– Estáis de broma, ¿verdad?

Alex había estado mirando a James todo el tiempo, pero en ese momento dirigió su mirada hacia mí.

– No. Tengo el dudoso honor de ser la primera persona que hizo que nuestro pequeño Jamie se emborrachara.

– ¿Cuántos años teníais?

– Quince -James sacudió la cabeza sin dejar de comer-. Nos bebimos media botella de Jack Daniel's, que le robamos al padre de Alex, mientras hojeábamos revistas porno y fumábamos unos cigarrillos que le habíamos comprado a un chico del instituto.

– Pete Mercado Negro.

– ¿Quién? -miré a uno y a otro alternativamente. Me estaba perdiendo.

– Un chico que podía conseguir a cualquiera cualquier cosa -James soltó una carcajada-. Pete Mercado Negro.

Me agradaba escuchar sus historias. Era como si me revelaran sus secretos. Me fascinaba poder asomarme al pasado de mi marido.

– ¿Cómo os conocisteis? -pregunté.

James miró a Alex, que fue quien respondió.

– Clase de estudio. En octavo, con la señorita Snocker.

– Cruella De Snocker -se burló James.

– Heather Kendall se mudó a otra casa el verano antes de que empezaran las clases -Alex hizo un amplio gesto con los brazos, después se llenó el vaso y dejó a un lado la botella vacía-. El resto, como dicen, es historia.

– Kennedy, Kinney -explicó James-. Se sentaba delante de mí. El primer día de clase, Alex apareció con aquella cazadora de cuero con cremalleras a lo Michael Jackson…

– Era negra, cretino -dijo Alex sin animosidad-. La de Michael Jackson era roja.

– Da lo mismo. Vaqueros rotos, camiseta blanca, botas negras de motorista y cazadora negra de maricón.

Los ojos de Alex relampaguearon.

– Cazadora que me pedías prestada cada vez que podías porque tu mamaíta no te dejaba vestirte como los demás chicos.

– Insensible -dijo James, apurando su cerveza.

Tenía la sensación de estar presenciando un partido de tenis, escuchando su intercambio verbal. ¿Cazadora de maricón? Nunca había oído a James referirse a nada ni a nadie con la palabra «maricón». Era un término duro y grosero que parecía fuera de lugar en sus labios. Si ni siquiera contaba chistes étnicos.

Alex no pareció ofenderse.

– La madre de Jamie solía obligarlo a ponerse pantalones cortos de algodón a cuadros y unos polos absurdos. Y zapatos náuticos. Madre mía. Y jerséis sobre los hombros. Por el amor de Dios, parecía sacado de un maldito catálogo de ropa para marineros.

Para entonces, James se reía tanto que sólo tenía fuerzas para sacarle el dedo corazón. Alex, que parecía estar esforzándose por mostrarse serio mientras describía el guardarropa del James adolescente, acabó estallando en carcajadas. La conversación giró hacía un rosario de insultos entre risas mientras yo miraba a uno y otro, divertida.

– ¡… jodido desecho de Grease…!

– ¡Don Bien Vestido, el pelo con las puntas teñidas lamido hacia atrás! ¡Don camisa de Pink Izod!

– ¡Que te den por el culo, tío, aquella camisa era chula!

– Ya, ya. Eso lo dirás tú. Déjame adivinar: Anne es la que se ocupa ahora de tu vestuario, porque desde luego ahora vas mucho mejor vestido que antes.

– Abran paso al nuevo modelo masculino de América.

Los insultos dieron paso a las risas por lo bajo y los gestos obscenos con las manos. Los dos se volvieron hacia mí al mismo tiempo. Yo los miré sin saber exactamente qué esperaban que dijera.

– Lo vistes tú, ¿verdad, Anne?

– La verdad es que no -miré a James, que le estaba sacando el dedo a su amigo con gesto de triunfo. No me había dado cuenta de cuántas emociones podían condensarse en un gesto de la mano.

– No, no me viste -James se recostó en su asiento con un suspiro, la mano en el estómago-. Joder, estoy lleno.

Mire su ropa de trabajo, unos vaqueros mugrientos y una camiseta igualmente sucia con el logo de su empresa: Diseños Kinney. Normalmente solía completar su uniforme con una gorra de béisbol o un casco y un par de recias botas con puntera de acero. Pero cuando no estaba en el trabajo, James tenía buen gusto para vestirse. Ésa había sido una de las primeras cosas que noté cuando empecé a conocerlo mejor, el tiempo que destinaba a conjuntar las prendas de su vestuario. Lo miré y a continuación miré a Alex, y de vuelta a James. Me preguntaba si mi marido habría sacado su sentido de la estética del mismo lugar del que había robado aquella sonrisa.

– Gracias por la cena, Alex. Estaba deliciosa -me levanté y empecé a recoger los platos y las servilletas.

– Oye, Anne, no hagas eso.

– ¿Cómo dices?

– No recojas. Siéntate con nosotros un rato -Alex sacó otro cigarrillo y lo encendió, aspiró una calada y después dejó escapar el aire apartando la cara hacia un lado antes de volverse nuevamente hacia nosotros.

Me senté, aunque la verdad era que no tenía gran cosa que decir. Ellos compartían una historia de la que yo no formaba parte. Me costaba seguir la conversación, pero tampoco me importaba en realidad. A mí me pasaba lo mismo cuando me reunía con mis hermanas o con mis amigas del colegio. Lo comprendía.

– Mirad el agua -dijo James dándose unas palmaditas en el estómago.

Todos nos volvimos a mirar. La noche había caído sobre el lago, aunque el cielo estaba despejado, y la luz de luna y las estrellas se reflejaba en la superficie del agua. Era precioso. Me recordó lo mucho que me gustaba vivir cerca del agua, tanto como odiaba estar en el agua.

Alex se levantó.

– Ya sabes lo que tenemos que hacer, tío.

James empezó a reírse.

– Ni lo sueñes.

– Claro que sí -respondió Alex con expresión desdeñosa-. Vamos. ¡Sabes que quieres hacerlo! Anne, dile que quiere hacerlo.

– ¿Qué es lo que quiere hacer? -pregunté yo, riéndome pese a mis recelos.

– ¡Ni lo sueñes, tío! ¡Tenemos vecinos! -James levantó una mano para protegerse de los ávidos dedos de Alex.

– ¡Vamos, nenaza! -Alex enganchó el dedo en el bajo de la camiseta de James y tiró-. Quieres hacerlo.

Era obvio que James quería, porque se levantó, apartando la mano de su amigo.

– ¡Está bien, está bien!

– ¿Qué vais a hacer? -sus juegos eran graciosos y alarmantes al mismo tiempo.

Alex se quitó la camisa. Después buscó con la mano el botón de sus vaqueros. Me miró. Sonrió. Yo tragué con dificultad.

– ¿Te atreves, Anne?

Miré las suaves ondas que se formaban en la superficie bajo la luna.

– ¿A bañarme? ¿Ahora?

– En pelotas -dijo James, resoplando al tiempo que se quitaba la camiseta-. Anne no nada, Alex.

– Pero sabe nadar

Nuestros ojos se encontraron. Los dedos de Alex desabrocharon el botón y comenzaron a bajar la cremallera. Parecía que me estaba desafiando, un desafío perdido porque deslicé la mirada hacia su entrepierna antes de mirarlo a la cara de nuevo.

James se bajó los vaqueros por las caderas y se quedó en calzoncillos. Señaló con la barbilla hacia el agua, las manos en las caderas.

– Vamos, nenaza. Creía que ibas a meterte.

– Estoy esperando a ver si Anne nos acompaña.

– No -dije yo sacudiendo la cabeza. Nuestro pequeño flirteo se había desvanecido-. Pasadlo bien, chicos.

– ¿Seguro que no puedo convencerte? -dijo él haciendo uso de su encanto.

– No nado en el lago -respondí sosteniéndole la mirada sin inmutarme, una sonrisa en el rostro.

Mis pesadillas habían despertado a James las veces suficientes como para ayudarlo a comprender que no iba a nadar con ellos, aunque desconociera las razones que me llevaban a tener aquellas pesadillas. Me acarició el pelo. Yo lo miré y él se inclinó para besarme.

– Vamos, colega -dijo.

Alex se había quedado como un retrato, un momento congelado en el tiempo. Ladeó la cabeza para mirarnos, los dedos aún cerca de su entrepierna. Sus pupilas habían ensanchado tanto que parecía que se habían comido el iris. Oscuridad. Esperé a que me preguntara por qué, aunque debía saberlo ya.

El momento pasó. Con una sonrisa de oreja a oreja, se bajó el pantalón. Yo solté un chillido y me tapé los ojos ante la repentina desnudez, y los dos soltaron una carcajada. Oí las pisadas sobre la cubierta de madera de la terraza y a continuación los gritos entusiastas y el chapoteo según se adentraban en el agua.

Me levanté y fui a observarlos apoyada en la barandilla. Jugaron un poco dentro del agua, peleando y salpicándose mutuamente. Entonces Alex se sumergió en el agua y emergió al cabo de un momento, sacudiéndose el pelo. James hizo lo mismo. Nadaron y se quedaron flotando. Oía el ir y venir de su conversación, aunque no podía distinguir lo que decían. Recogí la mesa mientras ellos se bañaban. Después les saqué toallas secas, encendí la estufa y preparé café. Al rato, salieron del agua y llegaron chorreando a la cubierta de madera de la terraza. James, desnudo, me agarró y me dio un profundo beso.

– ¡Estás mojado! -protesté yo, removiéndome.

– ¿Y tú? -me susurró con malicia.

– Anne, eres una diosa -dijo Alex al ver las toallas y la cafetera en la mesa-. Jamie, hazte a un lado y deja que yo también pruebe suerte.

Debí de poner cara de susto, porque James se echó a reír y me ayudó a enderezarme. Se puso la toalla alrededor de la cintura y permaneció entre Alex y yo.

– Ponte algo encima antes, tío.

– Poneos algo encima los dos -dije yo-. Vais a enfermar.

Alex hizo un gesto marcial de obediencia. James hizo una inclinación de cabeza. Los dos se movieron al unísono sin darse cuenta de lo parecidos que se habían vuelto sus gestos. Les di la espalda y me puse a servir el café mientras ellos se vestían, el corazón martilleándome en el pecho ante la idea de dejar que Alex probara suerte conmigo.

¿Suerte para qué?

Capítulo 7

No llegué a averiguarlo porque para cuando los dos se hubieron vestido, Alex parecía haber olvidado sus intenciones de mostrarme físicamente su agradecimiento. Ninguno estaba cansado después de la cena y el baño, aunque yo tenía que taparme la boca para ocultar los bostezos. James me estrechó contra él en la tumbona y nos tapó a los dos con una mantita para protegernos del frío del lago. Había comprado unas mechas aromatizadas para la estufa que desprendían una fragancia amaderada.

– Pues a mí me huele a culo -dijo James-. A culo sudado.

Alex hizo una mueca de mofa.

– ¿Y cómo sabes tú eso?

Yo había levantado los pies a la tumbona para tapármelos y que no se me enfriaran. El hombro de James era una almohada demasiado dura, pero apoyé la mejilla en él de todos modos. De esa forma estaba cerca de él y podía ver a Alex al mismo tiempo.

– Sí, James. Quiero oír la respuesta a eso.

Bajo la manta, su mano se deslizó entre mis muslos. Tenía los dedos un poco fríos, pero enseguida se le caldearon.

– Es una forma de decir que no huele a nada «fresco» como reza el paquete. Oye, Alex, dame uno -James señaló el paquete de cigarrillos de Alex.

Éste se lo lanzó. James sacó uno y me lo tendió.

– ¿Anne?

Le lancé una de mis miradas que él mismo había bautizado como «qué coño haces». Efectivamente, con la mirada pretendía decirle qué coño hacía ofreciéndome un cigarro.

– Deja que lo adivine… -Alex inhaló y retuvo el humo-. No fumas.

– No fumo, no. Y James tampoco, ¿verdad? -me senté, poniendo algo de distancia entre nosotros.

– Sólo cuando bebo, cariño -encendió el cigarrillo y dio una calada, pero soltó el humo en medio de un pequeño acceso de tos.

– ¡Ja! Serás mariquita -Alex sonrió de oreja a oreja y exhaló un anillo de humo.

Intercambiaron una nueva salva de insultos y, para mi alivio, James apagó el cigarrillo sin dar más caladas. Me atrajo hacia sí, deslizó la mano por debajo de mi brazo y la ahuecó contra mi pecho. Empezó a estimularme el pezón con el pulgar, hasta que éste se endureció. Me besó en la sien y no despegó los labios durante un rato.

Frente a nosotros, Alex permanecía en una sombra iluminada por la brasa ocasional de su cigarrillo cada vez que inhalaba y la luz procedente de la ventana de la cocina. James y él habían ido a la par en las botellas que habían bebido. Se llevó otra a los labios.

– No nadas. No bebes. Tampoco fumas -dijo con voz ronca-. ¿Qué es lo que sí haces, Anne?

– Ésa soy yo. Una buena chica -no era verdad. O no sentía que fuera verdad.

– Igual que Jamie -Alex apoyó los pies en el borde de nuestra tumbona, uno entre los pies de James y el otro junto a los míos. Sus pies tensaron la manta enredándose alrededor de nuestros talones.

– ¿Por qué lo llamas Jamie?

Bajo la manta, James continuaba con su lenta caricia. Había penetrado bajo mi camiseta, acariciando el perfil de mi sujetador de encaje. Yo fingía no darme cuenta, aunque era algo imposible de ignorar.