– Creía que el barco se movía por unos rieles -mascullé cuando el capitán de nuestro barco aceleró el motor para evitar un banco de arena.
– Cuando trabajaba aquí, uno de los capitanes casi hunde un barco.
– ¿De verdad? ¿Cómo se hace para hundirlo? -me volví hacia Alex.
– Golpeó el muelle con demasiada fuerza. Supongo que se haría un agujero en alguna parte -Alex señaló con la cabeza hacia el muelle en el que esperaban dos de los otros capitanes para amarrar el barco y que bajaran los pasajeros.
Me volví hacia el y lo miré con curiosidad.
– ¿Fuiste tú?
Alex se quedó sin palabras un momento, al cabo del cual se echó a reír.
– No. Yo era el que limpiaba los aseos.
Debió de notar la sorpresa en mi cara.
– Siempre pensé que…
A América no le hace demasiada gracia lo del sistema de clases. Todos somos iguales, aun cuando no lo somos. Nadie admitiría nunca en voz alta que para ocuparse de los aseos contrataban a gente menos presentable, digamos, desde el punto de vista social, que a la que se contrataba para manejar las atracciones o servir la comida.
– ¿Ves lo que se consigue cuando tienes mala actitud?
Se encogió de hombros.
Bajamos del barco. Le di las gracias al joven capitán, que todavía parecía un poco abochornado por haber estado a punto de embarrancar. Oí cómo le tomaban el pelo sus compañeros mientras nos alejábamos.
– Entonces te dedicabas a limpiar los aseos. ¿Durante cuánto tiempo lo hiciste?
– Dos temporadas. Después pasé a formar parte del personal de mantenimiento a tiempo completo.
– Trabajaste aquí mucho tiempo.
– Hasta que cumplí veintiuno. Conocí a un tipo en un club que estaba contratando gente para una fábrica que tenía fuera del país. Me introdujo en el negocio de los transportes y la distribución. Dos años después tenía mi propio negocio.
– Y ahora eres más que multimillonario.
– De limpia retretes a hombre de éxito hecho a sí mismo -dijo Alex, sin jactarse, pero sin restarle importancia tampoco-. De la mierda al esplendor.
Me apetecía beber algo y nos detuvimos a comprar un par de limonadas recién hechas. La limonada, ácida y fría, me hizo fruncir los labios. Pura delicia. Verano líquido.
James me había contado que en la pelea con Alex el alcohol habría tenido algo que ver. Muchas relaciones se han fraguado y también se han roto gracias al alcohol.
– ¿Y no habías vuelto hasta ahora?
Alex agitó el hielo de su vaso antes de beber.
– No.
Había abandonado el país a los veintiuno por invitación de un tipo al que había conocido en un bar y después de una pelea tan catastrófica con su mejor amigo que ninguno de los dos quería hablar del motivo. O tal vez estuviera exagerando y la pelea había tenido escasa relevancia y el resto era pura coincidencia, por lo que ninguno de los dos sentía la necesidad de hablar de ello.
Estuve a punto de pedirle que me contara los detalles, pero me contuve. Pedírselo significaría admitir que no lo sabía, ¿y que clase de esposa no sabría algo así de su marido? No conocía a Alex Kennedy lo bastante como para que no me importara lo que pudiera pensar de mi matrimonio.
– Bueno, nos alegramos de que ahora estés aquí.
Era el comentario apropiado, pensé, pero él se limitó a lanzarme otra de sus lánguidas miradas acompañadas de una mueca burlona.
– Dije que te invitaría a comer a un sitio bonito -dijo-. Pero me muero por una buena hamburguesa y unos nachos.
De todas formas, aquello me apetecía más que un sitio pretencioso. A pesar del ambiente relajado del complejo turístico, me parecía que no iba vestida de manera adecuada para ir a otro sitio que no fuera una hamburguesería. Nos sentamos con nuestra comida en una mesa y charlamos mientras comíamos.
Se le daba mejor escuchar que hablar sobre sí mismo, con una curiosa habilidad para sonsacarme respuestas que le habría ocultado a cualquier otra persona. Era a un tiempo sutil y directo a la hora de hacerme preguntas que podrían haber sonado groseras en alguien que no poseyera una personalidad tan apabullante. Resulta fácil ser interesante para alguien que tiene interés, y me sorprendí hablando animadamente de temas que hacía años que no tocaba.
– Yo sólo quería ayudar a la gente -dije cuando me preguntó por qué no había vuelto a trabajar cuando fracasó lo del refugio-. No quiero trabajar en Kroger, metiendo los alimentos en bolsas para los clientes. O en una fábrica, poniendo tapas a los tarros. Y, además, si tenemos niños…
Alex se estaba recostando en su asiento, pero cambió de postura al decir yo aquello.
– ¿Quieres tener niños?
– James y yo lo hemos estado hablando.
– Eso no es lo que te he preguntado.
Había empezado a soplar un poco de viento y hacía frío. Observé el cielo. Se había oscurecido mientras charlábamos. El bullicio de la montaña rusa enmascaraba los lejanos truenos.
– Se está preparando tormenta.
– Sí. Es posible -me miró de nuevo. Debió de notarme preocupada-. Quieres irte.
No me lo preguntó. Simplemente lo sabía. Se me pasó por la cabeza quitarle importancia, decirle que no me pasaba nada, pero no lo hice.
– Sí -respondí-. No quiero estar en el lago en mitad de una tormenta.
Regresamos al puerto deportivo. Las aguas se habían encrespado y presentaban un color gris. El cielo no se había puesto negro aún, pero las nubes ya no parecían esponjosas ovejas blancas.
Alex actuaba con rapidez pero sin apresurarse. Con seguridad. Aparejó, empujó la embarcación para separarnos del muelle y la orientó hacia casa. Me agarré a los costados del Skeeter. No llevaba puesto el chaleco salvavidas, pero en breve me lo pondría.
Navegábamos en sentido opuesto al viento y, aunque avanzábamos, lo hacíamos despacio y con mucho esfuerzo. Gotas de agua nos salpicaban la cara de vez en cuando. Levanté los ojos al cielo sin necesidad ya de llevar gafas para protegerlos del sol. ¿Tendríamos tormenta con lluvia, rayos y truenos?
Vi el resplandor azul blanquecino a lo lejos y oí el rumor del trueno. Estábamos a medio camino de casa.
Sabía nadar. Podría nadar en caso de que el barco se hundiera, pero la gente se ahogaba todo el tiempo cuando los sorprendía una tormenta porque no estaban preparados, porque corrían riesgos, por estúpidos. Incluso aquellas personas que sabían nadar. Incluso las que habían ganado medallas. Y aun así, no era capaz de soltarme para ponerme un chaleco.
Alex masculló una imprecación cuando se levantó un viento más fuerte y amenazó con arrancar la vela. Me gritó que agarrara una cuerda y le hiciera un nudo, instrucciones que yo no comprendía porque no sabía navegar. Nunca me había dado por aprender.
El barco se bamboleaba entre las aguas y saltaba por encima de las olas repentinas. En una de ellas nos elevamos demasiado y cuando nos precipitamos al interior del valle que se formó noté como si el estómago se me subiera a la boca. Arriba. Abajo. Una montaña rusa muy poco divertida, desprovista de la seguridad que proporcionaban los frenos y los cinturones.
La lluvia mezclada con el agua que salpicaba del lago se parecía a una cortina de encaje húmedo o a los listados de números y símbolos sobre fondo negro que se desplazaba de arriba abajo de la pantalla al comienzo de la película Matrix. Se parecía al tornado de El mago de Qz, con un curvado cuello de dinosaurio que presagiaba el desastre.
El Skeeter era una embarcación pequeña y se bamboleó cuando Alex cambió de posición y se inclinó sobre mí. Inspiré profundamente. No grité, pero el corazón me martilleaba dentro del pecho con tanta virulencia que me dolía. Me aferré aún más a los costados del barco, tanto que se me pusieron los nudillos blancos.
– ¡No te preocupes! ¡Casi hemos llegado! -gritó por encima del estruendo del viento.
La tormenta cobró aún más fuerza cuando nos encontrábamos a escasos metros de la orilla. Alex se bajó de un salto a amarrar el barco en el pequeño muelle de madera que los abuelos de James habían construido. El viento hacía ondear la vela produciendo un ruido seco. No pude menos que ahogar un gemido de sorpresa por lo fría que estaba cuando me abofeteó en la cara.
Estábamos ya a salvo en la orilla, pero seguía teniendo los dedos agarrotados. Ayudé a Alex a amarrar y asegurar el Skeeter como pude. Las olas eran enormes por efecto de la tormenta, pero se iban deshaciendo hasta besar la playa; a fin de cuentas, aquello era un lago, no el océano.
La lluvia caía en forma de gruesas y ásperas gotas, cubriéndome la cabeza y los brazos, metiéndose en los ojos y las orejas. Echamos a correr hacia la casa y patinamos sobre el suelo de terrazo. Alex cerró la puerta de un portazo silenciando con éxito el estruendo de la tormenta que azotaba el exterior. Oí una respiración entrecortada y me di cuenta de que era la mía.
– Estás temblando -dijo Alex al tiempo que agarraba un paño de cocina que encontró sobre la encimera y me lo daba.
Lo sostuve en la mano un momento. El trozo de tela era tan pequeño que no me serviría nada más que para secarme la cara. Y eso hice.
– Mi padre -empecé a decir, pero entonces me detuve. Los dientes me castañeteaban como dados dentro de un vaso.
Alex aguardaba, chorreando. Un rayo del exterior se reflejó en el charco que se estaba formando a sus pies. Intenté hablar de nuevo.
– Mi padre me sacó a navegar una vez. Se suponía que íbamos a pescar. Empezó a oscurecer.
Alex se pasó la mano por el pelo mojado y se lo apartó de la frente. El agua le corría por el rostro, la nariz, el mentón. Sus ojos capturaron la luz verde del microondas.
– La tormenta estalló de repente. No estábamos muy lejos, pero yo no sabía navegar. Y él… estaba…
Él estaba bebiendo, como hacía casi siempre cuando no estaba trabajando. Se había servido innumerables veces de la jarra de «té helado» que guardada en la nevera roja y blanca que tenía a sus pies. Decía que el calor del sol le daba sed. Yo tenía diez años y había probado el contenido de su vaso, sin comprender cómo aquel líquido podía calmarle la sed.
Los zapatos de Alex chirriaron sobre la plaqueta del suelo a medida que se acercaba. La mano que me puso en el hombro se me hizo más pesada de lo que debería haber sido, un peso que no merecía. Fue un gesto de afecto, pero la comprensión que encerraba me resultó excesivamente íntima. No quería que me viera con compasión.
Me deshice del recuerdo.
– No nos ahogamos como es obvio.
– Pero te asustaste. El recuerdo todavía te asusta.
– Tenía diez años. No sabía bien lo que hacía. Mi padre jamás me habría hecho daño a propósito.
Alex encontró el nudo de tensión que tenía en el hombro y ejerció una presión suave pero firme. Mi cuerpo deseaba abandonarse a tan simple caricia, ceder a la espiral de ansiedad que se había ido tejiendo entre mis músculos. No me moví y los dos permanecimos tal cual, unidos por el contacto con la punta de sus dedos.
El resplandor del rayo seguido por el estallido del trueno me hizo dar un brinco. Me resbalé un poco, pero Alex estaba allí para sujetarme por el codo y dejar que me sostuviera en su firme brazo. No me caí.
El microondas emitió un ruidito cuando se fue la luz y despertó con un sonido similar cuando volvió al momento. Se oyó el estallido de un nuevo trueno y la casa se iluminó con el resplandor de otro rayo, y tras ello se fue definitivamente la luz. Aún no era de noche, pero el cielo se había oscurecido mucho a causa de la tormenta y la cocina quedó en penumbra.
A veces, la oscuridad es capaz de desvelar tanto como de ocultar. Estábamos en contacto, mano con hombro, mano con brazo, mano con codo. Estábamos chorreando. Respirando. Con el calor habían dejado de castañetearme los dientes.
– Estaba borracho -dije.
Alex ejerció nuevamente presión con los dedos. Nunca lo había dicho en voz alta. Todos los sabíamos, mis hermanas y mi madre, pero jamás habíamos hablado de ello. No se lo había contado a James, el hombre a quien había unido mi vida.
– No era capaz de dirigir la embarcación de vuelta. Entró agua por los costados, me llegaba hasta las rodillas y pensé que íbamos a morir. Tenía diez años -repetí como si fuera algo importante.
Alex no dijo nada, pero nos acercamos el uno al otro. El bajo de sus vaqueros me acariciaba la parte de los pies que dejaban al descubierto mis chanclas. El agua que escurría de su camisa me caía en el brazo desnudo. Estaba fría.
– Las familias son un asco -dijo.
La luz regresó. Nos separamos. Tenía la cena preparada cuando llegó James a casa. Cenamos mientras ellos reían a carcajadas y yo sonreía como si no hubiera pasado nada.
Mi madre no se decidía. No sabía si gritar o compadecerme de ella y no pararme a pensar en las circunstancias que la habían llevado a aquel estado. Hacía un calor en el desván tan asfixiante que parecía que estuvieras respirando vapor.
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