Yo no quería salir en la barca con mi padre aquel día, pero no hubo forma de disuadirlo. No me gustaba pescar, ni colocar los gusanos en el anzuelo, ni aquella barca que se balanceaba de lado a lado. No me gustaba sentarme al sol que me abrasaba aquellos resquicios de piel que se me habían quedado sin tapar. Yo quería quedarme en casa leyendo mis libros de misterio de Nancy Drew, pero cuando mi padre despertaba, yo me levantaba, me vestía y me iba con él.

No le había contado a nadie lo del día que nos pilló aquella tormenta en la barca y mi padre estuvo a punto de hacer que volcáramos. Alex había sido el primero. Al igual que lo de ocultar las botellas debajo de la basura o lo de cerrar las puertas para amortiguar los gritos, era algo de lo que no se hablaba.

Dos días después del incidente en el lago, mi madre desapareció. Se fue a casa de la tía Kate, que se había puesto enferma, una misteriosa enfermedad de la que los adultos no querían hablar, y se llevó a Claire, demasiado pequeña para dejarla en casa. Al no tener colegio porque estábamos de vacaciones, y con mi padre al mando de la casa aparentemente, me tocaba a mí ocuparme de mis hermanas durante el día, mientras él estaba trabajando. Cuando echo la vista atrás, no puedo creer que mi madre nos dejara solas tanto tiempo, pero supongo que no tuvo opción. Aunque no nos dejó solas exactamente. Nos dejó con nuestro padre. Si yo le hubiera contado lo del incidente con la barca, tal vez no se habría ido. Pero yo no dije nada, ni entonces ni nunca, y ella nos dejó con nuestro padre, que jamás nos haría daño a propósito, pero a quien tampoco se le daba demasiado bien vigilar que no nos ocurriera nada malo.

Siempre estaba malhumorado, pero al no estar mi madre para atemperar su genio y apaciguarlo, se pasaba el día revolcándose en su miseria. Vivíamos en un mar de altibajos. Un día no paraba de hablar, nos ponía palomitas y patatas fritas para cenar y jugaba con nosotras durante un buen rato al Monopoly o al Cluedo, y al otro llegaba a casa, se encerraba a oscuras en su habitación con una botella llena y sólo salía cuando la vaciaba. Era como tener dos padres, cada uno en un extremo, pero aterradores en ambos casos.

Patricia me había preguntado para qué me molestaba en pensar en el pasado. Quería recordar las cosas buenas. Era como si mi vida hubiera empezado de verdad aquel verano, y todo lo que había hecho a partir de entonces, todas mis decisiones, buenas y malas, habían sido resultado de ello. Ahora mi vida estaba cambiando mientras yo permanecía en el centro de la espiral, buscando algo que no sabía qué era. Quería recordar momentos buenos para no pensar así en los malos, para que no pudieran afectarme; para poder dejar de tomar decisiones basadas en la sensación de que todo aquel en quien confiaba terminaría dejándome tirada en un momento u otro; para poder dejar de sentirme como si no mereciera que me ocurrieran cosas buenas; para poder dejar de soñar que me ahogaba.


No coincidí mucho con Alex durante los siguientes días. Su nuevo negocio, fuera lo que fuera, lo obligaba a salir de casa antes de que yo me levantara y a regresar, algunas veces, después que me hubiera acostado. Sabía que estaba en contacto con James, pero yo no le preguntaba. Era un tema delicado. Me daba la sensación de que había respuestas a preguntas que no quería hacer, aunque sabía que James quería responder.

Casi me había acostumbrado a pensar que tenía la casa para mí sola otra vez cuando Alex llegó una tarde y se sentó en la terraza a leer. Podría haber estado limpiando o haciendo cosas para la fiesta de aniversario de mis padres, que íbamos a celebrar en agosto, pero en su lugar había decidido tumbarme al sol ahora que aún no calentaba demasiado a leer mientras me tomaba una limonada.

– Hola.

Se detuvo junto al marco de la puerta un momento antes de salir a la terraza. Se había aflojado la corbata, pero, aun así, estaba muy elegante con el traje.

– Hola -contesté yo, haciéndome sombra en los ojos para mirarlo-. Hace mucho que no te veía.

Él se rió.

– He tenido muchas reuniones. Inversores.

– ¿En Sandusky? -pregunté yo, impresionada.

Él soltó otra carcajada mientras se quitaba la chaqueta. La camisa salmón que llevaba debajo apenas estaba arrugada, y lo envidié por ser hombre y no tener que preocuparse del pelo y el maquillaje para tener buen aspecto. Ni de las medias.

– No. En Cleveland. He estado yendo en coche hasta allí todos estos días.

Eso explicaba por qué apenas se había dejado ver por casa.

– He hecho limonada. Te puedo preparar algo de comer si quieres.

– Ya haces demasiado. No deberías hacer tantas cosas -dijo él, guiñando los ojos a causa del molesto sol.

– Ya, bueno es que no he podido encontrar un criado que me atienda.

Alex se desabrochó la camisa y se la sacó de la cinturilla del pantalón al tiempo que se quitaba los zapatos. Estaba aprendiendo cosas de él. como que le gustaba andar por la casa medio desnudo.

– Se me ocurre una idea -dijo quitándose los calcetines y agitando los dedos de los pies sobre la madera calentada por el sol-. Pon un anuncio en el Register: «Se busca un Don Limpio personal para casita junto al lago. Entre sus tareas se incluye limpiar ventanas, fregar suelos y hacer masajes de Shiatsu».

– Prefiero que no me los dé Don Limpio -contesté yo entre risas.

Se estiró con un gemido de cansancio, contorsionando la cintura hasta que su columna crujió como los cereales de arroz inflado cuando los echas en la leche.

– Está claro que nunca te han dado un buen masaje. Joder, qué tenso estoy. Me he acostumbrado a lo bueno en Singapur. Allí me daba un masaje a la semana.

– ¿Te los daban hombres grandotes, sin pelo, vestidos con camisetas blancas? -pregunté yo, observando cómo se estiraba y se contorsionaba, fascinada por las líneas de su cuerpo. Me preguntaba si se iba a quitar la camisa. Me preguntaba por qué habría de importarme.

– No. Me los daban unas mujeres menudas y preciosas con unas manos asombrosas… -movió las cejas arriba y abajo y a continuación dijo imitando una voz femenina-: Ah, señor Kennedy, ¿le apetece terminar bien el día?

Yo me tapé la boca, fingiendo estar escandalizada.

– Tú no harías algo así.

Su enigmática sonrisa no me reveló nada excepto que tal vez me estuviera mintiendo.

– ¿Tú no lo harías? -puso la mano en la barandilla y se estiró otra vez.

– Creo que no.

El hielo de mi limonada se me había derretido, restándole acidez pero manteniéndola fría. Di un sorbo, no porque tuviera sed, sino por la súbita necesidad de hacer algo con las manos.

– Pero sí estarías dispuesta a contratar a un criado para que hiciera la colada y limpiara los cuartos de baño. Interesante -se sacudió como hacen los perros al salir del agua-. Joder, me duele de verdad. ¿Te importaría masajearme un poco la espalda?

Mientras lo decía ya estaba sentándose a los pies de mi tumbona y quitándose la camisa.

– ¿Alguna vez te dice alguien que no? -pregunté yo, dejando en el suelo mi vaso.

Él se giró y me miró por encima de su hombro.

– No.

Abrí y cerré los puños varias veces seguidas para estirar los dedos y a continuación los extendí por encima de sus omóplatos. No me hacía falta tocarlo para sentirlo.

Alex seguía mirándome. Yo no tenía motivos para hacer lo que me pedía, pero él se comportaba como si yo no pudiera negarme. Y tal vez no podía.

El sol le había calentado la piel. Mis dedos estaban fríos de sostener el vaso de limonada. Soltó el aire entre los labios como si fuera un silbido cuando por fin lo toqué, aunque no creo que se debiera al frío.

– Tienes unos nudos del tamaño de pelotas de tenis -señalé mientras los masajeaba uno a uno.

– Eso me han dicho -replicó Alex, y los dos nos echamos a reír.

– Eres un guarro -le dije hundiendo los dedos en los tensos músculos.

Alex dejó escapar un gemido largo y muy bajito.

– Eso también me lo han dicho. Joder, qué gusto.

– A James le duele la espalda con mucha frecuencia.

Volvió a gemir y bajó la cabeza para que pudiera trabajarle el cuello.

– Justo ahí. Así… qué bien.

Yo me puse más cerca, una de mis rodillas a cada lado de sus caderas. Desde allí podía captar su aroma. A sol. A flores. Algo exótico. Me incliné sobre él mientras masajeaba e inspiré con los ojos cerrados.

– ¡Hola!

El tonillo que tan bien conocía me hizo apretar la mandíbula y los dedos de forma inmediata. Alex gritó cuando le clavé los dedos. Los dos levantamos la vista justo cuando mi suegra aparecía en la puerta de la cocina.

Se quedó mirando la escena. La valoró, la sopesó y, finalmente, nos declaró culpables en el tiempo que tardaba en quitar las manos de los hombros de Alex. Éste se levantó con toda la calma del mundo, girando el cuello hacia un hombro y después hacia el otro, y estirando la espalda de nuevo.

– Gracias, Anne -dijo-. Hola, señora Kinney.

– Alex -respondió ella tras lo cual dejó caer su acusadora mirada sobre mí-. Anne. Debería haber llamado antes de venir.

«¿Por qué empezar ahora?», me dieron ganas de decirle, pero me contuve.

– No seas boba, Evelyn. ¿Te apetece un poco de limonada?

– No, creo que no -respondió ella mirando a Alex, que parecía decidido a llamar la atención de mi suegra con todos sus movimientos. Se acomodó en otra tumbona y levantó hacia ella su vaso de limonada con una mueca burlona-. Sólo me he acercado a dejarte estas revistas.

Una vez leí en alguna parte que no se debe decir que no a algo que te dan gratis, aunque no lo quieras, no vaya a ser que no vuelvan a ofrecerte nada y pierdas la oportunidad de encontrar algo que verdaderamente deseas. Yo no quería para nada las revistas usadas que la señora Kinney me traía después de leerlas ella, como tampoco quería los marcos de fotos que me regalaba ni los jerséis que me compraba para sustituir a los viejos. Pero me levanté con una sonrisa.

– Te lo agradezco mucho. Siempre vienen bien los trucos de decoración y cuidado del jardín.

Alex se burló entre dientes, lo que le valió una agria mirada por parte de mi suegra, esa mirada que se guardaba para mí aunque suavizada.

– Te las he dejado en la mesa de la cocina.

– Gracias -contesté yo sin hacer ademán de entrar en la cocina y charlar efusivamente sobre las revistas, pese a que yo sabía que eso era precisamente lo que ella esperaba que hiciera. Era consciente de que cuanto más deseaba algo mi suegra, más perverso placer encontraba yo en fingir que no me daba cuenta. Ella no era sutil. Y yo no soy tonta. Se trataba de una lucha de poder revestida de buenas maneras-. James no llegará hasta más tarde. ¿Te apetece quedarte a esperar o…?

Dejé la frase sin terminar esperando a que lo hiciera ella. Estoy segura de que quería que yo le pidiera que se quedase, que se sentara a tomar un café y a charlar un rato, y en el pasado es lo que habría hecho. Pero no iba a invitarla a quedarse esta vez. Habría sido mentir.

Creo que se habría quedado de no haber estado allí Alex, tendido en la tumbona con los ojos cerrados. Pero frunció los labios y negó con la cabeza.

– No. Ya vendré en otro momento.

– Como quieras -dije yo sin levantarme a acompañarla a la salida, aunque sospechaba que también esperaba eso de mí.

La señora Kinney decía siempre que con la familia no había que comportarse como si fueran invitados, una excusa para entrar en mi casa como Pedro por su casa. Pero ella quería en realidad ambas cosas. No quería ser tratada como una invitada cualquiera, pero sí quería que la acompañara a la puerta cuando se iba. Eso le proporcionaría la oportunidad de cotillear sobre Alex. Lo sabía porque al principio de casarnos, Evelyn me había sorprendido con esta táctica de «divide y vencerás». Ella se levantaba para irse y yo la acompañaba a la puerta. Separadas del grupo, o simplemente lejos de los oídos de James, yo quedaba desprotegida ante sus intentos de sonsacarme algo o de cotillear. Había aprendido bien la lección. Y no fingiré que no me proporcionaba una leve satisfacción contrariarla. Si quería quejarse por nuestro invitado, tendría que encontrar a otra a quien irle con el cuento.

Alex esperó a que el rumor del motor de su coche se hubo desvanecido antes de sentarse y mirarme. Aplaudió una vez. Dos. Tres veces.

– Bravo.

– ¿Perdona? -dije yo volviéndome hacia él.

– La has manejado de forma brillante. Bravo.

– No la he manejado -objeté yo.

Alex negó con la cabeza.

– No, no, no. No seas modesta. Evelyn es un hueso duro de roer. Has estado perfecta.

Siempre desconfío cuando alguien me elogia por haber sabido capear el temporal.

– ¿De veras?

– No te has mostrado grosera, pero sí firme. No has permitido que te manipulara ni le has dado lo que quería.