– Vamos, Molly. Mucha gente se vestía así. Eran los ochenta.
Ella volvió a encogerse de hombros. Nada de lo que yo pudiera decirle la haría cambiar de opinión.
– James no. Hasta que empezó a salir con Alex.
Había visto fotos de James de aquella época. Un chico flacucho y desgarbado, una mezcolanza de rayas y cuadros escoceses acompañados de unas Converse desgastadas. No me había fijado si llevaba lápiz de ojos o brillo de labios, pero tampoco me costaba imaginarlo. Seguro que haría resaltar sus brillantes ojos azules, pensé.
– Da igual -dijo Molly-. No me parece que haya cambiado mucho.
– Vigilaré mi bolsa de maquillaje.
Esta vez no se le pasó por alto mi nota de sarcasmo.
– Sólo te aviso, Anne. Alex era mala influencia entonces y probablemente siga siéndolo ahora. Tómatelo como quieras.
– Gracias -respondí yo. No pensaba hacer nada con aquella información. Cuanto más lo odiaba la familia, más ganas tenía yo de que me gustara-. Lo tendré en cuenta.
– Nos alegramos mucho cuando James dejó de quedar con Alex -añadió inesperadamente y yo levanté la vista hacia ella.
– Sé que se pelearon por algo.
Si quieres que alguien te cuente algo que están deseando contar, lo único que tienes que hacer es dejarlo hablar.
Pero por mucho que Molly pudiera querer contarme al respecto, no podía.
– Sí, lo sé. James nunca nos contó el motivo. Nos dijo sólo que Alex había ido a verlo a la universidad. Alex no fue a la universidad, ya sabes.
No parecía que le hubiera ido mal sin estudios universitarios. Tampoco hice comentario alguno sobre el tema.
– El caso es que fue a Ohio State a ver a James y ocurrió algo que provocó la pelea. James vino a casa a pasar una semana. ¡Una semana! Después regresó a la universidad y nunca supimos lo que verdaderamente ocurrió entre ellos.
No podía contener la sonrisa de suficiencia que mis labios estaban deseando esbozar, así que disimulé como pude guardando los envases de plástico en el frigorífico. Aquello era todavía peor que lo del lápiz de ojos. Que James se hubiera atrevido a ocultarles detalles íntimos de su vida. Que supiera algo que ellos no sabían.
Un secreto.
Claro que también me lo había ocultado a mí.
Capítulo 4
Me fui a la cama antes que los hombres, y James me despertó cuando vino a dormir. Me dio con el codo una o dos veces, pero yo fingí estar profundamente dormida y al poco rato oí sus ronquidos. Había estado durmiendo como un bebe hasta su llegada, pero ahora estaba despierta, escuchando los ruidos que hacen todas las casas por la noche. Los mismos crujidos y lamentos, el tictac del ruidoso reloj. Pero esa noche había un sonido desconocido. El arrastre de pies por el pasillo, la cisterna del cuarto de baño y el resbalón de una puerta al cerrarse. Después el sonido de personas durmiendo que llenaba el aire. Dejé que James me acercara hacia él hasta que me quedé dormida en sus brazos.
Se levantó y salió de casa antes de que yo me despertara. Me quedé un rato en la cama, estirándome y pensando, hasta que las ganas de ir al baño me obligaron a levantarme. Alex estaba en la terraza con una taza de café en la mano, mirando el lago. Volvió la cabeza justo cuando la brisa de la mañana le revolvía el flequillo demasiado largo que le caía sobre la frente. Me lo imaginé vestido a la moda que se llevaba en los ochenta y sonreí.
– Buenos días. Pensé que seguirías durmiendo -me senté con él a tomarme el café. Estaba bueno. Mejor que el que preparaba yo.
Ya me estaba acostumbrando a su aspecto lánguido. Me estaba acostumbrando a él. Su boca se arqueó.
– Tengo el sueño cambiado con tanto viaje. Las zonas horarias, el jet-lag. Además, a quien madruga…
Esbozó una amplia sonrisa tan franca que no me quedó más remedio que corresponderlo. Nos apoyamos en la barandilla el uno al lado del otro y contemplamos el lago. No me pareció que esperara que yo dijera algo, y viceversa. Resultaba agradable.
Cuando se terminó el café, levantó la taza y dijo:
– Entonces estamos tú y yo solos, y tenemos todo el día por delante.
Yo asentí. La perspectiva no me preocupaba tanto como el día anterior. Era extraño cómo el hecho de que me hubiera prevenido contra él hacía que me sintiera más cómoda en su compañía.
– Sí.
Desvió nuevamente la atención hacia el agua.
– ¿Seguís teniendo el Skeeter?
El Skeeter era un pequeño velero que había pertenecido a los abuelos de James.
– Claro.
– ¿Te apetece salir a navegar? Podríamos ir al puerto deportivo, amarrar y comer algo en Bay Harbor. Hacer de turistas por un día. Yo invito. ¿Qué dices? Hace años que no subo a una montaña rusa.
– No sé navegar.
– Anne… -su mirada se volvió profunda, enarcó una ceja y esbozó una media sonrisa que más parecía una mueca lasciva-. Yo sí.
– La verdad es que no me gusta demasiado navegar -su mirada, seductora y suplicante acompañada de un conato de puchero, hizo que me detuviera.
– ¿No te gusta navegar? -contempló nuevamente la superficie del lago-. Vives junto a un lago y no te gusta navegar.
Sonaba ridículo.
– No.
– ¿Te mareas?
– No.
– ¿No sabes nadar?
– Sé nadar.
Nos estudiamos detenidamente. Creo que Alex esperaba que le dijera lo que de verdad quería decir, pero es que no quería compartir nada con nadie. Al cabo de un minuto me sonrió de nuevo.
– Cuidaré bien de ti. No te preocupes.
– ¿Eres un marinero experto?
Alex soltó una carcajada.
– No en vano me llaman Capitán Alex.
Yo también me reí.
– ¿Quién te llama Capitán Alex?
– Las sirenas -contestó.
Yo resoplé con desdén.
– Ya.
– Anne -dijo poniéndose serio-. No nos ocurrirá nada.
Yo vacilé un momento y miré hacia el lago primero, y hacia el cielo después. Hacía un día precioso. Las únicas nubes que adornaban el cielo eran blancas y esponjosas como ovejas. Podía estallar una tormenta en cualquier momento, pero sólo se tardaba veinte minutos en atravesar el lago hasta el puerto deportivo de Cedar Point.
– Vale, está bien.
– Perfecto -dijo Alex.
Amarramos en el puerto deportivo. Alex había demostrado ser, efectivamente, un hábil marinero. Hacía un año que no iba a Cedar Point. Como cada temporada, la pintura y las nuevas atracciones hacían que el parque pareciera nuevo.
Tuvimos suerte. No había mucha gente. En su mayoría autobuses escolares que llegaban temprano, pero se movían en grandes grupos, con lo cual había zonas totalmente despejadas.
– Lo he pasado muy bien en este sitio -dijo Alex mientras tomábamos uno de los senderos flanqueados por árboles, en dirección al fondo del parque-. Aquí fue donde me dieron mi primer trabajo de verdad. Mi primera paga de verdad. Fue el primer lugar en el que me di cuenta de que de verdad podía irme de Sandusky para siempre.
– ¿Sí? -nos apartamos un poco para dejar que nos adelantara una horda de chiquillos apresurados-. ¿Por qué?
– Porque supe que había otros lugares en los que trabajar, aparte de éste o la fábrica de componentes de automoción -contestó-. Cedar Point contrata a muchos universitarios. Oírlos hablar de dónde iban a ir y de lo que iban a hacer convertía la universidad en una posibilidad real.
Yo ya sabía que no llegó a ir a la universidad.
Me miró.
– Sin embargo, no llegué a ir.
– Y ahora has vuelto -no intentaba ser una sabelotodo, sólo pretendía señalar algo interesante. Un círculo que se cerraba.
Alex se rió.
– Sí. Pero sigo sabiendo que hay más cosas en el mundo aparte de esto. Aunque a veces viene bien recordar que tienes un hogar.
– ¿Piensas en este lugar como tu hogar? -nos dirigíamos hacia lo que una vez fuera la montaña rusa más alta, más rápida y más inclinada del parque, la Magnum XL-200. Su estructura todavía impresionaba. Me gustaba montarme en la parte delantera.
– Algún sitio tiene que serlo, ¿no?
La cola no era tan larga como a veces ocurría durante el verano, cuando podías pasarte horas esperando para subir. Aun así tuvimos que esperar un poco. La cola avanzaba muy despacio, lo cual nos dio la oportunidad de charlar largo y tendido.
– Tenía la impresión de que no te gustaba mucho este lugar -sin ahondar en la cuestión, avanzamos hacia la pasarela que nos llevaba al compartimento delantero de la atracción.
– Guardo gratos recuerdos -se encogió de hombros-. ¿Quién dijo que el hogar de uno es aquél en el que te acogen?
– ¿Robert Frost?
Se echó a reír.
– Creo que por eso Sandusky sigue siendo mi hogar. Regresé y alguien me acogió.
Alguien lo había hecho, pero no había sido su familia.
El encargado de la atracción nos indicó que nos sentáramos en el compartimento delantero. Y así lo hicimos, rodilla contra rodilla, el cinturón de seguridad bien apretado. Puede que la Magnum ya no fuera la más rápida ni la más alta, y también puede que no tuviera ningún bucle, pero seguía impresionando. Sesenta y dos metros de alto y cincuenta y nueve de caída, los dos minutos más emocionantes de tu vida.
Parece que tardas una eternidad en llegar a lo más alto de la primera cuesta, pero una vez allí, la vista del parque es alucinante. La brisa alborotó el pelo de Alex, y tuve que entornar los ojos para protegerme del sol. Me había quitado las gafas antes de subir. Nos miramos y sonreí al ver su amplia sonrisa.
– Levanta los brazos -dijo.
Los dos lo hicimos.
En aquella posición siempre me da tiempo para pensar «¿por qué estoy haciendo esto?». Me encantan las montañas rusas, las subidas y las bajadas, la sensación de que el corazón se te sube a la garganta y el golpe de adrenalina. Pero en lo más alto, con el mundo a mis pies, siempre me detengo a pensar por qué me someto al miedo.
Parecía como si nos hubieran dejado allí colgados largo rato hasta que soltaron el carro y comenzamos el rápido descenso. Yo ya estaba preparada, abriendo la boca para gritar.
Alex me agarró de la mano.
Caímos.
Volamos.
Grité, pero de risa y sin aliento. Era como si te lanzaran al espacio y empezaras a girar, a subir y a bajar. A planear. Y en dos minutos se terminó el viaje, el tren entró en la estación cargado de pasajeros temblorosos y despeinados. Sentía los dientes secos. Alex me soltó la mano.
Salí del coche con las piernas ligeramente temblorosas y lo seguí hasta la salida. Me ayudó a pasar por la portezuela y se dio la vuelta, caminando de espaldas de manera que podía mirarme a la cara. Tenía el rostro iluminado.
– La Magnum es una montaña rusa acojonante -dijo-. Puede que ahora las hagan más altas, pero no hay ninguna tan dulce.
– A James no le gustan -era cierto, pero de repente me pareció un comentario desleal, y no sabría decir por qué-. Dice que tuvo sobredosis de pequeño.
– Qué va. Nunca le gustaron -dijo Alex sacudiendo la cabeza al tiempo que dibujaba un círculo en el aire con un dedo-. Es capaz de subirse en el Puke-a-Tron o el Barf-o-Rama veinte veces seguidas, pero nunca sube a una montaña rusa.
– Tiene mucho equilibrio. Por eso puede dar tantas vueltas en el sitio.
James podía subirse a aquellas atracciones que giraban sin parar y no se mareaba.
– Pero no le gusta mucho lo de subir y bajar -dijo Alex imitando con gestos de las manos las curvas de la montaña rusa-. ¿Y tú, Anne?
– A mí me gustan las dos cosas.
Íbamos por otro de los tortuosos senderos del parque, dejando atrás puestos de comida y juegos de azar a los que trataban de atraernos para que probáramos suerte. Podíamos ganar un peluche. El olor a palomitas y patatas fritas empezó a abrirme el apetito, y mi estómago contestó con un rugido.
Alex me miró de soslayo.
– Pero prefieres las montañas rusas.
Yo también le lancé una mirada de soslayo.
– A veces.
Se rió.
– Yo también.
Delante de nosotros colgaba el indicativo de Excursiones en barcos de vapor, una atracción que el parque denominaba Tranquila y que se trataba, fundamentalmente, de una puesta en escena extravagante y animada narrada por los «capitanes» del barco. La última vez que subí, el personal iba disfrazado como vestían los antiguos capitanes de las rutas fluviales, chaquetas granates y brazaletes decorados incluidos. Ahora vestían el uniforme del resto del personal del parque. Una gran decepción.
– Vaya, excursiones en barco de vapor. No me he subido -me detuve a la puerta.
– Subamos entonces.
– No tenemos que hacerlo. Hay muchas otras atracciones.
– ¿Y? Tenemos tiempo -Alex me tendió la mano.
El paseo era tan empalagoso y encantador como recordaba. Los chistes eran malos, pero nos hicieron reír, y fue un viaje tranquilo. Nos sentamos al fondo, las piernas de uno y otro muy juntas en el estrecho banco. El agua del canal era de un tono verde pardusco.
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