El contacto fue muy breve. Retiró la mano sin que me diera tiempo a sentirla casi. Entonces se giró hacia mí.

– Espero que tengas hambre.

El ruido de mi estómago contestó por mí.

– Estoy muerta de hambre.

– Me alegro.

Nos quedamos mirándonos. Alex levantó una de las comisuras de sus labios. No estaba segura de que me gustara que me mirara de aquella forma. No estaba segura de que no me gustara tampoco.

– Se te da muy bien la cocina -comenté yo mirando hacia los fogones primero y de nuevo a él.

Alex se puso una mano en el corazón y me dedicó una pequeña inclinación de cabeza que lo acercó a mí lo bastante como para oler su colonia. Era la misma que llevaba el día anterior, algo especiado y exótico. Masculino y floral al mismo tiempo. Me miró desde detrás del flequillo, sonriendo. Una sonrisa devastadora. Encantadora. Y lo sabía.

– La vida de soltero no se reduce a pizza y cerveza. Por lo menos no se reduce a pizza. Cuando no tienes a nadie que cocine para ti, aprendes.

Saqué los alimentos perecederos de las bolsas y los metí en el frigorífico y el congelador respectivamente. Alex se mantuvo al margen para no molestar, pero sentía su mirada encima de mí.

– A lo mejor podrías darle alguna pista a James.

– Jamie no ha tenido que hacerlo nunca, eso es todo. Siempre ha tenido a alguien que le hiciera las cosas. Una madre y dos hermanas mayores pendientes todo el día de él. Y ahora, una esposa.

Me giré para mirarlo.

– Sí.

– Ahora tú cuidas de él -sonrió de oreja a oreja.

No podría decidir si me estaba haciendo un cumplido o me estaba insultando.

– Nos cuidamos mutuamente.

Alex se acercó a los fogones y removió un poco los champiñones y las cebollas.

– El pobre Alex no tiene a nadie que cuide de él. Así que tuve que aprender a cocinar para no tener que cenar comida para llevar todas las noches.

Aspiré el delicioso aroma de lo que estaba cocinando.

– Estoy impresionada.

– Entonces mi malvado plan ha funcionado -dijo él, lanzando una risa de personaje malvado de dibujos animados.

Lo gracioso era que no podía estar segura de que lo dijera de broma. Sin embargo, no me dio oportunidad de pensar en ello. Alex recuperó la postura, me puso la mano en el hombro y me condujo hasta la terraza. Allí me instó a sentarme en una de las cómodas tumbonas y a poner los pies en alto. Yo me reí, un tanto sonrojada ante sus atenciones, pero él se limitó a sonreír.

– Soy un agente que proporciona servicios integrales -me dijo-. Tú siéntate. Te traeré algo de beber que sí bebas.

Echó los filetes en la barbacoa y se metió en la cocina. Regresó al momento con un vaso de té helado y la fuente con las galletas saladas y el queso, y la posó en la mesita situada junto a mi tumbona.

– Podría acostumbrarme a todos estos cuidados -acepté el vaso que me daba. Aún faltaba un rato para el atardecer, pero la brisa del lago era fría. Sería una buena noche para encender nuestra estufa de barro con forma de carpa.

Tras echar un vistazo a la carne y apagar el fuego, Alex se tumbó en la otra tumbona, frente a mí, una pierna larga y esbelta cruzada sobre la otra. La camisa se le abrió, dejando a la vista su torso y su abdomen. No comprendía cómo podía llevar los vaqueros tan bajos, pero no me disgustaba que lo hiciera.

– ¿Te importa que fume?

No me importaba el olor del tabaco, pero respondí encogiéndome de hombros.

– Adelante.

Mis padres fumaban desde siempre. Llevaban el olor a cigarrillos pegado a la ropa, el pelo, la piel, el aliento. En Alex sólo había percibido el aroma de su colonia y el del ajo, la mantequilla y el vino de la salsa.

Lo encendió y dio una intensa calada, que retuvo dentro de los pulmones antes de dejarla escapar lentamente por la nariz en forma de dos columnas gemelas. Yo lo observaba, admirando su talento. Que yo no hubiera adquirido el hábito de fumar no significaba que no pudiera apreciar lo sexy que podía estar un hombre mientras fumaba.

– ¿Cómo dices? -me había hecho una pregunta.

– He dicho que a qué hora suele llegar nuestro querido Jamie. Los filetes y todo lo demás está listo.

Miré la hora.

– Suele llegar en torno a las seis. A veces más tarde, si tiene lío en el trabajo.

Alex compuso una «O» con los labios.

– Conque lío, ¿eh?

La forma en que lo dijo me hizo reír. Parecía que no podía dejar de hacerlo cuando estaba con él. Alex no se rió, tan sólo arqueó los labios en su habitual sonrisa.

Tenía el vaso a medio camino de la boca cuando me di cuenta bruscamente de algo. La sonrisa de Alex, aquel peculiar gesto de satisfacción. Era la sonrisa que James ponía cuando trataba de ser sexy. Se diferenciaba de su sonrisa normal como el día y la noche, y siempre me daba la sensación de falsa. Ahora sabía por qué.

Se la había robado a Alex.

Cobrar conciencia de ello me provocó un estremecimiento a lo largo de la espina dorsal, frío y caliente alternativamente. Me tragué el té que se me había quedado atascado en la garganta. Estaba tan frío que me quemó la garganta y pestañeé varias veces seguidas para contener las lágrimas.

Alex fumaba y yo lo observaba. Él miró hacia el lago, en dirección a las luces procedentes de las montañas rusas.

– ¿Trabajaste allí alguna vez? -le pregunté.

– No -mi familia vivía en la calle Mercy, al otro lado de la ciudad-. No tenía coche.

– Yo tampoco. Iba en bici.

– Entonces creciste en la ciudad.

James y sus hermanas se criaron en una casa en uno de los mejores barrios de la ciudad. Sus padres aún vivían allí. Sus hermanas y sus esposos se habían quedado por la misma zona.

– Sí. Mi madre y mi viejo siguen viviendo allí.

Estaba poniendo unas finas lonchas de queso gouda sobre una galleta salada, pero levante la vista al oírlo.

– ¿De verdad?

Él sonrió detrás del cigarrillo, sin despegar la vista del parque de atracciones. Al cabo de un rato me miró con los ojos entornados en un pícaro gesto.

– Sí.

Pero estaba allí, con nosotros. Con James y conmigo.

Podía haber un millar de razones que explicaran por que no se quedaba en casa de sus padres. No me hacía falta buscarlas. Decir que «las familias son un asco» lo expresaba a la perfección. Aun así, algo de sorpresa debió de asomar a mi rostro, porque Alex emitió una áspera carcajada por lo bajo.

– No me llevo bien con mi viejo.

– Qué pena.

Él se encogió de hombros como restándole importancia y se terminó el cigarrillo, que extinguió en la lata de coca-cola vacía que había en el brazo de su tumbona.

– No he vuelto a verlo desde que me fui a Asia. Mi madre me llama de vez en cuando.

– ¿Te llevas bien con tu madre?

– ¿Te llevas tú bien con la tuya?

Pestañeé sorprendida ante su tono, casi burlón.

– Yo me llevo bien con mi padre y con mi madre.

– ¿Y que me dices de los de Jamie?

– También me llevo bien con los suyos.

– Mentir no está bien, Anne -me riñó, levantando un dedo y moviéndolo de un lado a otro.

Mis sentimientos hacia la madre de mi marido eran complejos y me incomodaban. Me encogí de hombros.

– Tú los conoces desde hace más tiempo.

– Sí -levantó la tapa de su encendedor plateado y prendió la llama, pero no se encendió otro cigarrillo. La llama osciló y se apagó, y volvió a prenderla-. Pero yo no me casé con el niño bonito de Evelyn.

– No tiene mala intención -la galleta con queso me supo como polvo y tuve que beber un poco de té para pasarlo.

– No lo dudo -contestó Alex, levantándose y acercándose a la barandilla. Se inclinó sobre ella, un pie apoyado en la base, la mirada perdida más allá del agua-. ¿Acaso no ocurre eso con todo el mundo?

Oí el chirrido de unos neumáticos en la grava. James. Aliviada, porque la conversación con Alex había tomado un rumbo incómodo, me levanté para ir a saludar a mi marido. Él atravesó la cocina a toda velocidad, tomando un puñado de zanahorias enanas de camino, y empujó la mosquitera de la terraza con tanta fuerza que poco le faltó para dejarla empotrada en la pared de fuera de la casa.

– ¡Cariño, estoy en casa!

No me estaba mirando a mí cuando lo dijo.

Alex se volvió y puso los ojos en blanco.

– Ya era hora, cabronazo. Estamos muertos de hambre.

– Lo siento, tío, no todos somos unos capullos millonarios sin necesidad de trabajar.

James me rodeó el cuello con un brazo de una forma que no me gustaba porque pesaba y además me pillaba el pelo. Me dio un beso en la mejilla y percibí el olor a zanahorias.

– No seas hijo de puta -dijo Alex-. Me dejé los cuernos por esa empresa. Que me tome uno o dos meses de descanso no me convierte en un capullo.

– Claro que no -contestó James-. Ya lo eras mucho antes.

Alex se acercó, riéndose. Los tres formábamos un triángulo con Alex en el vértice. Dos hombres guapos y yo. ¿Qué mujer no disfrutaría de formar parte de aquella fiesta?

– Joder, qué bien huele -James olisqueó el aire y me dio un beso en la sien, distraído-. ¿Qué es eso, filete?

– Alex ha preparado la cena -dije yo.

James me soltó el cuello para levantar la tapa de la barbacoa y emitió un sonido de aprobación al ver los tres filetes grandes y jugosos.

– Qué buena pinta, tío.

Alex se guardó el encendedor en el bolsillo de los vaqueros.

– Venga, gilipollas, vamos a cenar.

«Gilipollas». «Cabronazo». Incluso «hijo de puta». Las mujeres podíamos utilizar términos soeces para bromear entre nosotras, pero había que ser amigas íntimas y comprender a la perfección la forma en que se estaba haciendo uso de semejantes términos. Los hombres se lanzaban insultos a diestro y siniestro como si fueran apelativos cariñosos.

Cenamos en la terraza, los tres sentados rodilla contra rodilla en torno a la mesa, bastante pequeña y algo desvencijada. La comida no nos habría sabido mejor por tener muebles de teca. Los dos se pasaron la cena hablando y hablando. Yo cené en silencio, escuchando y buscando la clave de su amistad.

¿Dónde estaba? ¿Qué la había mantenido durante tantos años? ¿Qué había estado a punto de terminar con ella? ¿Y qué los había llevado a limar sus diferencias?

– Me cago en la leche -dijo James con un tono reverencial cuando Alex sacó a la mesa el postre, consistente en un pastel de crema y frutas de varias capas-. Pero si tenemos aquí a Julia Child.

Alex posó el postre en la mesa, que había montado en un sencillo cuenco con pie que alguien nos regaló en nuestra boda, igual que las copas de vino. Viendo las capas de cosas ricas no podía creer cómo no lo había utilizado nunca.

– Vete a la mierda, tío -Alex le sacó el dedo corazón delante de la cara.

James apartó la mano.

– Vete tú.

Alex se sentó y metió una cuchara en el cuenco.

– Sírvete.

Lo miré y comprobé que no estaba molesto con las bromas de James. Los dos habían bebido vino en la cena, y después Alex se había abierto una cerveza. Dio un sorbo y la dejó sobre la mesa, después se inclinó hacia delante y tomó la cuchara de nuevo.

– Pero primero Anne.

– Estoy llena -protesté yo, pero ni James ni Alex me hicieron caso, de modo que terminé con un plato de postre delante.

– La cena estaba deliciosa, Alex. Gracias.

Él hizo un gesto de indolencia con la mano, sin dejar de prestar atención a James.

– Ha sido un placer.

– Sigo pensando que deberías dar a James algunas lecciones -dije como si tal cosa-. Apenas sabe prepararse los cereales del desayuno.

– Eso es porque su mamaíta le preparó la comida hasta que se fue a la universidad -dijo Alex con cariño-. En cambio, la mía se encontraba en un estado tan pésimo que no era capaz de cocinar nada.

Nos envolvió un silencio incómodo, pero me llevó un segundo comprender que era yo la única que se sentía incómoda. Como quiera que hubiera sido la vida en casa de Alex, era obvio que James y él se habían acostumbrado.

– Estás muy lejos de los sándwiches de queso gratinado y mortadela, tío -James lamió el tenedor-. Cuando éramos niños, Alex preparaba el mejor sándwich de queso gratinado y mortadela del mundo.

Los dos soltaron una carcajada y yo compuse una mueca.

– Sándwich de queso gratinado y tomate frito sí he probado, ¿pero con mortadela? ¡Qué asco!

Alex apuró su vaso.

– En casa de Jamie nos daban sándwiches sin los bordes de mantequilla de cacahuete con mermelada y Cracker Jacks.

– En la suya, tomábamos queso gratinado con mortadela y Jack Daniel's.

Volvieron a reír. James se terminó el postre. Alex había apartado su plato casi sin tocar. Levanté la vista del mío. Cuando Alex había dicho que no tenía a nadie que cuidara de él había supuesto que se refería al presente.