Tentación
Buchanan, 4
© 2007 Susan Macias Redmond
Titulo original Tempting
Traducido por Ana Peralta de Andrés
Capítulo 1
– Mira, déjame facilitarte las cosas -le advirtió a Dani Buchanan el hombre trajeado que parecía estar vigilando el pasillo-: no vas a poder hablar con el senador hasta que no me expliques qué estás haciendo aquí.
– Por mucho que te sorprenda, esa información no me facilita en absoluto las cosas -musitó Dani Buchanan, asustada y emocionada al mismo tiempo, para desgracia de su estómago revuelto.
Ya había conseguido convencer a una recepcionista y a dos secretarias. En aquel momento, estaba viendo la puerta del despacho del senador Mark Canfield. Pero entre la puerta y ella se interponían un largo pasillo y un tipo enorme que no parecía muy proclive a doblegarse.
Dani pensó en empujarle directamente, pero era demasiado alto y fuerte para ella. Por no mencionar que aquel día llevaba un vestido y zapatos de tacón, algo en absoluto habitual en ella. El vestido quizá no representara un gran obstáculo, pero los tacones le estaban matando. Podía soportar el dolor en las plantas de los pies, y también la ligera presión en el empeine, ¿pero cómo podía mantener nadie el equilibrio encima de aquellos zancos? Si aceleraba aunque fuera sólo un poco el ritmo de sus pasos, corría el serio peligro de romperse un tobillo.
– Puedes confiar en mí -le dijo el hombre-, soy abogado.
Y parecía estar hablando en serio.
Dani soltó una carcajada.
– ¿Y ésa te parece una profesión que inspira confianza? Porque a mí no.
El hombre apretó los labios como si estuviera disimulando una sonrisa. «Una buena señal», pensó Dani. A lo mejor conseguía ganarse a aquel tipo. En realidad, nunca se le había dado especialmente bien encandilar al género masculino, pero no tenía otra opción. Iba a tener que fingir.
Tomó aire y echó la cabeza hacia atrás. Por supuesto, tenía el pelo corto, así que no hubo melena alguna que cayera sobre su hombro, lo que significaba que aquella artimaña supuestamente seductora no iba a tener efecto alguno. Tras aquel pequeño fracaso, no pudo menos que alegrarse de haberse jurado no volver a salir con ningún hombre durante el resto de su vida.
– Considérame como el dragón que protege el castillo -continuó el hombre-. No vas a poder pasar a no ser que me digas qué es lo que quieres.
– ¿Nadie te ha explicado nunca que los dragones se extinguieron hace siglos?
En aquella ocasión, su interlocutor no disimuló la sonrisa.
– Yo soy la prueba de que continúan vivos.
Estupendo, pensó Dani; había llegado hasta el final para ser interceptada por aquel tipo. Un hombre de rostro atractivo, por cierto, lo suficiente como para que no pudiera mirarle con indiferencia, pero, al mismo tiempo, no tanto como para no haber cultivado, además de su belleza, su propia personalidad. Tenía unos ojos azules que podían resultar matadores. Y una mandíbula cuadrada que denotaba una fuerte determinación.
– Estoy aquí por motivos personales -contestó.
Era consciente de que aquella respuesta no iba a ser suficiente, pero tenía que intentarlo. ¿Qué otra cosa iba a decir? ¿Que había descubierto que podía no ser quien pensaba que era y que la respuesta a sus dudas estaba en aquel edificio?
El hombre dragón se puso serio y cruzó los brazos sobre el pecho. Dani tuvo entonces la sensación de estar siendo juzgada.
– No me lo creo -replicó el hombre con dureza-. El senador no participa en esa clase de juegos. Estás perdiendo el tiempo. Vete inmediatamente de aquí.
Dani se le quedó mirando fijamente.
– ¿Eh? ¿Pero él…? Oh, crees que estoy insinuando que el senador y yo… -esbozó una mueca-. ¡Dios mío, no! ¡Jamás! -retrocedió, un acto peligroso, teniendo en cuenta la altura de los tacones, pero no le quedaba otro remedio. Tenía que poner cierta distancia entre ellos-. No hay nada que pudiera resultarme más desagradable.
– ¿Por qué?
Dani suspiró.
– Porque hay alguna posibilidad de que yo sea su hija -más que una posibilidad, si su estómago revuelto era un indicativo de algo.
El hombre trajeado ni siquiera pestañeó.
– Te habría sido más útil insinuar que te habías acostado con él. Me sentiría más inclinado a creerlo.
– ¿Quién eres tú para juzgar lo que Mark Canfield pudo o no pudo hacer hace veintinueve años?
– Su hijo.
Aquello consiguió captar toda su atención. Dani lo sabía todo sobre la familia del senador.
– ¿Alex?
El hombre asintió.
Interesante. No porque pudiera tener ningún vínculo sanguíneo con el hijo mayor del senador. Mark Canfield y su esposa habían adoptado a todos sus hijos, Alex incluido, sino porque había alguna posibilidad de que fueran familia.
Dani no estaba segura de cómo se sentía al respecto. Tratar con su propia familia ya le resultaba suficientemente complicado. ¿De verdad tenía ganas de conocer a otra?
Evidentemente, pensó. Al fin y al cabo, estaba allí.
La necesidad de sentirse vinculada a alguien era tan intensa que no necesitó ninguna otra respuesta. Si Mark Canfield era su padre, quería conocerle y no dejaría que nadie se interpusiera en su camino. Ni siquiera su hijo adoptivo.
– Creo que ya he tenido suficiente paciencia con una secretaria y dos de los ayudantes de tu padre -dijo con firmeza-. He sido educada y comprensiva. Además, soy votante de este estado y tengo derecho a ver al senador que me representa. Así que ahora, por favor, apártate antes de que me vea obligada a ponerte en un aprieto.
– ¿Me estás amenazando? -preguntó Alex, y parecía casi divertido.
– ¿Me serviría de algo?
Alex la recorrió de los pies a la cabeza con la mirada. En el transcurso de los seis meses anteriores, Dani había tenido oportunidad de aprender que llamar la atención de los hombres no era algo que le reportara ningún beneficio. Sabía que, inevitablemente, sus relaciones con ellos terminaban en desastre. Pero a pesar de haberse jurado que no quería volver a saber nada del género masculino, no pudo evitar sentir un ligero estremecimiento al ser objeto de aquella firme mirada.
– No, pero podría ser divertido.
– Desde luego, tienes respuesta para todo.
– ¿Y eso es malo?
– No tienes ni idea de hasta qué punto. Ahora, apártate, dragón. Voy a ir a ver al senador Canfield.
– ¿Dragón?
Aquel tono divertido no procedía de la persona que tenía frente a ella. Dani se volvió al oír aquella voz y vio a un hombre cuyo rostro conocía de sobra en el marco de una puerta abierta.
Conocía al senador Mark Canfield porque le había visto en televisión. Incluso le había votado. Pero hasta hacía muy poco tiempo, para ella sólo era un político más. En aquel momento, sin embargo, tenía frente a ella al hombre que muy probablemente era su padre.
Abrió la boca, e inmediatamente la cerró como si de pronto hubieran desaparecido todas las palabras de su cerebro, como si hubiera perdido la capacidad de hablar.
El senador comenzó a caminar hacia ellos.
– Así que eres un dragón, ¿eh, Alex? -le preguntó al hombre que estaba hablando con Dani.
Alex se encogió de hombros. Era evidente que se sentía incómodo.
– Le he dicho que era el dragón que vigilaba el castillo.
El senador posó la mano en el hombro de su hijo.
– Y has hecho un buen trabajo. Así que ésta es la dama que está causando problemas -se volvió hacia Dani y sonrió-. No parece especialmente amenazadora.
– Y no lo soy -consiguió decir ella.
– No estés tan seguro -le advirtió Alex a su padre.
Dani le fulminó con la mirada.
– Estás siendo ligeramente prejuicioso, ¿no crees?
– Tu ridícula afirmación sólo puede servir para causar problemas.
– ¿Por qué te parece ridícula? No puedes estar seguro de que no sea cierto.
– ¿Y tú lo estás? -preguntó Alex.
El senador los miró alternativamente.
– ¿Debería venir en un momento mejor?
Dani ignoró a Alex y se volvió hacia él.
– Siento haber venido sin previo aviso. Llevo mucho tiempo intentando concertar una cita con usted, pero cada vez que me preguntan cuál es el motivo, tengo que contestar que no puedo decirlo y…
En aquel instante fue plenamente consciente de la enormidad de lo que estaba a punto de hacer. No podía limitarse a repetir lo que le habían dicho a ella: que hacía veintinueve años, aquel hombre había tenido una aventura con su madre y ella era el resultado de esa relación. Seguramente, el senador no le creería. ¿Por qué iba a tener que creerle?
Mark Canfield la miró con el ceño fruncido.
– Tu cara me resulta familiar, ¿nos hemos visto antes?
– Ni se te ocurra decir una sola palabra -le advirtió Alex-. Porque tendrás que vértelas conmigo.
Pero Dani le ignoró.
– No, senador, pero usted conoció a mi madre, Marsha Buchanan. Yo me parezco un poco a ella. Soy su hija. Y creo que a lo mejor también soy hija suya.
El senador permaneció imperturbable. Seguramente, gracias a la capacidad de control adquirida durante los años que llevaba dedicado a la política, pensó Dani, sin estar del todo segura de lo que sentía ella. ¿Esperanza? ¿Terror? ¿La sensación de estar al borde de un precipicio sin estar muy segura de si debería saltar?
Se preparó para el inminente rechazo, porque era una locura pensar que el senador podría limitarse a aceptar sus palabras.
Pero entonces, el hombre que quizá fuera su padre suavizó la expresión y sonrió.
– Recuerdo perfectamente a tu madre. Era… -se le quebró la voz-. Deberíamos hablar. Pasa a mi despacho.
Pero antes de que Dani hubiera podido dar un paso, Alex se colocó frente a ella.
– No, no puedes hacer una cosa así. No puedes quedarte a solas con ella. ¿Cómo sabes que no tiene nada que ver con la prensa o con la oposición? Todo esto podría ser un montaje.
El senador desvió la mirada de Alex a Dani.
– ¿Esto es un montaje?
– No, tengo aquí el carné de conducir, si quiere investigarme -lo último lo dijo mirando a Alex.
– Yo lo haré -respondió Alex tendiéndole la mano para que le pasara el carné.
– ¿Pretendes que te dé información personal sobre mí en este momento? -preguntó Dani, sin estar muy segura de si debería dejarse impresionar por su eficacia o si debería darle una patada en la espinilla.
– Pretendes hablar con el senador. Considéralo como una medida de seguridad.
– No creo que sea necesario -intervino Mark intentando templar los ánimos, pero no detuvo a Alex.
Dani metió la mano en el bolso, sacó la cartera y le tendió después su carné de conducir.
– Supongo que no llevarás el pasaporte encima -dijo Alex.
– No, pero a lo mejor quieres tomarme las huellas dactilares.
– Eso lo dejo para después.
Y Dani tuvo la impresión de que no estaba bromeando.
Mark volvió a mirarlos alternativamente.
– ¿Habéis terminado?
Dani se encogió de hombros.
– Pregúntele a él.
Alex asintió.
– Me reuniré contigo en cuanto consiga que la gente de TI se ocupe de esto -blandió el carné de Dani.
– ¿La gente de TI? -preguntó Dani mientras seguía al senador a su despacho.
– Sí, los de Tecnología Informática. Te sorprendería lo que son capaces de hacer con un ordenador -el senador sonrió y cerró la puerta en cuanto entró Dani-. O a lo mejor no. Es probable que también tú sepas mucho de informática. Ojalá pudiera yo decir lo mismo de mí. Puedo arreglármelas más o menos, pero todavía tengo que llamar a Alex de vez en cuando para que me resuelva algún problema.
Señaló uno de los rincones del despacho en el que había un sofá, un par de butacas y una mesita de café.
– Siéntate -le pidió.
Dani se sentó en el borde del sofá y miró alrededor del despacho.
Era un lugar grande y espacioso, pero sin ventanas. Tampoco podía decir que fuera para ella una sorpresa que un senador que había montado su campaña en un almacén no disfrutara de grandes lujos. Por lo que había visto hasta el momento, al senador no debía gustarle gastarse mucho dinero en apariencias. El escritorio era viejo, con la madera rayada; el único color que había en las paredes procedía de un mapa a gran escala de las diferentes zonas del condado.
– ¿De verdad pretende llegar a ser presidente? -le preguntó Dani.
Que una persona a la que acababa de conocer pudiera hacer algo así superaba su capacidad de comprensión.
– Estamos explorando esa posibilidad -contestó el senador mientras se sentaba en una butaca, enfrente del sofá-. En realidad, ésta no será siempre mi sede. Si la campaña va bien, nos trasladaremos a un lugar que sea más accesible, pero ¿por qué gastar dinero si en realidad no tenemos por qué hacerlo?
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