– Pues la verdad es que no lo se.

Allá mi padre si creía conocer a los padres de Alex.

– Bueno, da lo mismo. ¿Que hace en tu casa?

– Es amigo de James -terció mi madre rápidamente mientras sacaba del congelador los ingredientes para la cena-. Ha venido de visita. Ha estado viviendo en Singapur.

– Entonces sí que es el chico de John -mi padre parecía satisfecho, como si hubiera desvelado un gran misterio-. Alex.

No servía de nada señalar que ya le había dicho yo cómo se llamaba.

– Sí. ¿Conoces a su padre?

Mi padre se encogió de hombros.

– Lo veo por ahí de vez en cuando.

Por ahí. Sabía a lo que se refería. A bares.

– Es amigo de James -repetí por enésima vez-. Va a quedarse aquí una temporada.

– Pero tienes que volver porque está en tu casa. Ya lo pillo. Vete, vete. Fuera de aquí -mi padre hizo un gesto con la mano.

Abrió entonces el armario y sacó un vaso, otro armario y una botella. Quería a mis padres, a los dos, pero no podía quedarme a ver aquello. Me despedí y me fui con las fotos de cuando eran jóvenes, dejándolos con lo que habían hecho con sus vidas.

Capítulo 5

Alex no estaba cuando llegué a casa, pero la camioneta de James estaba en el sendero de entrada. No podía haber llegado hacía mucho puesto que ni siquiera se había duchado. Lo encontré con la cabeza dentro del frigorífico, postura que aproveché para tocarle el trasero embutido en los vaqueros.

– Oye, tú… -se dio la vuelta y su sonrisa vaciló durante un segundo pero enseguida me agarró por la cintura-. ¿Qué estás haciendo?

– Eso debería preguntártelo yo a ti. ¿Qué haces en casa tan temprano? -le rodeé el cuello con los brazos y levanté la cara para que me besara.

– Estaba esperando a que un par de subcontratistas me llevaran unos materiales y me llamaron para decirme que no iban a poder. Por eso he vuelto antes -dijo rozándome los labios con los suyos-. Hola.

– Hola -contesté entre risas.

James bajó las manos de mi cintura hasta las nalgas.

– Estoy hambriento.

– Creía que íbamos a salir a cenar esta noche… -no terminé la frase. James me mordisqueó el mentón mientras yo me retorcía-. ¡Hazte un bocadillo!

– Sé exactamente qué me apetece comer -dijo al tiempo que deslizaba la mano entre mis muslos y ascendía un poco-. Picotear un poco de esto y de aquello…

En cualquier otro momento habría separado las piernas y abierto la boca para él, pero en ese precisamente lo aparte de mí. Me estaba riendo, pero así y todo lo estaba rechazando.

– Si quieres comer algo busca en el frigorífico. Si quieres otra cosa…

– Quiero otra cosa -me agarró nuevamente y me estrechó contra su cuerpo. Noté que estaba empalmado debajo de los gastados vaqueros.

Yo no cedí.

– Te he dicho que no, James.

Captó la indirecta. No me soltó, pero dejó de magrearme.

– ¿Qué pasa?

– No pasa nada, pero no podemos ponernos a hacerlo en la cocina, ¿de acuerdo? Por si se te ha olvidado, tenemos visita y puede llegar a casa en cualquier momento.

Lo empujé a un lado y me abrí paso hasta el frigorífico. Las patatas fritas me habían dado sed. Saqué una lata de coca-cola light. Estaba tirando de la anilla cuando James me agarró por la cintura otra vez y me estrechó fuertemente contra su cuerpo. Acomodó la barbilla contra mi hombro, su erección contra mi trasero y sus manos abiertas sobre mi vientre.

– Así será más excitante -me susurró-. En cualquier caso, oiremos su coche cuando llegue. Venga, cariño. Llevo todo el día pensando en ti.

– ¡No! -exclamé yo intentando mostrarme severa, pero sus manos habían empezado a moverse otra vez. Me cubrió un pecho con una, mientras me frotaba el costado con la otra-. James, no. Olvídalo. No lo oiríamos y nos pillaría en plena faena. Me parecería horrible.

– ¿Por qué te parecería tan mal? -su tono de voz había adquirido un tono seductor que yo conocía muy bien, el que utilizaba para convencerme para que hiciera casi cualquier cosa.

– Sería… una grosería, cuando menos.

No estaba ganando en aquella discusión. James tenía unas manos demasiado hábiles. Yo tenía demasiadas ganas de complacerlo.

– A Alex no le molestaría. Te lo aseguro.

Me volví a mirarlo, sosteniendo la lata a un lado para evitar que se derramara.

– ¡Tal vez no le moleste a él, pero a mí sí!

Se calló. Me miró. Siempre he sabido interpretar el rostro de James, y nunca ha tenido motivos para ocultarme nada. En aquel momento, sin embargo, su expresión se me antojaba familiar pero indescifrable al mismo tiempo.

– Piénsatelo -murmuró. Se dio la vuelta mientras hablaba. Me puso las manos en el centro de la isla de la cocina y las suyas en mis caderas, sujetándome contra ella mientras me separaba los pies con uno de los suyos-. Imagíname follándote aquí y ahora.

Notaba el mármol frío en los dedos. Dejé la lata a un lado para poder extender bien las manos. James se apretaba contra mí por detrás.

– Lo único que tengo que hacer es bajarte el pantalón y las bragas -continuó. Movió nuevamente la mano entre mis piernas, estimulándome por encima de los vaqueros-. Te frotaré un poquito. Ya verás qué gusto te da.

Sí que me daba gusto. Riadas de placer me recorrían por dentro. Miré hacia la puerta de atrás, el pequeño rectángulo del sendero de entrada que veía desde aquella posición. Me empujé contra él.

– También me dará gusto en el dormitorio -dije-. Y así no tendremos que preocuparnos por si Alex llega.

– Venga, ¿no te excita, aunque sólo sea un poquito? Pensar que podría pillarnos -se restregó con más ímpetu y mi cuerpo respondió a sus dedos. Me humedecí para él-. Imagíname follándote así y que entra, Anne…

– ¿Y entonces qué? -me volví para mirarlo, librándome de forma eficaz de su ejercicio de seducción por un pelo-. ¿Qué ocurre después en esa fantasía tuya, James? ¿Va vestido de pizzero y le hago una mamada mientras tú terminas de follarme?

Lo dije con un tono más alto de lo que había pretendido, y James retrocedió. Me sentía irritable y excitada, estremecida y malhumorada también. Las fantasías espontáneas eran una cosa, y nunca nos habíamos cortado a la hora de compartirlas aunque fueran ridículas. Pero nunca habían tratado de personas reales.

James no dijo nada. Me quede mirándolo fijamente mientras oía cómo iba perdiendo el gas la lata de Coca-Cola.

– ¿James?

Me sonrió. Era más una mueca que una sonrisa a decir verdad.

– ¿Y bien?

Miró por encima de mi hombro y me di la vuelta esperando encontrar a Alex vestido de pizzero. Pero no había nadie en la puerta. Me negué a sentirme decepcionada. En vez de eso le di una palmada a James en el brazo y me aparté de él, alejándome a continuación en dirección al vestíbulo.

– Venga, Anne…

No sabía muy bien a qué había ido a nuestro dormitorio, lo único que sabía era que quería alejarme de él. Estoy segura de que creyó que me había enfadado. Actuaba como si lo estuviera. Sin embargo, no se trataba de ese enfado lo que me obligaba a andar de un lado para otro. Era una mezcolanza de sensaciones confusas, íntimamente unidas a lo ocurrido en el lago y mi visita a casa de mis padres. Era mi vida. Era el síndrome premenstrual. Eran muchas cosas, pero no estaba enfadada.

– Anne, no te pongas así -James se quedó mirándome apoyado en el marco de la puerta-. No pensé que ibas a reaccionar de esa forma.

Me concentré en la cesta de ropa limpia que tenía que doblar.

– ¿Cómo pensaste que reaccionaría?

Entró en la habitación y se quitó la camisa, que tiró hacia delante aunque no cayó en el cesto de la ropa sucia. Se desabrochó el cinturón y lo sacó de las trabillas. A continuación se desabrochó el botón. Mis manos doblaban camisetas en perfectos rectángulos, pero mis ojos seguían todos sus movimientos.

– Pensé que te excitarías.

– ¿Pensaste que me excitaría pensar en un acto de exhibicionismo?

Intenté parecer escandalizada, pero no me salió demasiado bien.

James se quitó los vaqueros y se quedó delante de mí en calzoncillos.

– ¿No lo has pensado nunca?

Me enderecé.

– ¿Que si he pensado en hacerlo delante de otra persona? ¡No!

– Lo hicimos con tu compañera de piso en la misma habitación -me recordó él.

– Aquello era diferente. No teníamos ningún otro sitio adonde ir. Y fue sólo una vez.

Hicimos el amor debajo de la colcha una vez. Intentando no gemir demasiado alto y evitando un excesivo roce de la ropa de la cama. Pendientes todo el tiempo de que el chirrido de los muelles de la cama no nos descubriera. James con la cabeza entre mis piernas mientras yo me arqueaba, me tensaba y, finalmente, me corría en agónico silencio.

– Somos demasiado viejos para eso -dije.

Me puso las manos en las caderas. Dios mío, cuánto lo amaba, todo él. Amaba el suave valle que formaba su piel entre sus costillas, las matas de vello que le crecían bajo los brazos y alrededor de los genitales. Adoraba la tersura de su piel, el oscuro grosor de sus cejas, el impactante azul de sus ojos. Podía ser un imbécil, pero yo lo amaba igualmente.

– No puedes decirme que no te pone caliente pensar en ello -dijo, totalmente seguro de sí mismo, seguro de que tenía razón-. Igual que aquella vez en el cine. Nos sentamos en la última fila y tú llevabas aquella falda.

Me di la vuelta y proseguí con la ropa. Agarré con brusquedad un pantalón corto arrugado y lo sacudí para quitarle las arrugas antes de doblarlo. Una ola de calor me subía por la garganta hasta las mejillas.

– Aquello te gustó -dijo James.

La forma en que me había acariciado por fuera de las bragas hizo que me retorciera de gusto. Mantuvo el ritmo de las caricias durante una hora y media, toda la película. En ningún momento metió los dedos por dentro de las bragas, se limitó a trazar breves pero intensos círculos sobre mi clítoris por encima de las bragas hasta llevarme a un punto que sentí que me subía por las paredes. Hizo que me corriera cuando salían los títulos de crédito, justo antes de que se encendieran las luces. Me corrí con tal intensidad que no podía respirar. Sigo sin recordar de qué iba la película.

– Sólo porque me gustara no significa que quiera que tu amigo nos pille haciéndolo -dije yo de mala gana-. Imagínate el bochorno que le haríamos pasar.

James me rodeó con los brazos. Debería oler a sudor y a polvo, pero no era así.

– Es un tío, Anne. No se quedaría abochornado. Se pondría cachondo.

Intenté no sonreír al admitir que tenía razón.

– ¡Pero es tu amigo!

James se quedó callado unos segundos.

– Ya.

Lo miré.

– Te agrada la idea de que nos mire mientras lo hacemos, ¿verdad?

No una persona cualquiera. No un desconocido. No el chico de las pizzas. Sino Alex.

James acarició el contorno de mis cejas con un dedo.

– Olvídalo. Tienes razón, es una tontería.

– Yo no he dicho que fuera una tontería -apoyé las manos en su torso-. Sólo quiero saber si es verdad.

Él se encogió de hombros, una evasión que revelaba mucho más que las palabras. Sentí como si el estómago se me saliera por la boca.

– ¿Qué tiene ese hombre? -pregunté en un susurro para darle la oportunidad de fingir que no lo había oído.

Pero sí me oyó. No respondió, pero sí me oyó. Nos quedamos mirándonos. No me gustó la distancia que se había abierto de repente entre los dos, en un momento en el que deberíamos haber estado más unidos que nunca.

Los dos oímos el ruido de la puerta al mismo tiempo. Los dos giramos la cabeza. Los dos oímos a Alex entrar en casa, pero fue James el que salió a saludarlo.


La casa de Patricia siempre está limpia. La he visto pasar el aspirador hasta dejar marcas de espiguilla en la moqueta. La he visto frotar de rodillas el suelo de la cocina con un cepillo de dientes para sacar la mugre de las juntas. Podíamos burlarnos de ella por diversos motivos, pero ninguna de nosotras se había burlado jamás de lo limpia que estaba su casa.

Pese a su necesidad compulsiva de limpiar, siempre había hecho de su casa un lugar confortable. Sus hijos tenían uso libre de la casa. Eran buenos niños, desordenados como todos los niños, pero no destructivos. La casa estaba limpia, pero es obvio que es una casa en la que vive gente. No es una casa de revista. Es un hogar.

Por ese motivo cuando entré en casa de mi hermana y vi las almohadas tiradas por el sofá y piezas de rompecabezas por el suelo, no me sorprendí al principio. Cuando entramos en la cocina y vi el fregadero repleto de platos sucios y la encimera sembrada de migas, me detuve a mirar con detenimiento.

– Espero que hayas traído las fotos -dijo Patricia detrás de mí. Tomó una taza llena de café que había junto a la cafetera y se sentó a la mesa de la cocina. Allí también había migas, pero mi hermana apenas las miró. Oí el ruido de pies y gritos de niños en la planta de arriba. Estaban jugando.