– ¿Que era…? -insté yo apurando mi limonada. Ya no estaba fría ni acida, y me quedé con sed.

– Vete tú a saber. Pero estaba claro que se ha ido sin ello.

Reírse no estaba bien, pero lo hice.

– La conoces muy bien.

– La conocí hace tiempo y me parece que no ha cambiado.

– Tiene gracia. Es lo mismo que me dijo Molly sobre ti.

– No me digas.

Esperaba que me lanzara un guiño irónico, pero lo que vi fue un relámpago de decepción en sus ojos, que desapareció tan deprisa que creí que lo había imaginado.

– Cuéntame como eran las cosas. Cómo era James cuando era jovencito.

– ¿Jamie? Muy parecido a como es ahora. Un buen tipo.

Cambió la tumbona de posición para poder sentarse y mirarme. Ahuecó los dedos de los pies en torno a las tiras de plástico entrelazadas del asiento.

– Es lo mismo que me dijo él de ti.

– Pues uno de los dos se equivoca.

Habría sido amable por mi parte discutírselo.

– He oído que te ponías lápiz de ojos.

– Aún lo hago a veces.

– No le gustas a Evelyn.

– El sentimiento es mutuo, te lo aseguro.

Nuevo destello de decepción.

Esperé a que me dijera por qué. Desde mi asiento, sus ojos parecían grandes y oscuros. «Cristalinos», pensé, dado que el significado de «lánguido» había perdido fuerza de tanto pensar en el término para describirlo. Luminosos también. La mirada de Alex poseía un brillo que no parecía estar relacionado con la luz externa.

– Anne.

– Sí, Alex.

– ¿Tienes hambre?

Hice una pausa al oírlo.

– Un poco. ¿Por qué?

Entonces sonrió. La mirada. El calor.

– Porque me estabas mirando como si quisieras comerme con una cuchara.

Rompí a reír a carcajadas y volví la cabeza para tratar de evitar que la verdad de su afirmación asomara a mis ojos igual que había asomado a los suyos.

Él no se rió, se limitó a acomodarse en la tumbona, estirando los brazos por encima de la cabeza. Me imaginé a horcajadas sobre él, inclinándome a lamer la suave curva de su brazo y su hombro.

– Voy a por más limonada -dije y me metí en la cocina.

Capítulo 6

La consulta de mi medico era un canto a la fecundidad. Fotos de bebés y embarazadas sonrientes colgaban de todas las paredes, y los revisteros rebosaban de publicaciones que llevaban por título algo relacionado con las palabras «padres» y «familia». Yo aguardaba en la sala de espera tapándome el vientre con el bolso para protegerlo de las miradas curiosas de las otras mujeres, la mayoría de ellas mostrando orgullosas sus vientres abultados. Había varias con niños, pequeños seres humanos que corrían de aquí para allá y lloraban sin provocación alguna. Me parecían preciosos y odiosos a un tiempo.

– ¿Señora Kinney?

Levanté la vista. Habían pasado ya seis años y todavía me sorprendía cuando alguien me llamaba por mi nombre de casada, independientemente de lo que dijera mi permiso de conducir. La enfermera sonrió y me hizo un gesto.

– Puede pasar ya.

Recogí mis cosas y la seguí por el pasillo en dirección a la sala de la doctora Heinz, pintada de un color muy luminoso. Las paredes estaban llenas de fotos de bebés. Las revistas eran más antiguas. Me desvestí siguiendo las indicaciones de la enfermera y me acomodé en la camilla, cubierta con una sábana de papel desechable, donde me cubrió con un camisón. Tenía los pies fríos.

Me dio tiempo a pensar en muchas cosas mientras esperaba. Tuve tiempo de sobra para observar los tarros llenos de espátulas de madera para bajar la lengua y examinar la garganta y bolitas de algodón, para sopesar la mesita con su exposición de instrumentos afilados y relucientes que parecían aparatos de tortura. Frente a mí tenía una gran lámina con los signos de las enfermedades de transmisión sexual más habituales. Supurantes partes pudendas me miraban fijamente. La llamada con los nudillos a la puerta que anunciaba la llegada de mi medico me salvó de una sobrecarga de ampollas y pus.

Me caía bien la doctora Heinz porque tenía treinta y pocos años, como yo, y una actitud hacia el sexo, la maternidad y los métodos anticonceptivos franca y estimulante, jamás crítica. Si hubiera sido mi médico cuando era más joven, tal vez habría tomado decisiones muy distintas. Claro que de aquello hacía ya mucho tiempo, y no tenía sentido preguntarse qué hubiera pasado si las cosas hubieran sido de otra forma.

– ¿Cómo te encuentras, Anne?

La doctora Heinz llevaba la bata de laboratorio que solían llevar los médicos, pero, debajo, su ropa era una mezcla de dibujos y colores que bien le valdrían la detención por parte de la policía de la moda.

– Bien -contesté yo incorporándome un poco, consciente de que bajo el camisón de papel estaba totalmente desnuda.

– Bien, me alegro.

La doctora se movía por la sala preparando los guantes de látex, lubricante y los instrumentos mientras comentaba conmigo mi historia médica. Cuando por fin se sentó en su taburete giratorio delante de mis piernas abiertas, el rostro a la altura de mis genitales, me recosté en la camilla y me quedé mirando el techo.

– ¿Algo nuevo? -preguntó antes de ponerse manos a la obra.

– No.

Inspiré profundamente y me preparé para la invasión. La doctora maniobraba con suavidad, pero eso no quería decir que no fuera concienzuda. Me concentré en relajar los músculos. Era buena en su trabajo. Esperó a que soltara el aire antes de introducir los dedos en mi vagina.

– ¿Cómo va lo del dolor?

Yo hice una mueca.

– Va… mejor.

Sacó los dedos.

– ¿Mucho mejor o sólo un poco mejor?

– La verdad es que mucho mejor -contesté, tensándome de nuevo a la espera de oír el clic del espéculo metálico.

– ¿Te duele cuando mantienes relaciones?

– No -noté el frío del metal en mi interior.

Una vez, después de ir a Urgencias para que le curaran una perforación que había sufrido en un lugar tan embarazoso como es el trasero, James se había quejado de la humillación que había sentido al dejar que un desconocido accediera a la parte más íntima de su cuerpo. «Ni siquiera me invitó a desayunar», dijo en broma, y yo me reí aunque no pude menos que poner los ojos en blanco ante lo que él consideraba una humillación. Los exámenes de próstata tal vez consigan que un hombre se haga una idea de lo que tiene que soportar una mujer con las revisiones ginecológicas anuales y la experiencia del parto y la lactancia. Tal vez.

– Sólo será un pequeño raspado.

No era tanto el dolor en sí del raspado como el hecho de esperar que sucediera lo que me hizo soltar el aire en un chorro brusco entre los labios. Al momento me sentí avergonzada, como si hubiera gritado en voz alta. La doctora me dio una tierna palmadita en un pie mientras echaba la muestra en una bolsa de plástico para enviarla al laboratorio.

– ¿Cómo van tus reglas? La mano por encima de la cabeza, por favor.

Siempre me entraban ganas de reír cuando me exploraba los senos para comprobar que no había bultos, no porque me hiciera cosquillas, sino porque me sentía ridícula: los dedos enguantados en látex masajeándome la piel mientras la sábana de papel crujía bajo mi cuerpo. Soltar una carcajada tal vez sirviera para aliviar un poco la tensión, pero siempre conseguía retenerla.

– Siguen siendo irregulares, pero ya no son tan dolorosas. Se me pasa con un baño caliente y un ibuprofeno.

La doctora sonrió.

– Me alegra oírlo. Ya puedes incorporarte.

El resto del reconocimiento se desarrolló con bastante celeridad. Corazón, pulmones o lo que fuera que hacía cuando me palpaba la espalda. Terminado el reconocimiento físico, salió de la sala para dejar que me vistiera con intimidad, y regresó a los pocos minutos con una carpeta y una sonrisa cordial.

– Veamos -comenzó-. Ya no sientes dolor cuando tienes relaciones, lo cual es fantástico. Las reglas van mejor, pero siguen siendo irregulares. Eso podría ser un efecto secundario de las inyecciones anticonceptivas, pero como ya hemos hablado -revisó sus apuntes-, siempre has tenido reglas irregulares, incluso falta de regla en ocasiones. Eso también es típico de la endometriosis. Pero aparte del trastorno evidente, ¿te preocupa por alguna otra razón?

Yo negué con la cabeza.

– No. Me gustaría que fueran más predecibles, pero aparte de eso, nada.

La doctora tomó nota de mi respuesta en la historia y me miró.

– ¿Alguna pregunta, Anne? ¿Algo sobre el tratamiento para la endometriosis, cómo manejar el dolor, las inyecciones? ¿El significado de la vida? ¿Cómo preparar un redondo de ternera?

Me reí.

– No, gracias. Creo que sé preparar un redondo decente.

Hizo el gesto de limpiarse el sudor de la frente.

– Buf, menos mal. Temía que fueras a preguntarme por el significado de la vida y habría tenido que inventarme algo sobre la marcha.

– No -vacilé. Tenía en la punta de la lengua las preguntas que sabía debería hacerle, pero al final no dije nada-. Gracias, doctora Heinz.

– De nada -respondió con una sonrisa-. Y para terminar, la inyección.

Aquello no dolía. No si lo comparábamos con un parto, pensé, mientras me pasaba un algodón con alcohol por la zona y después me inyectaba el cóctel químico que evitaría que el esperma de James conquistara mis óvulos en los siguientes tres meses. El pinchazo no sangró siquiera. Me despedí de mi médico y atravesé la sala de espera rebosante de barrigas florecientes en dirección a la salida.

Junio es un mes precioso. El sol brilla, pero no quema con la intensidad de julio ni es tan agobiante como en agosto. Los jardines florecen. La gente se casa. Empiezan las vacaciones escolares. Todo parece dispuesto a emprender una nueva vida, un nuevo comienzo.

Yo había tenido la oportunidad de emprender un nuevo comienzo en la consulta de la doctora Heinz. No la había aprovechado. Al contrario, tenía tres meses más para decidir si quería tener un hijo. Otros tres meses mintiendo a mi marido.

James había sido paciente y comprensivo con mi enfermedad, que causaba períodos y coitos dolorosos. Me llevaba las medicinas y me sostenía la mano cuando los ovarios me dolían tanto que no paraba de sudar. Había sido él quien me había dicho que los dolores que soportaba no eran simples dolores menstruales. Llevaba tanto tiempo sufriéndolos que me había convencido de que eran normales. No me parecía nada excepcional teniendo en cuenta que vengo de una familia donde otras cuatro mujeres se quejaban de sus reglas. James me había convencido de que debía contarle a mi médico que los dolores eran cada vez peores.

Había sido un alivio descubrir que había remedios, que mis dolores no eran un castigo por pecados pasados, tal como yo me había convencido. Muchas mujeres sufrían los mismos dolores, incluso peores. Yo era afortunada. Una intervención menor que no requería hospitalización y el tratamiento me habían cambiado la vida. Me sentía mejor que en mucho tiempo.

Era un buen momento para tener un hijo. James tenía un buen trabajo. Mi carrera se había detenido en seco, una situación que podría rectificar si quisiera… ¿pero para qué volver a trabajar si iba a tener un hijo unos meses después? Era el momento idóneo. Podía ser el ama de casa y madre que nunca había soñado ser.

Parecía como si todas las piezas hubieran encajado en su sitio. Perfecto. Si me preguntaran, respondería que yo no quería mentir a James respecto a nada, y menos aún respecto a nuestra decisión de tener hijos. Eso habría sido otra mentira. El hecho era que si de verdad no quisiera mentirle, no lo estaría haciendo. Le habría dicho la verdad. Que seguía con las inyecciones anticonceptivas. Que no estaba segura de querer tener hijos.

Que no estaba segura de poder.

Aunque la endometriosis puede contribuir a ello no tiene por qué conllevar obligatoriamente infertilidad. Como tampoco el hecho de haber tenido un aborto. En mi caso se daban ambas condiciones, aunque James sólo sabía lo de la endometriosis.

No estaba segura de no poder concebir, pero me aterraba comprobarlo. Como mujer me correspondía el derecho a elegir no tener un hijo. Elegir tenerlo dependía del capricho de un poder superior, y no estaba segura de que mi comportamiento no hubiera enfadado a Dios hasta el punto de que éste hubiera decidido no darme la oportunidad de procrear.

Tenía la intención de irme directa a casa al salir de la consulta puesto que tenía ropa que doblar y también me esperaba el aspirador y la fregona. Además, tenía que arrancar malas hierbas del jardín y ocuparme de pagar algunas facturas.

Sin olvidar que tenía un invitado en casa.

James y Alex se habían quedado levantados hasta tarde la noche anterior. El rumor de su risa me había sacado de mi sueño alguna que otra vez. James se había acostado cuando los pájaros empezaban a trinar y el sol casi despuntaba, esa hora a la que aún es posible convencer a tu cuerpo de que no llevas levantado toda la noche. Olía a cerveza y a humo de cigarrillo, una combinación que podría haberse mejorado mucho con un uso concienzudo de agua y jabón. Me había despertado con sus ronquidos y ya no había vuelto a dormirme.