– ¿Qué ocurrió?
– No me acuerdo. Tal vez lo he olvidado a propósito. Debió de tener consecuencias muy graves…
Tenía un nudo en el estómago. Se sentía como si fuera a vomitar. Buscó la bolsa para hacerlo en el bolsillo del asiento anterior y se la colocó contra el pecho.
– Debería haberme ido en tren…
– Entonces no me habrías conocido.
– Odio esto. Odio esto. Odio esto… El año pasado, cuando volaba hacia París, el avión perdió un motor.
– Un avión puede volar perfectamente con un solo motor.
– No lo comprendes. Se cayó del avión, al mar…
Trató de tranquilizarse. El miedo a morir se estaba apoderando por completo de ella. Intentó pensar en otras cosas, como lo que acababa de ocurrir en el cuarto de baño. Se le puso la piel de gallina al recordar las caricias de Aidan, el contacto caliente y firme de su cuerpo contra el de ella. Esos pensamientos la hicieron sentirse aún más nerviosa. Entonces, recordó su reacción. Había tenido orgasmos con otros hombres, pero nunca antes tan rápidamente. Si no hubiera sido por las turbulencias, podrían haber seguido con lo que estaban haciendo y ella podría haber experimentado de nuevo aquellos placeres.
– ¿Estabas en ese vuelo? Me enteré de lo ocurrido. ¡Madre mía! ¡Qué miedo debiste pasar! -dijo Aidan antes de darle un beso en la sien-. Sin embargo, ¿qué probabilidades hay de que eso vuelva a pasar? Deben de ser muy pequeñas. De hecho, deberías sentirte contenta de que te ocurriera algo así. Ahora, ya no tienes posibilidad alguna de que te vuelva a ocurrir.
Lily lo miró. Era un buen hombre. Habría sido mucho más fácil seducir a un hombre que no fuera tan agradable, a uno que tuviera una actitud algo machista o que contara con una opinión demasiado exagerada sobre sí mismo. Sin embargo, Aidan… Resultaría mucho más difícil olvidarlo.
– Tal vez te pudiera ayudar en algo ese libro tuyo -sugirió él-. ¿Te gustaría que te leyera un poco?
– Claro -murmuró ella. Señaló el bolso que tenía debajo del asiento. El sonido de su voz había logrado calmarla un poco. Si conseguía centrarse en eso, tal vez no tendría tanto miedo.
– Debes de pensar que soy patética.
– Todos tenemos nuestros miedos.
– ¿A qué le tienes miedo tú?
Aidan sonrió.
– No voy a contártelo. Me he esforzado demasiado en hacerte creer que yo era un macho.
– Cuéntamelo -insistió ella.
– A las serpientes -admitió Aidan-. Y a los murciélagos. Tampoco me gustan demasiado ni las arañas ni los ciempiés. De hecho, trato de evitar todo lo que pueda matar a una persona con una picadura.
– Un murciélago común puede comerse más de seiscientos mosquitos en una hora -comentó ella. En el momento en el que pronunció estas palabras supo que había cometido un error-. Yo… yo… Hice un estudio sobre murciélagos cuando era niña. Resulta muy extraño cómo una se acuerda de cosas así cuando está a punto de morir…
Lily lanzó un gruñido. Tal vez debería rendirse. No le resultaba tan fácil representar el papel de seductora. Sin embargo, a algunos hombres les excitaba la inteligencia, ¿no?
Aidan extendió la mano y tomó el bolso. Entonces, sacó el montón de libros de autoayuda que ella llevaba para poder volar.
– Conquista tu miedo a volar -dijo.
– Ése no vale para nada.
– Aquí está el del título tan complicado.
– Aerofobia -dijo Lily- es el miedo a volar.
– ¿Y cómo se llama el miedo a las palabras muy complicadas?
– Logofobia. En realidad, eso es sólo el miedo a las palabras en general, no sólo a las que son muy complicadas. Aritmofobia es el miedo a los números. Grafofobia es el miedo a la escritura -explicó ella. Aidan la miró durante un largo instante. Demasiados conocimientos nunca eran nada bueno-. Algunos de estos datos simplemente se me escapan -añadió con una carcajada-. No sé por qué me acuerdo de ellos, pero es así.
– ¿Y qué me dices de éste? Diviértete volando. ¿Y éste de Volar sin miedo? -comentó Aidan. Tomó otro libro-. ¿Y el de…?
Al notar que se quedaba en silencio, Lily se giró para mirarlo. Aidan tenía entre las manos un ejemplar de…
– Cómo seducir a un hombre en diez minutos -leyó él-. Éste parece interesante -añadió. Comenzó a hojear las páginas.
– Es… No es lo que tú te piensas -dijo Lily. Frunció el ceño y le quitó inmediatamente el libro-. ¿Qué es lo que piensas?
– ¿Que esto no ha sido una experiencia espontánea? ¿Que te montaste en este avión dispuesta a seducir a alguien y resultó que yo era el que estaba más a mano?
Lily buscó un modo de explicarse y de hacerle comprender. Él no era una especie de rata de laboratorio en un extraño experimento sexual.
– Ese libro… ese libro es mío.
– Ya lo sé. Lo tenías en el bolso.
– Lo que quiero decir es que lo escribí yo. Es mío. Yo soy…
– ¿Tú eres Lacey St. Claire?
– Sí -respondió. Abrió el libro y señaló las notas que había realizado en los márgenes-. ¿Ves? Sólo estaba tomando notas por si acaso hacen una segunda edición.
Aidan sacudió la cabeza con incredulidad.
– ¿Me ha seducido una mujer que ha escrito un libro sobre seducción?
– En realidad, creo que fuiste tú el que me sedujo a mí.
– No. Yo estoy seguro de que fue al revés. ¿Haces esto a menudo?
– ¡No! -exclamó Lily inmediatamente. Tal vez estuviera fingiendo ser una seductora, pero no era una casquivana-. ¡No! Nunca. Es decir, he estado con hombres, pero no tengo por costumbre seducir a desconocidos.
– Es decir, que yo, en vez de ser la regla, era la excepción.
– Sí -dijo ella, agradecida de que Aidan, por fin, estuviera comenzando a ver la verdad-. La mayor parte de lo que he escrito en ese libro proviene de estudios científicos, no de experiencias propias. Se trata de fisiología básica. De la atracción entre hombres y mujeres.
– ¿Los científicos realizan estudios sobre seducción? Vaya, te aseguro que, si lo hubiera sabido, habría elegido esa asignatura en la universidad.
– El estudio de la sexualidad humana es un campo muy importante. De este modo, se pueden predecir los comportamientos.
Aidan recuperó el libro y lo examinó detenidamente.
– Entonces, ¿cómo te llamas de verdad? ¿Lacey o Lily?
– Lily. Lacey es mi pseudónimo. Así puedo proteger mi intimidad.
– Sí. Ya veo por qué. Diez minutos. La mayoría de los hombres sólo necesitan dos o tres para estar completamente listos.
– ¿Estás enfadado?
Aidan negó con la cabeza. Mientras leía la contraportada, frunció el ceño.
– No. Yo diría que confuso es una definición mejor de cómo me encuentro -contestó-. Tal vez incluso un poco desconcertado.
Lily le agarró de la mano.
– No tienes por qué. Yo no me arrepiento de nada. ¿Y tú?
– Tú eres la experta en seducción. Tendrás que decirme cómo lo he hecho.
– ¡No! Se trata sólo de un libro. Hay autores que escriben sobre vampiros, brujas y monstruos, pero que jamás han visto uno. En realidad, tú eres el primer hombre al que he seducido.
Aidan se tomó un instante para asimilar aquella confesión. Entonces, asintió.
– Supongo que la mayoría de los hombres apreciarían que una mujer tuviera conocimiento teórico en lo que se refiere al sexo.
Lily asintió.
– Los hombres tienen técnicas para seducir a las mujeres, ¿no? Están escritas en todas esas revistas para hombres y en libros diversos. ¿Por qué no iban a poder hacer lo mismo las mujeres? A mí me parece que es justo.
Suavemente, le quitó el libro de las manos y lo volvió a meter en el bolso.
– Tienes razón.
Cuando terminaron de hablar, Lily se dio cuenta de que las turbulencias habían pasado y de que el avión volvía a moverse sin problema alguno. Tomó la mano de Aidan y entrelazó los dedos con los de él. Parecía muy natural mantener el contacto, pero se preguntó por qué le parecía necesario. Dentro de unas pocas horas, se estarían despidiendo. Y después, ella ya no lo volvería a ver.
– Señoras y caballeros, les habla el capitán. Me temo que tenemos más malas noticias. El aeropuerto JFK está cubierto de niebla y se encuentra cerrado. Teniendo en cuenta el combustible con el que contamos, nos vemos obligados a desviarnos a Hartford, Connecticut. Cuando se despeje la niebla, les llevaremos a su destino.
Lily oyó cómo todos los pasajeros lanzaban un murmullo de desaprobación. Miró a Aidan y él se encogió de hombros.
– El único momento en el que la niebla resulta peligrosa es cuando se intenta aterrizar, por lo que estamos seguros -comentó él-. Creo que necesito una copa. ¿Te apetece una a ti?
Lily lo observó mientras hablaba con la azafata. Por alguna razón, le resultaba completamente necesario mostrarse encantador, como si estuviera tratando de castigar a Lily por los secretos que le había ocultado.
Tal vez era lo mejor. Se había divertido, pero todo había terminado. No volverían a pensar en hacer otro viaje al cuarto de baño ni en continuar aquella aventura cuando el avión aterrizara. Lily contuvo los deseos de volver a tomar el libro. Aunque se lo sabía de memoria, no podía recordar bien un capítulo en el que se trataba el tema de cómo enfrentarse a las consecuencias de una seducción anónima. ¿Podría separar los recuerdos del acto en sí mismo de los recuerdos de Aidan? No puedo evitar sentir un ligero arrepentimiento.
Ya no servía de nada analizar la decisión que había tomado. Lo hecho, hecho estaba. Además, había conseguido exactamente lo que había ido buscando. Había llevado a cabo una fantasía.
Sin embargo, de repente sintió que aquello no la satisfacía. De repente, quería más.
El sol ya había salido cuando aterrizaron en Hartford. La aerolínea había decidido dejar desembarcar a los pasajeros mientras esperaban que una nueva tripulación llegara a Hartford. Cuando el tiempo mejorara, despegarían de nuevo en dirección a Nueva York. Aidan tomó su bolsa del compartimiento superior y se hizo a un lado para dejar que Lily pasara.
Era muy temprano y él estaba borracho. Se había pasado la última hora del vuelo bebiendo Jack Daniel's con agua mientras trataba de comprender qué diablos era lo que tramaba Lily Hart. No parecía una de esas mujeres a las que él siempre estaba tratando de evitar, mujeres que se fijaban en un hombre y que luego hacían todo lo que podían para poseerlo. Lo que había ocurrido entre ellos parecía algo completamente natural. Sólo eran dos personas que habían descubierto una abrumadora atracción entre ellos y que habían actuado en consecuencia.
Tal vez eso había sido precisamente: una actuación. Alguien tan versado en el arte de la seducción podría hacer que un hombre creyera cualquier cosa. ¿Había sido real algo de todo lo ocurrido entre ellos? Su miedo a volar, el modo en el que le temblaban las manos cuando lo tocaba, la afirmación de que jamás había hecho el amor en un avión… Tal vez se había burlado de él.
La miró fijamente al rostro, los hermosos rasgos que había aprendido a apreciar en aquellas últimas horas. No se parecía en nada a ninguna otra mujer que hubiera conocido. Tenía una mezcla de alocada valentía y de abrumadora vulnerabilidad. Su instinto le decía que no había planeado seducirlo cuando se montó en el avión, pero la experiencia le advertía que no confiara en ella. Diablos. Había decidido apartarse temporalmente de las mujeres, dejar todas las atracciones superficiales allí donde debían estar, en Los Ángeles.
Si por lo menos tuviera más tiempo, podría tratar de comprender la clase de mujer que era. Por alguna razón, la verdad le importaba.
– Deja que te ayude -le dijo, para ponerse inmediatamente a echarle una mano con su bolsa de viaje-. ¿Tienes mucho equipaje?
– No. Sólo esa bolsa.
– Para ser mujer, viajas muy ligero.
– Tengo ropa en la casa.
Descendieron del avión juntos y en silencio, pero entre ellos existía una tensión que no podían ignorar. El aire estaba pleno de un deseo insatisfecho. No iba a resultarles fácil pasar juntos las siguientes horas. En el avión, estaban en su pequeño mundo. En aquellos momentos, habían aterrizado para volver a la realidad.
Aidan descartó el deseo de dejar las bolsas de viaje en el suelo y tomarla entre sus brazos, perderse en otro beso con ella.
– ¿Te apetece desayunar? -le preguntó-. Tenemos tiempo. A mí me vendría muy bien un café.
Lily sonrió.
– A mí también. Sigo un poco mareada del champán y de la falta de sueño.
– Tengo que decirte que nunca me había divertido tanto en un vuelo.
Se dirigieron al salón VIP. La aerolínea les había asegurado que en pocas horas podrían ponerse de nuevo en camino. A Aidan se le ocurrió que podría alquilar un coche y ofrecerse a llevar a Lily a los Hamptons, pero no quería arriesgarse a que ella le dijera que no.
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