrarle que era tan buena como cualquier hijo que hubiera tenido. Dutch nunca se había molestado en esconder el hecho de que él siempre había querido tener hijos. Fuertes y robustos hijos que algún día se hicieran cargo de su negocio. Miranda había intentado llenar el hueco que había dejado la falta de hijos varones. Por supuesto, todos sus intentos no habían sido más que una pérdida de tiempo.

Con los dedos apretados junto a la tira del bolso, Miranda se dirigió, a través del pasillo, a la sala principal, situada en la parte trasera de la casa. Se trataba de una estancia con el techo a la altura de tres plantas, y una pared hecha con un ventanal de cristal que dejaba ver las apacibles aguas del lago.

Su padre estaba sentado en su sillón preferido, un sillón reclinable de cuero situado estratégicamente cerca de la agradable chimenea. Llevaba traje y corbata, una camisa blanca recién estrenada y zapatos elegantes y relucientes. Al verla entrar, no se molestó ni en levantarse. Lo único que hizo fue mover su vaso y permanecer reclinado. Sobre la mesa que había junto al sillón había un periódico abierto, y los muebles, que durante tanto tiempo habían permanecido tapados, se encontraban ahora al descubierto. Incluso el gran piano, en el cual Miranda había tomado lecciones durante años, estaba situado en una esquina. Parecía estar listo para que algunas manos talentosas flotaran sobre las teclas y de nuevo llenaran de música aquella antigua casa.

– Miranda -la voz de Dutch era ruda y parecía quebrarse-. Eres igual que…

– Lo sé, lo sé -forzó una sonrisa-. Me parezco cada día más a mamá.

– Ella era, todavía lo es, imagino, una mujer preciosa.

– ¿Debería tomarme eso como un cumplido? -le preguntó, mientras que se preguntaba a sí misma qué era lo que su padre quería después de tantos años, durante los cuales el contacto con él había sido esporádico.

– Sí.

Dutch tenía los ojos serios, pero le chispeaban un poco. Le acercó una silla, y la orientó de cara a él.

– Siempre fuiste la más puntual. Sírvete alguna bebida y siéntate.

Miranda aún no se encontraba cómoda.

– ¿La más puntual? -Colocó el abrigo detrás del sillón y preguntó-: ¿De qué va todo esto?

Se cruzó de brazos, esperando parecer fría y profesional, no una niña perdida de doce años que había escuchado por casualidad las discusiones de sus padres. Se preguntaba por qué su padre le hacía perder la confianza en sí misma, algo que ni los jueces severos, ni los grasientos abogados de defensa, ni los criminales reincidentes habían conseguido nunca. Durante la mayor parte de su vida, Miranda había intentado agradar a su padre sin éxito. Hasta hacía poco tiempo no había dejado de intentar romperse la cabeza buscando la manera de agradarle. Finalmente se había conformado con la relación que tenían y dejó de preocuparse por ello. Le importaba un bledo si su padre aprobaba lo que hacía.

Sin embargo, había acudido a su llamada corriendo. Y estaba nerviosa.

– Necesito hablar con vosotras, chicas.

– ¿Chicas? ¿En plural? -levantó una ceja. Aquello era una nueva noticia. Una inquietantes noticia.

– Claire y Tessa llegarán dentro de poco.

– ¿Por qué? ¿Qué sucede?

Un ápice de culpa penetró en su cerebro. ¿Y si su padre estaba a punto de morir? ¿Y si se estaba debatiendo entre la vida y la muerte? Pero cuando miraba a aquel robusto hombre en el sofá reclinable desechaba aquella idea. Tenía la cara morena, los ojos azul claro como el cielo en el mes de junio, y miraba por encima de las gafas colocadas en la punta de la nariz. Su pelo era grueso y áspero, ya no marrón, sino más bien gris y con claros en las sienes. Aparte de algunas molestias en la cintura, parecía tener tan buena salud como siempre, y seguía pareciendo poco de fiar.

Sonaron dos motores de coche a la vez. Los neumáticos rodaban por la vieja gravilla. La puerta se cerró de un portazo.

Dutch sonrió sin separar los labios.

– Tus hermanas.

Tenía razón. A la vez que el sonido de pisadas y murmullos, las dos hermanas de Miranda entraron en la casa y, poco después, al comedor. Claire, alta y delgada, con el pelo marrón rojizo recogido, vaqueros y suéter de algodón, parecía nerviosa y había perdido peso. Tessa, la más joven y desde siempre la más atrevida, lucía una sonrisa de engreída. Llevaba el pelo revuelto y despuntado, de color rubio platino. Vestía un atuendo largo transparente, de color morado, a través del cual se le transparentaban las piernas a la luz. Calzaba unas botas decoradas con adornos que le llegaban hasta las pantorrillas. En el antebrazo derecho llevaba un tatuaje permanente con la forma de un alambre de espino. En una oreja llevaba una docena de pendientes.

– ¡Randa! -La sonrisa de Claire reflejó un gran alivio.

Tessa se mostró más cautelosa.

Claire abrazó a su hermana y le susurró al oído:

– ¿Qué pasa?

– Ni idea -le contestó Miranda.

Claire, nerviosa hasta el punto de que no había podido comer nada, se frotó las manos debido al frío. Los últimos días habían sido una tortura. Se preguntaba por Sean y Samantha, alojados en una pequeña habitación de motel, en una ciudad incluso más pequeña que la que habían dejado en Colorado. Preocupada, miró el reloj y pidió a Dios que fuera lo que fuera lo que Dutch tenía pensado, no durase mucho tiempo.

– ¿Cómo están los niños? -preguntó Randa, mientras Tessa se paseaba por la habitación.

«Ojalá lo supiera.»

– Todo lo bien que es de esperar, considerando lo que están pasando. -Claire nunca había sido mentirosa-. A decir verdad, fatal. Paul se lió…

– Todo saldrá bien -dijo Miranda.

Así era Randa. Siempre haciéndose cargo. Siempre fría. Siempre calmando las aguas turbias.

– Eso espero. -Claire se retiró el pelo de la cara-. A Sean no le entusiasma la idea de mudarse, por sus amigos.