Tessa resopló.
– Lo superará. Yo lo hice.
– ¿Lo hiciste? -Dutch echó hacia delante el sofá reclinable y se puso en pie. No hizo mucho más aparte de tocar a sus hijas con un dedo. Nunca habían sido una familia expresiva. Las chicas no habían abrazado o besado a su padre en la mejilla durante más de una década-. Ahora que estáis todas aquí, podemos ir al grano -dijo, haciendo un gesto mientras se acercaba a un carrito cargado de botellas sin abrir-. Si tenéis sed, el bar está lleno, y hay una bandeja en la cocina con fruta, queso, salmón ahumado, galletas saladas y todas esas tonterías.
Nadie dio un paso hacia las puertas que llevaban al exterior de la habitación.
– Este lugar me da escalofríos -expresó Tessa, observando las paredes desnudas.
Las obras de su madre, que tiempo atrás decoraban la casa, habían desaparecido. Y las cabezas de bestias salvajes, como pumas, búfalos, antílopes, lobos y osos, que con tanto orgullo se exponían en el pasado, se debían haber vendido o llevado al ático. Se acabaron los animales con ojos de cristal colgados de aquellas paredes.
La impaciencia empañó la expresión de Dutch.
– ¿La casa te da escalofríos? -gruñó-. Por Dios, Tessa, te criaste aquí.
– No me lo recuerdes -se dejó caer en el sofá, colocó un enorme bolso de piel en su regazo, y buscó dentro una cajetilla de cigarrillos.
– Si vosotras no vais a tomar ni a comer nada, también podríais sentaros. Probablemente queráis saber por qué os he pedido a todas que vinierais.
Dutch hizo señas a sus hijas para que se sentaran, y Claire se recordó que no era una niña de diez años atendiendo en clase. Era una mujer hecha y derecha, adulta, con una vida propia, aunque quizás algo desordenada.
– A mí no me hace falta. Ya lo sé -Tessa sacó un cigarrillo y lo encendió. Expulsó el humo por un lado de la boca-. Es una especie de viaje obligado -se reclinó en el sofá, apoyando el brazo sobre los cojines-. Siempre lo es contigo.
Claire se preguntaba por qué Tessa hacía de todo una batalla. Desde el día que nació, había desafiado a sus padres. ¿Acaso no era consciente de que a su padre se le subían los colores por el cuello hasta las mejillas? ¿No era consciente de cómo se le clavaba su mirada?
– Esta vez, Tessa, puede que tengas razón -reconoció con una amplia y ensayada sonrisa en el rostro. Se trataba de la misma que había presenciado Claire de niña cuando su padre volvía a casa y le contaba a su madre su último trato, un proyecto con el que estaba seguro de que ganaría millones, una aventura empresarial que pondría al desgraciado de Taggert en su lugar. Dutch sorbió del vaso-. He estado a punto de presentarme a las próximas elecciones para gobernador.
La noticia fue acogida con un gran silencio.
Ninguna dijo una palabra.
El humo del cigarrillo en la mano de Tessa, olvidado por un momento, se esparció por la sala.
Claire apenas podía respirar. ¿Elecciones? Lo que suponía personal, periodistas, y votantes examinando cada minuto en la vida de Dutch, en la vida de sus hijas, indagando sobre rumores, chismorreos. No, por Dios, ahora no…
– Es algo que ha surgido hace algún tiempo. Ciertas personas quieren que me presente y lo siguen intentando. Pero lo he aplazado porque… bueno, sinceramente, no estoy muy seguro. No se trata de mi oponente. Debéis entender la presión que ejercen unas elecciones sobre la familia, sobre vosotras, sobre vuestra madre y sobre mí. Pero eso no es lo que me está parando, en realidad. Lo que me preocupa es el escándalo.
Miranda, sentada con la espalda muy recta en una silla recargada, preguntó:
– ¿Qué escándalo?
Claire tragó saliva y miró a su hermana mayor. «¡No lo hagas!» Sacudió la cabeza levemente, con un movimiento apenas perceptible, suficiente para atraer la atención de Miranda y rogarle en silencio que no entrara en el asunto. Tessa se aclaró la voz, miró a la nada a través del ventanal de cristal, pero en realidad estaba, tal como sospechaba Claire, inmersa en sus propios pensamientos, en su infierno personal.
Dutch suspiró.
– Ya sabéis a qué escándalo me refiero -dijo-. Mirad, yo no soy un ejemplo moral al que seguir, tengo unos cuantos secretos de familia, pero ninguno como el que vosotras habéis estado escondiendo durante dieciséis años.
A Claire se le heló la sangre. Así que se trataba de eso. Las palmas de las manos empezaron a sudarle.
Dutch volvió a sentarse y se tocó la barbilla con los dedos.
– Os guste o no, este sórdido asunto va a descubrirse. Además, tengo enemigos personales que harán todo lo posible para hacer que mi candidatura fracase, enemigos como Weston Taggert. Hay otro problema, cuyo nombre es Kane Moran, seguramente os acordéis de él.
No esperó a que le contestaran, pero a Claire le empezó a latir el corazón muy rápido, con un movimiento irregular debido al miedo. ¿Kane? ¿Qué tenía que ver con todo aquello? La cosa empeoraba por segundos.
– De cualquier modo, el Sr. Moran es una especie de trotamundos, que vivía por aquí de niño. Su padre era un desgraciado hijo de puta que trabajó para mí hace muchísimo tiempo y sufrió un accidente que le dejó en silla de ruedas. El chico sacó lo justo para vivir y se convirtió en un importante periodista que trabajaba por cuenta propia viajando por todo el mundo, escribiendo sobre temas de actualidad. Dejó ese tipo de trabajo el año pasado, después de que le hirieran casi de muerte en Bosnia, creo que fue. Así que ahora ha vuelto.
– ¿Aquí? -preguntó Claire, sin poder respirar.
– Ahora se ha autoproclamado algo así como… -se agitó nerviosamente- bueno, yo lo llamaría novelista, porque estoy tan seguro como de que estoy aquí de que creará una ficción de todo esto. El caso es que piensa que nuestra familia es lo bastante importante para escribir sobre ella. Su libro será uno de esos libros sin autorizar que sacan todos los trapos sucios.
– ¿Sobre nosotros? -quiso aclarar Miranda.
– Bueno, sí, pero sobre todo acerca de la muerte de Harley Taggert.
Claire casi se desmayó. Se apoyó en el respaldo del sofá para no caerse. Los oídos le zumbaban.
En el rostro de Dutch desapareció todo rastro de humor. Tenía arrugas de expresión muy marcadas en la piel alrededor de los ojos. Se reclinó hacia detrás.
– Así que no quiero que me pillen desprevenido, ya sabéis qué quiero decir. Tengo que saber a qué me estoy enfrentando.
«No pierdas el control, Claire. Ahora no, después de todos estos años.» Tragó saliva.
– Yo, nosotras, no sabemos de qué estás hablando. -Se obligó a mirar fijamente a los ojos de su padre, aunque por dentro se estaba marchitando como una planta sin regar. En silencio, se culpó a sí misma por no haber aprendido nunca el arte mentir, una característica que le habría venido muy bien a lo largo de los años.
Dutch se frotó la barbilla.
– Ojalá pudiera creerte, pero no puedo.
Claire intentó hacerse la fuerte, miró los ojos condenatorios de su padre y se obligó a respirar.
Dutch miró a cada una de sus hijas, como si mirándoles larga y detenidamente pudiese traspasar la máscara de inocencia y llegar a ver la cruda realidad.
– Quiero saber qué sucedió la noche en que murió el chico de los Taggert.
«Dios, ayúdanos.»
– Pienso que alguna de vosotras tuvo algo que ver.
Claire soltó un quejido de protesta.
– No.
Dutch se aflojó la corbata, sin apartar la mirada de suvhifa mediana.
– Tú ibas a casarte con él, ¿no?
– ¿Qué pretendes con todo esto? -interrumpió Miranda.
– Mierda. -Tessa inhaló el humo de su cigarrillo-. No pienso sentarme aquí a escuchar toda esta basura. -Se puso en pie, recogió su bolso, arrojó la colilla de su cigarrillo Virginia Slims en la chimenea y se dirigió a la puerta.
– Siéntate, Tessa. Estamos juntos en esto. -Dutch tenía las mandíbulas como rocas-. De lo que estoy hablando es de minimizar los daños. Tenía la esperanza de que fueseis sinceras conmigo, pero supuse que no lo seríais, así que contraté a alguien para que me ayudara.
– ¿Qué? -Miranda se quedó de piedra.
Claire se percató de la cara de miedo de su hermana. Miranda se había esforzado mucho por protegerlas. Se había inventado la historia, las mentiras. Claire tragó saliva. Seguramente su padre no podía, no habría sido capaz de meter a un extraño en todo esto… oh, Señor… todos sus planes, todas aquellas terribles noches, todos los cabos perfectamente atados. Todo se descubriría y entonces… Dios mío, no podía pensar qué pasaría si la oscura y tenebrosa verdad saliese a la luz algún día.
– ¿Qué has hecho? -replicó Miranda, pálida.
A Claire le tronaba la cabeza de nuevo, le resonaba un ruido insoportable.
– Denver Styles -remarcó Dutch. Aquel nombre no tenía significado alguno para Claire. Pero Miranda se detuvo en seco durante un segundo y la sombra del miedo pasó ante sus ojos. Al instante aquella sombra desapareció, en cuanto se controló de nuevo.
– Styles es un maldito detective privado. Él averiguará qué sucedió hace dieciséis años y me ayudará en todo lo que haya que hacer para mantenerlo en secreto, o al menos para suavizarlo. -Alcanzó su bebida-. Así que, chicas, tenéis que elegir: o confesáis conmigo ahora, o dejáis que Styles consiga la información por su cuenta. La primera manera será menos dolorosa, creedme. -Se tomó lo que le quedaba de la bebida.
– Estás loco -afirmó Miranda-. La oficina del sheriff concluyó que Harley Taggert sufrió un accidente en su velero, nada de crímenes ni de suicidios.
– Claro que concluyeron eso -dijo Dutch, que tenía la cara con manchas rojas por el enfado-. ¿No te has preguntado nunca por qué?
A Claire se le revolvieron las tripas. No quería oír aquello. Ahora no. Ni nunca. Harley ya no estaba. Nada podía traerle de vuelta.
– ¿Suicidio? Nadie podría haberse tragado eso. -Dutch resopló por la absurdez-. El chico no dejó ninguna nota, ni sufría depresiones. Así que tienes razón, la idea del suicidio no encaja -apretó los labios.
– Espera un momento. ¿Estás insinuando que…? ¿Que…? -Miranda tenía los ojos completamente abiertos y se volvió a sentar lentamente-. ¿Que fue un crimen, y que nosotras… -extendió los brazos en un gesto señalándose a ella y a sus hermanas- que nosotras tuvimos algo que ver?
Dutch se cruzó de brazos y se sirvió otra bebida.
– La razón por la que la muerte de Taggert se consideró un accidente fue porque yo soborné a la oficina del sheriff para que no investigaran sobre un posible homicidio.
– ¿Qué? -se apresuró a decir Claire.
– No hables así -dijo Miranda.
– ¿Preocupadas?
– ¡Sí, claro! -dijo Miranda encolerizada. Caminó hacia la ventana y apoyó los labios en el alféizar-. Acusaciones como ésa pueden acabar con la reputación del sheriff local.
– ¿Te preocupa que el sheriff McBain pierda su trabajo? Venga ya, si se jubiló y cobra pensión completa desde hace tres años.
– Es más personal que eso, papá, y lo sabes. Una historia así, relacionando mi nombre con… ¿qué? ¿Un asesinato? ¿Es eso lo que estás diciendo? Podría poner mi carrera en peligro.
Dutch dejó caer un cubito de hielo en su vaso y agitó la bebida.
– Probablemente.
– ¿Y qué hay de ti? Si quieres presentarte a las elecciones, esto podría acabar con tu imagen. Si alguien se entera de que intentaste archivar el caso Taggert…
– Lo negaría. -Los ojos de Dutch echaban llamaradas-. En cuanto a tu preciada carrera, ya está en peligro. Oí algo de una chapuza en el caso de un famoso violador.
Algo se revolvió en el interior de Miranda. Los hombros se le encorvaron. Su padre tenía razón, al menos en parte. Bruno Larkin debía de estar entre rejas en lugar de caminando libremente por la calle. Todo fue debido a un testimonio que no pudo conseguir. La mujer a la que Larkin había violado, Ellen Farmer, se había suicidado después del segundo día de juicio. Era una mujer tímida de treinta años, todavía vivía con sus padres, nunca tenía citas, asistía regularmente a la iglesia, y creía que el sexo fuera del matrimonio era pecado. Sin el testimonio de Ellen, el caso estaba perdido. Una buena mujer había muerto y Bruno quedaba libre.
– Me has convencido.
Dutch miró a sus otras hijas.
– De acuerdo, ahora que todos nos entendemos, vayamos al grano. ¿Cuál de vosotras tuvo algo que ver con la muerte del chico de los Taggert?
– ¡Por el amor de Dios! -Tessa se colocó la tira del bolso por encima del hombro-. Como os he dicho, yo me voy.
Justo en ese momento, sonó el motor de un coche retumbar como un trueno en mitad de la noche.
Claire, pálida, parecía estar a punto de desfallecer. Echó una mirada furtiva en dirección a Miranda y se pasó la palma de las manos por los vaqueros.
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