Sin embargo, a pesar de haberse acostado tan tarde, se había levantado a la hora de siempre para irse al trabajo. La casa estaba en completo silencio cuando salí para ir al medico. La puerta del dormitorio de Alex estaba cerrada y no se oía ruido dentro.

Alex no era mi amigo, pero James no se habría molestado en dejar café recién hecho y toallas y sábanas limpias. No había llegado al extremo de ofrecerme a hacerle la colada, pero sí le había dejado instrucciones sobre cómo utilizar a la diva de mi lavadora y dónde estaba el detergente. Había hecho lo que toda buena anfitriona haría. Hasta tenía la intención de parar en el mercado de camino a casa y comprar unos filetes y unas mazorcas para prepararlos a la brasa para cenar. Dediqué todo el día a hacer recados con el único objetivo de mantenerme lejos de la casa todo el día, evitar ir a casa sin tratar de convencerme de que no era eso.

Habíamos tenido invitados en casa muchas veces. Aunque la nuestra era más pequeña que muchas de las casas que bordeaban la carretera de Cedar Point, disponíamos de tres dormitorios y un sótano convertido en salón que podía hacer las veces de dormitorio en caso de necesidad. Y lo más importante, disponíamos de vistas al lago, una pequeña sección de playa de arena sucia y un barquito de vela. Además, estábamos a pocos minutos en coche de Cedar Point. A James y a mí nos gustaba hacer bromas sobre cómo nuestra popularidad aumentaba exponencialmente en verano, cuando nuestros amigos venían a pasar unos días y aprovechaban para hacer alguna de las muchas actividades para turistas disponibles en la zona del condado de Erie.

La diferencia con la situación actual era que los amigos siempre habían sido de los dos, no sólo de James. Y yo trabajaba por entonces a jornada completa. Sobrellevar la presencia de invitados resulta mucho más sencillo cuando el contacto con ellos se limita a unas pocas horas después de trabajar. Esperaba que Alex hubiera tenido que ir a otra de esas reuniones que duraban todo el día, pero no estaba segura de que lo hubiera hecho.

El hecho puro y duro era que no sabía qué pensar de él. No se trataba de algo que hubiera dicho o hecho, sino más bien lo que no decía. O no hacía. Se había asomado al borde y había reculado. Para mí no era un problema que flirteara conmigo, podía manejarlo, pero aquello era diferente. Era algo más. Sólo que no sabía qué.

Me obligué a pasar el rato comprando mobiliario de terraza que no necesitábamos y que yo no quería. Comprobé la comodidad de unas sillas de bambú y la resistencia de las mesas que vendían a juego. Eché un vistazo a utensilios para barbacoa, nuevos y relucientes, con sus cajas para transporte. Me dije que no me importaba que James hubiera abierto las puertas de nuestra casa a Alex Kennedy, pero eso era otra mentira; me había percatado esa misma mañana al tener que pensármelo dos veces antes de entrar en la cocina en camisón.

– ¡Hola! ¡Soy Chip! ¡Veo que está mirando nuestro juego de muebles Exotica!

Semejante chorreo de exclamaciones salió de los labios del joven e inexperto vendedor, que se lanzó sobre mí en picado mientras curioseaba alrededor de un caro juego de muebles de teca, demasiado grandes para nuestra terraza en realidad. Vi el símbolo del dólar reflejado en sus ojos cuando me tendió la mano para presentarse. Sin darme tiempo a negarme, empezó a recitar de un tirón las bondades del mobiliario, su resistencia a las termitas entre ellas.

– No creo que las termitas sean un problema -dije.

– ¡Además son resistentes a las inclemencias del clima! ¡Y menudo clima tienen por aquí…! -estuvo a punto de darme un codazo. Me recordaba a Erie Idle, de los Monthy Python, y su costumbre de guiñar el ojo y dar con el codo, como diciendo: «Ya sabes a que me refiero». Me eche a reír. Chip me imitó-. Tengo razón, ¿verdad?

– Tenemos un clima desapacible, pero…

– Pues estos muebles soportan todo lo que la madre Naturaleza les eche. ¿Tiene un jardín grande?

– En realidad no. Es un jardín más bien pequeño.

– Ya -los símbolos de dólar perdieron brillo.

Me sentí mal por él. En ningún momento había tratado de llevarlo a pensar que verdaderamente estaba dispuesta a comprar una mesa y unas sillas escandalosamente caras. Me sentía obligada a seguir hablando.

– Es una casa que da al lago, así que tenemos muchas piedras y arena.

– ¡Vaya!

¡Bingo! Aquello era lo que Chip necesitaba oír. En su cabeza, casa frente al lago equivalía aparentemente a una venta importante. Yo sólo lo había dicho como excusa para remolonear por allí un poco más. Me sentía tan mal que dejé que me hiciera una descripción detallada de casi todos los muebles del establecimiento. Al final me convenció para que me llevara un columpio y un juego de utensilios para la barbacoa, cosas que no necesitaba.

Escapé de la tienda con el trino alegre de Chip en los oídos diciéndome adiós y me reñí mentalmente. A James no le importaría que me hubiera gastado el dinero. Seguro que estaba encantado con el columpio y los utensilios nuevos. Las cosas nuevas lo hacían feliz. Mi auto flagelación se debía al hecho de haberme dejado convencer para comprar algo que no quería y no necesitaba simplemente porque me sentía culpable por haber decepcionado al vendedor.

¡Un total desconocido! ¡Un hombre al que no iba a volver a ver en mi vida! Me daban ganas de abofetearme. Me daban ganas de entrar de nuevo y anular el pedido, pero entonces vi por la ventana a Chip haciendo una especie de danza de la victoria con sus compañeros por haber realizado la venta. Así que me metí en el coche con un profundo suspiro.

Lo peor de todo era que la excursión de tiendas había agotado mi energía para seguir evitando regresar a casa. Resignada, paré en Kroger y gasté más dinero, esta vez en artículos que sí quería y necesitaba. Vacilé un momento en el pasillo de las bebidas, aquél al que nunca iba. En esta ocasión, y en honor a nuestro invitado, compré una botella del Merlot que le gustaba a James. Tras pensarlo un poco más, eché al carro un paquete de seis de cerveza tostada. A juzgar por cómo olía James la noche anterior, se habían acabado las cervezas del frigorífico del sótano. No vendría mal reponerlas. Un paquete de seis latas no eran tantas cervezas.

Seguí con la mirada las hileras de botellas con sus etiquetas de colores. Dibujos de piratas y atractivas camareras de taberna, mares de color azul. Aquellas botellas hablaban de evasión. Susurraban posibilidades de sexo. Proclamaban diversión. Una fiesta no es una fiesta sin Bacardi.

Bueno, no puede decirse que estuviera planeando una fiesta, más bien una cena para tres. Bastaría con cerveza y vino. Les di la espalda a las botellas y su canto de sirenas, y me dirigí hacia casa.


Alex había salido y regresado mientras yo estaba fuera. Me pareció que su coche, que vi cuando salía aparcado de forma oblicua junto al garaje, estaba un poco más recto cuando llegué. Yo metí el coche en el sendero de entrada para acercarme todo lo posible a la puerta, agarré las dos bolsas de comida y entré en la cocina por la puerta lateral.

Me detuve en la puerta, sintiéndome como una intrusa en mi propia casa. Sonaba una música suave en el salón. Una vela grande en tarro, que me había regalado la madre de James y se había quedado guardada durante meses en un armario, ardía en la mesa situada junto a los ventanales que daban al lago Eric. Me encontré varias ollas burbujeantes sobre los fogones y una selección de aperitivos, galletas, queso, verduras y salsas desplegada en la isla central.

Alex se volvió con una cuchara en la mano cuando entré. Llevaba unos vaqueros desgastados muy bajos de cintura con una camisa de vestir. Desabrochada. No llevaba zapatos. Los pies descalzos le asomaban por debajo de los bajos deshilachados. Tenía el pelo húmedo, como si acabara de salir de la ducha y se hubiera pasado la mano. Era del color de una suntuosa madera que no sabría decir, del tono del escritorio barnizado del despacho de algún ejecutivo. Un tono castaño cobrizo con mechones más oscuros y más claros.

– Anne -dijo al ver que yo no decía nada al cabo de unos minutos, tan sólo miraba boquiabierta-. ¿Necesitas ayuda?

Miré las bolsas que llevaba en los brazos.

– Sí, por favor. Hay más en el coche.

Dejó la cuchara sobre un utensilio de metal que tenía para posar las cucharas y no manchar la encimera. A mí siempre se me olvidaba usarlo, dejaba las cucharas en cualquier parte sin importarme si manchaba la encimera o no. Después tiró del paño de cocina que llevaba en el hombro y se limpió las manos.

– Iré a por las del coche. Venga, entra. Tómate un vino.

Pasó junto a mí sin darme opción a responder más que con un breve asentimiento. Dejé las bolsas encima de la mesa de la cocina. Alex había encontrado las copas de vino que alguien nos compró como regalo de boda, y un líquido de color rubí resplandecía en dos de ellas.

Miré lo que estaba cocinando. En una olla se cocían a fuego lento cebollas y champiñones en una salsa que olía a ajo, mantequilla y vino. Husmeé bajo la tapa de otra de las ollas. Arroz. Mazorcas de maíz al vapor en una tercera. Por la ventana que daba a la terraza vi que la barbacoa estaba encendida y salía humo. Inspiré profundamente. Todo olía a las mil maravillas.

– Veo que has estado ocupado -comenté cuando entró en la cocina cargado con el doble de bolsas de las que había metido yo.

– Qué va -contestó él, dejando las bolsas encima de la mesa. Al levantar la vista, el pelo, ya más seco, le acariciaba la nuca, las orejas y algún que otro mechón le caía sobre las cejas. Levantó las dos copas de vino y se acercó a mí tendiéndome una de ellas-. Era lo menos que podía hacer. Preparar la cena.

Acepté la copa de forma automática, como hace la gente cuando les ofrecen algo.

– No tenías por qué.

La sonrisa que me dedicó me caldeó de los pies a la cabeza, e inclinándose ligeramente sobre mí, dijo:

– Ya lo sé.

– Huele fenomenal -debería haber retrocedido un paso, pero no quería que pareciera tan obvio-. ¿Has encontrado todo lo que necesitabas?

– Si -dio un sorbo y miró alrededor de la cocina-. Madre mía, sí que ha cambiado la ciudad. He salido a comprar al supermercado y me he perdido.

Antes de que pudiera decir nada, su mirada regresó al punto de partida, y se clavó en mí.

– Jamás se me habría ocurrido que hubiera sitio en la vieja Sandusky para un mercado con productos para gourmets -añadió.

– Supongo que todo depende de lo que se consideren productos para gourmets.

Dios mío, qué sonrisa. Aquella lánguida y perezosa sonrisa que prometía horas de placer. ¿Cuántas mujeres habrían separado las piernas para él gracias a aquella sonrisa?

– ¿Tu nivel de exigencia es alto, Anne? -dio otro sorbo y miró mi copa-. ¿No te gusta el vino tinto? He traído rosado también.

– No, no. Está bien éste. Es que no bebo vino…

– No bebo… vino -dijo marcando exageradamente la «V» de vino imitando el acento de Drácula-. ¿Es que eres un vampiro?

Yo me reí al tiempo que sacudía la cabeza.

– No, no. Es que no bebo vino, eso es todo.

– ¿Te apetece mejor una cerveza? He traído una caja de negra y tostada. Deja que te diga algo, Anne. Me gustaban muchas cosas de Singapur, pero nada, repito, nada, como los establecimientos de venta directa de cerveza de Ohio.

– No, gracias -negué nuevamente con la cabeza.

Extendió el brazo para abrir una de las bolsas de Kroger.

– Tú también has comprado vino y cerveza -me miró con gesto interrogativo enarcando suavemente una ceja-. ¿No quieres de ninguna de las dos cosas?

Tercera negativa.

– No. No bebo.

Alex apuró su copa con un largo y lento sorbo, y dejó la copa en la encimera.

– Interesante.

Un tanto cohibida, dejé mi copa junto al fregadero. No me veía capaz de echarlo por el desagüe.

– No tiene nada de interesante.

La tapa de la olla donde se cocinaban los champiñones y las cebollas se puso a repiquetear sobre la olla cuando el vapor empezó a buscar una salida. Alex se movió. Yo me moví. La cocina, al igual que el resto de la casa no era grande. El viejo dicho que hace referencia a cuando hay demasiados cocineros en una cocina tenía todo el sentido dentro de la mía, pero no porque fueran a estropear el cocido. Simple y llanamente no había espacio suficiente para más de una persona delante de los fogones. Nos movimos con gestos torpes, él alargando la mano para levantar la tapa de la olla y yo intentando quitarme de en medio. Los faldones de su camisa abierta ondearon como una bandera rozándome cuando estiró el brazo. Levantó un poco la tapa y apagó el fuego. Su otra mano aterrizó sobre la parte baja de mi espalda, pero no fue ni para empujar ni para acariciar, más bien para servir de soporte.