– Las he traído -contesté yo mostrándole el sobre mientras me sentaba frente a ella-. Están muy bien.
Patricia tomó el sobre y sacó las fotos. Fue pasando una a una y las distribuyó según tamaño. Yo observaba su eficiencia, preguntándome si su natural sentido de la organización había hecho de ella una buena madre o si tener hijos había fomentado sus dotes de gestión. Intente recordar si siempre había sido tan precisa en todo, pero no lo conseguí.
– Pats, ¿alguna vez has intentado acordarte de algo de cuando éramos pequeñas, pero no has podido?
– ¿Como qué? -seleccionó una foto de las dos cuando éramos poco más que unos bebés. Las dos llevábamos exactamente el mismo bañador amarillo-. Recuerdo estos bañadores.
– ¿Te acuerdas porque estás viendo la foto o te acuerdas de verdad de ellos?
Patricia me miró.
– No sé, ambas cosas. ¿Por qué?
Alargué la mano hacia varias de las fotos. Una de mis padres en una fiesta, fumando los dos, mi padre con un vaso alto de un líquido ambarino. Una de Claire cuando era un bebé, el resto de nosotras alrededor del moisés, mirándola como si fuera un premio. Yo tenía ocho años en esa foto. Recordaba cosas de entonces, pero no recordaba aquel momento que una cámara había inmortalizado.
– No lo sé. Se me ha ocurrido.
– No sé por qué querrías saberlo -contestó mi hermana lacónicamente.
Colocó un par de fotos seguidas, como si estuviera echando las cartas.
– Pats -le dije suavemente, esperando hasta que me miró para continuar-. ¿Estás bien?
– Estoy bien, sí. ¿Por qué?
Yo eché un vistazo a nuestro alrededor.
– Te veo un poco tensa, eso es todo.
Patricia siguió con la mirada la dirección de la mía.
– Ya, bueno. Lamento todo este desastre. He despedido a la asistenta.
Esperé un momento a que se riera, pero no lo hizo.
– No es un desastre.
Al menos comparada con mi casa, donde no valía la excusa de que hubiera niños. Y mucho menos comparada con la casa en la que habíamos crecido, donde el caos había sido algo habitual. Cuando mi madre tenía que elegir entre varias opciones, la mayor parte de las veces optaba por ignorarlas todas. El resultado: un montón de cosas a medio hacer. Hasta que llegué a la universidad no aprendí que si doblas la ropa nada más sacarla de la secadora en vez de dejarla en el cesto de la ropa limpia durante una semana, no llevarás la ropa arrugada.
– Vamos a la habitación de arriba. Allí tengo las pegatinas y los materiales para prepararlo todo.
En la planta de arriba oí el murmullo de dibujos animados y asomé la cabeza en la habitación que mi hermana había añadido a la casa, justo encima del garaje. Tristan y Callie veían la tele tirados en sendos sillones puf de ésos que estaban rellenos de bolitas de poliuretano, los ojos pegados a la tele. Oí una música que me resultaba familiar.
– Anda, pero si es Scooby Doo -dije desde la puerta.
Dos caritas se volvieron hacia mí.
– ¡Tía Anne!
Tristan, de seis, se levantó de un salto y vino corriendo a darme un abrazo. A su hermana, dos años mayor, le daba más pereza mostrar su afecto. Estaba creciendo, haciéndose demasiado mayor para abrazos.
– ¿Qué haces aquí? -me preguntó Tristan pegándose a mí como una lapa y levantando las piernas, de manera que me vi obligada a tomarlo en brazos si no quería que acabáramos los dos en el suelo.
– He venido a hacer una cosa con vuestra mamá. ¿Por qué no estáis en el jardín? -pregunté antes de dejar a Tristan de nuevo en el sucio.
– Hace demasiado calor y mamá ha dicho que podíamos ver la tele -dijo Callie, que había crecido otros dos centímetros y medio desde la última vez que la había visto. Ya me llegaba al hombro.
Tal vez me cueste recordar algunas cosas de cuando yo era pequeña, pero jamás se me olvidaría lo que sentí cuando tomé en brazos a mi sobrina por primera vez. Fui yo quien llevó a Patricia al hospital cuando rompió aguas mientras pasaba la fregona. Nos reunimos con Sean en el hospital y Callie nació veinte minutos más tarde. Tuve oportunidad de tomarla en brazos cuando aún no tenía ni dos horas de vida.
– Ven aquí y dame un abrazo -le dije, estrujándola como si no fuera a soltarla jamás-. Estás creciendo mucho.
Tristan seguía tratando de llamar mi atención a base de darme empellones con ánimo juguetón hasta que decidió regresar a su puf. Se lanzó sobre él con tanta fuerza que creía que iba a estallar. Miré hacia la tele. Había… ¿encogido?
– ¿Que ha pasado con la tele grande?
Los niños estaban viendo los dibujos en un aparato viejo de veinticinco pulgadas, lleno de roces en un lado y uno de los extremos inferiores sujeto con cinta adhesiva. La calidad de la imagen no era demasiado buena, se notaba un halo alrededor de las figuras.
– Mamá y papá la han devuelto -respondió Callie.
– ¿Ah, sí? ¿Por qué?
– Anne -llamó Patricia desde el fondo del pasillo-. ¡Date prisa!
Los niños o no sabían o no les importaba que la televisión grande hubiera desaparecido. Los dejé con su sobredosis de dibujos animados y fui a la habitación de más que Patricia utilizaba para guardar el material para las manualidades.
Normalmente, hasta esa habitación estaba tan ordenada como la sala de un museo, pero ese día parecía como si un tornado hubiera pasado por allí. Patricia apartó una pila de rectángulos de tela de la mesa que se extendía a lo largo de la pared y colocó allí las fotos. Guardó la máquina de coser y la quitó de en medio.
– ¿Estabas haciendo algo? -pregunté echando un vistazo a mi alrededor.
– Un edredón -contestó sacando de un mueble una carpeta acordeón y después otra que colocó sobre la mesa-. Tengo montones de pegatinas y papeles.
Patricia había heredado el talento creativo de mi madre para coser, hacer punto o cocinar, aunque ella sí terminaba los proyectos que comenzaba. Había empezado a hacer un álbum de recortes. Yo, con mucho, metía las fotos en un álbum, pero desde luego no me tomaba la molestia de anotar detalles sobre el viaje debajo de cada una, pero Patricia tenía varias estanterías llenas de álbumes sobre distintos temas.
– Creía que iba a hacer un collage sobre una base de cartón.
Patricia sacó de una estantería del mueble un álbum pequeño de color negro.
– Se me ocurrió que podía hacer un álbum con las fotos y dejar páginas en blanco entre medias para que los invitados anoten algún comentario. Dejaré páginas en blanco al final del álbum para pegar las fotos de la fiesta.
Señaló el abundante material desplegado sobre la mesa. Hacer un álbum era una idea bonita, aunque a mí me pareciera desalentadora.
– ¿Qué? ¿No te gusta?
– Me parece estupendo, Pats. Un tanto ambicioso, pero nada más.
– Me gusta hacerlo -dijo.
– ¿Estás segura de que tienes tiempo? Quiero decir que…
– Sacaré el tiempo -contestó.
La tensión se notaba en el ambiente y preferí no insistir.
– Vale, pero si necesitas ayuda…
Entonces sonrió y me pareció más ella misma.
– Ya. No os gustan los álbumes de recortes a ninguna. Claire preferiría sacarse los ojos a hacer uno. No pasa nada. A mí sí me gusta. Gracias por haberme traído las fotos.
– De nada -hice una pausa antes de preguntar-: ¿Los has visto últimamente?
Patricia levantó la mirada de los montoncitos que estaba haciendo con las fotos.
– ¿A quién? ¿A papá y mamá?
Yo asentí y ella se encogió de hombros. Tenía un montón de bolsas de plástico transparentes repletas de rotuladores y tijeras de varios tipos para recortar dando distintas formas. Estaba organizándolas mientras hablaba conmigo.
– Mamá vino a quedarse un rato con los niños la semana pasada y hablé con ella por teléfono. ¿Por que?
– ¿Y a él lo has visto últimamente?
Patricia levantó la vista, las manos llenas de rotuladores.
– No.
No pensé que fuera a responder así. Patricia llevaba a los niños a ver a mis padres, pero nunca dejaba que se quedaran en su casa. Cuando mi madre hacía de niñera, lo hacía en casa de Patricia. Pero, al igual que respecto al consumo de «té helado» de mi padre, nadie hablaba nunca del tema.
Sin responder a la pregunta, busque entre el montón de fotos que había recogido del desván de mis padres. Elegí una Polaroid de nosotras dos sentadas en el regazo de nuestro padre y se la mostré. Estábamos muy sonrientes los tres. Yo tenía el mismo pelo y los mismos ojos que mi madre, pero había heredado la sonrisa de mi padre, igual que mi hermana.
– Miro estas fotos y… no me acuerdo de nada -dije dando un golpecito con los dedos sobre la foto-. ¿Y tú?
Patricia me quitó la foto.
– Éramos muy pequeñas. Yo diría que tú tienes cuatro años, lo que significa que yo tenía dos. ¿Quién se acuerda de lo que hizo con dos años?
No me refería a eso, pero no sabía cómo explicarme. O más bien hacerlo sin cruzar a territorio prohibido. Miré la foto de nuevo.
– Se nos ve felices -dije.
Mi hermana no dijo nada. Me quitó la foto de las manos y la devolvió al montón. Abrió entonces su carpeta acordeón y sacó un taco de pegatinas con forma de bocadillos, sin hacerme ningún caso.
– Es que… miró estas fotos y sé que ocurrió porque me veo en ellas, pero… -me dolía la garganta del esfuerzo que me costaba dar voz a mis pensamientos-. Pero no recuerdo que ocurriera.
No me acordaba de estar sentada en las rodillas de mi padre mientras me leía los cuentos del Dr. Scuss o montando los vagones del tren que daba vueltas alrededor del árbol de navidad todos los años. Tampoco recuerdo la sesión de fotos en las que nos hicieron el retrato de familia, todos vestidos con jerséis tejidos por mi madre con el nombre de cada uno. No recordaba que nuestra familia hubiera sido feliz nunca.
– Aquí debía de tener los años de Callie -dije-. Y tampoco me acuerdo. Sin embargo, me acuerdo del jersey. Picaba y las mangas eran demasiado largas. Me acuerdo de haber visto la foto, pero no de cuando nos la hicieron.
Mi hermana me miró con los ojos que las dos habíamos heredado de nuestra madre cuando estaban vacíos de expresión.
– Deja de darle vueltas, Anne. Ya está bien, ¿vale? Tenemos las fotos. Salimos en ellas. Sales en ellas. La memoria es algo muy frágil. Si la gente no lo recuerda todo es por algo. No tenemos espacio suficiente en el cerebro para almacenar tanta basura.
– Sólo era un comentario. No me importaría almacenar algunas de estas cosas en el cerebro. Me acuerdo del día que Chris Howard me vomitó encima en el autobús cuando estábamos en segundo curso. Podría vivir perfectamente sin ese recuerdo.
Las dos nos reímos, pero me pareció una risa forzada. Ayudé a Patricia a organizar el material para el álbum hasta que me resultó obvio que, más que ayudar, entorpecía. No le hacía ninguna falta, de modo que me despedí con sendos abrazos de mis sobrinos y me fui. ¿Se acordarían ellos de las veces que los había llevado a tomar un helado o a jugar a Candyland? ¿O sus recuerdos terminarían difuminándose con el tiempo hasta desaparecer para poder dejar sitio a recuerdos más recientes?
No podía decirse que mi mente fuera una hoja en blanco. Recordaba el colegio y las visitas a la casa de mi abuela en Pittsburgh. Recordaba también la vista de los tres ríos en el punto en que se unían, la vista desde el funicular de Duquesne Incline, y no sólo porque la hubiera visto en fotos. Me acordaba de mis juguetes, mis programas de televisión y mis libros favoritos. Me acordaba de algunas cosas de antes de cumplir los diez… pero estaba todo bastante borroso. Tal vez Patricia tuviera razón y se debiera simplemente a una cuestión de falta de espacio en el cerebro.
Todo cambió el verano en que yo tenía diez años, Patricia, ocho, Mary, cuatro y Claire, dos. El teléfono nos despertaba en plena noche. Los gritos que hasta entonces oíamos tras la puerta del dormitorio comenzaron a estallar en mitad de la cena. Mi madre prorrumpía en lágrimas sin previo aviso, y yo me asustaba. Todo estaba cambiando, y con diez años era lo bastante mayor como para saber que las lágrimas de mi madre y las llamadas de teléfono estaban relacionadas, pero no sabía de qué manera exactamente. Lo único que sabía era que se suponía que no debíamos hablar de ello, de aquel «algo» misterioso que nos estaba separando. Había sido un verano horrible, eso lo recordaba con absoluta claridad.
Mi padre siempre estaba contento, pero se había convertido en una parodia del padre «divertido», un padre que se tiraba al suelo a jugar con sus hijas tanto si estas querían como si no; que traía a casa tarrinas de helado medio derretido porque se había parado por el camino a beber. Un padre que nos despertada el sábado al amanecer para ir a pescar o nos tenía levantadas hasta tarde cazando luciérnagas en el jardín. Siempre le había gustado beber, había pruebas fotográficas de ello. Pero durante aquel verano no había día en que no se le viera con su vaso de té helado en la mano mezclado en abundancia con el whisky de la botella que guardaba en el armario. Mary y Claire eran demasiado pequeñas para darse cuenta, pero Patricia y yo sabíamos contar. Cuantas más veces iba a la cocina, más bullicioso se volvía el comportamiento de nuestro padre y más silencioso el de nuestra madre.
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