Escuchar sólo un lado de una conversación es como formar un rompecabezas sin mirar a la foto de la muestra. Escuchaba a James hablar con su mejor amigo del instituto sin contar con una información básica y un contexto que me sirvieran para colocar las piezas en su sitio. A mi marido sí lo conocía bien, y desde un punto de vista íntimo, pero no conocía de nada a Alex.
– Sí, sí. Claro que lo hiciste. Siempre lo haces.
Allí estaba nuevamente el interés, teñido de un entusiasmo que me resultaba desconocido. Miré a James. Su rostro resplandecía de júbilo y algo más. Algo casi doloroso. A pesar de que era un hombre que prestaba gran atención a sus prioridades, a James no le daba miedo mostrar su alegría por la buena suerte de los demás. Bien es cierto que no se dejaba impresionar con facilidad. Ni intimidar. Sin embargo, ahora parecía sentir un poco de ambas cosas, lo que me hizo olvidarme de la insipidez del color melón para concentrarme en oír lo que decía.
– Anda ya, tío, gobernarías el mundo si quisieras.
Pestañee sorprendida. El tono sincero, casi infantil, se me hacía tan desconocido como la expresión de su rostro. Era realmente sorprendente. Un poco inquietante. Era la manera en que un chico le habla a una mujer a la que está convencido de amar, pese a saber que ella ni lo va a mirar siquiera.
– Sí, lo mismo te digo -dijo seguido de una risa suave, secreta casi. No su habitual carcajada-. De puta madre, tío. Me alegra oírlo.
Otra pausa mientras escuchaba la respuesta. Me quede mirando cómo se frotaba la cicatriz curva de color blanquecino que tenía justo encima del corazón, una y otra vez, de manera inconsciente. No era la primera vez que lo veía hacerlo. El gesto le servía como talismán cuando estaba cansado, disgustado o excitado. A veces brevemente, tan sólo la rozaba de pasada como quien se sacude las migas de la camisa. En otras ocasiones, como en ese momento, la caricia adquiría un ritmo hipnótico. Me fascinaba ver cómo se acariciaba aquella cicatriz, que bien podía tener forma de media luna, o de mordisco o de ceño o de arco iris, dependía.
James frunció el entrecejo.
– No me digas… ¿En que estaban pensando? Que putada. Alex. Joder, lo siento mucho, tío.
De la euforia al disgusto en un abrir y cerrar de ojos. Esto también era inusual en mi marido, quien se movía con desenvoltura entre los distintos focos que llamaban su atención, pero manteniendo siempre una estabilidad emocional. Su léxico también había variado a lo largo de la conversación, como si hubiera vuelto a ser el hombre que era antes. No soy una mojigata respecto al uso de un tipo de lenguaje soez, pero James estaba diciendo «putada» y «joder» demasiadas veces.
Al momento su rostro se iluminó. Se irguió contra el respaldo y estiró las piernas. La luz de su sonrisa apareció por detrás de los nubarrones que parecían oscurecer su rostro sólo un momento antes.
– ¿Sí? ¡Adelante! ¡De puta madre! ¡Lo has conseguido, tío! ¡Qué de puta madre!
Llegado ese momento no pude seguir conteniendo mi expresión de sorpresa, pero James pareció no darse cuenta. Estaba brincando levemente sobre la cama, que al moverse hizo que cayeran al suelo las páginas arrugadas del periódico.
– ¿Cuándo? ¡Genial! Es… sí, sí… por supuesto. No hay problema, de verdad. Será estupendo. ¡Pues claro que te lo digo en serio! -me dirigió un vistazo rápido, pero yo estaba segura de que no me veía. Estaba demasiado absorto en lo que fuera que estuviera ocurriendo con su amigo-. ¡Qué ganas tengo! Sí. Tú avísame. Adiós, tío. Nos vemos.
Con eso pulsó el botón de desconexión y se reclinó contra el cabecero con una sonrisa de oreja a oreja tan enorme y resplandeciente que parecía un poco neurótico. Esperé a que dijera algo, a que me contara eso tan genial que tanto le había excitado. Aguanté en silencio un poco más de lo que cabía esperar.
Ya iba a preguntarle cuando James se volvió hacia mí. Me besó con pasión, enredando los dedos en mi pelo. Noté que los labios me palpitaban un poco y esbocé una mueca de dolor
– No te imaginas lo que ha pasado -dijo, pero se respondió solo sin darme tiempo a decir nada-. Una compañía inmensa ha comprado la empresa de Alex. De la noche a la mañana se ha convertido en un puto millonario.
Lo que sabía de Alex Kennedy cabría sin problemas en media página de un cuaderno. Sabía que trabajaba en la otra punta del mundo, en el mercado asiático, desde que James y yo nos conocimos. No pudo asistir a nuestra boda, pero había enviado un elegante regalo con pinta de ser escandalosamente caro. Sabía que era su mejor amigo desde que estaban en octavo curso y que habían tenido una pelea cuando tenían veintiún años. Siempre tuve la sensación de que sus desavenencias no habían quedado zanjadas por completo, claro que las relaciones entre hombres son muy distintas a las que mantienen las mujeres. Que James apenas hablara con su amigo no significaba que no se hubieran perdonado.
– Menuda noticia. ¿De verdad se ha hecho millonario?
James se encogió de hombros y tensó los dedos dentro de mi pelo al tiempo que apoyaba la espalda contra el respaldo de la cama.
– Ese tío es un puto genio, Anne. Ni te imaginas hasta que punto.
No lo imaginaba, no.
– Entonces es una buena noticia. Para él.
James frunció el ceño y se pasó una mano por el pelo. Lo tenía castaño, pero las puntas habían empezado a aclarársele ya pese a que estábamos a principios de verano.
– Sí, pero los capullos que han absorbido su empresa han decidido que no quieren que siga formando parte de la compañía. Se ha quedado sin trabajo.
– ¿Acaso necesita trabajo alguien que es millonario?
James me lanzó una mirada como diciendo que no me enteraba de nada.
– Que no sea necesario que hagas algo no significa que no quieras hacerlo. Sea como sea, Alex ya no tiene nada que hacer en Asia. Se vuelve.
Sus palabras quedaron en suspenso, habría jurado que en su tono había algo muy parecido al anhelo durante la décima de segundo en que me miró con otra enorme sonrisa.
– Lo he invitado a que venga a visitarnos. Me ha dicho que se quedará unas semanas con nosotros, mientras monta su nuevo negocio.
– ¿Unas semanas? ¿Aquí?
No quería parecer poco acogedora, pero…
– Sí -James esbozó una pequeña sonrisa, secreta, para sí mismo-. Va a ser genial. Cariño, Alex te va a encantar. Lo sé.
Entonces me miró y, por un instante, vi a un hombre desconocido. Me tomó la mano y entrelazó nuestros dedos. Después se llevó el dorso a los labios, que me acariciaron la piel, y me miró por encima de los nudillos. La excitación había oscurecido sus ojos azules.
Pero no era yo la causa de aquella excitación.
Yo era la única nuera de Evelyn y Frank Kinney. Pese al frío recibimiento que me habían dispensado cuando James y yo empezamos a salir, y el trato igualmente frío durante lo que duró nuestro compromiso, una vez me convertí en una Kinney, fui tratada como tal. Evelyn y Frank me acogieron en el seno del clan, y una vez allí, como si de una poza de arenas movedizas se tratara, poco podía hacer por escapar.
En general, podría decirse que mi relación con la familia era cordial. Las hermanas de James, Margaret y Molly, eran algo mayores que nosotros, estaban casadas y tenían niños. Yo no tenía demasiadas cosas en común con ellas, aparte de que las tres éramos mujeres, y, a pesar de que se esmeraban en invitarme a las «noches de chicas» que celebraban con su madre, no puede decirse que estuviéramos muy unidas. Tampoco parecía importar.
Como era de esperar. James no se había percatado de lo superficial que era mi relación con su madre y sus hermanas, y a mí me daba lo mismo. Me daba igual tener que guardar las apariencias. La imagen resplandeciente que impide que la gente se asome a lo que hay debajo, las corrientes subterráneas y profundas de la verdad. A fin de cuentas, estaba acostumbrada.
No habría sido preocupante de no ser porque la señora Kinney albergaba ciertas… expectativas.
Adónde íbamos. Qué hacíamos. Cómo lo hacíamos y cuánto nos costaba. Quería saberlo todo y no se contentaba con saberlo, siempre tenía que saber más.
Me llevó unos meses de gélidas llamadas telefónicas comprender que si James no le daba detalles, tendría que hacerlo yo. Dado que había sido ella quien lo había educado en la creencia de que el mundo giraba en torno a él, pensé que caería en la cuenta de que era culpa de ella que su hijo no viera que giraba en torno a ella. A James no parecía importarle que su comportamiento desagradara a su madre, pero a mí sí me importaba. James eludía a su madre cuando se hacía la mártir, lo que hacía con bastante frecuencia, pero yo era incapaz de aguantar los silencios embarazosos, los comentarios apenas disimulados que hacía acerca del respeto o las comparaciones con Molly y Margaret, que no se atrevían ni a estornudar sin que su madre les revisara el pañuelo para comprobar el color de los mocos. A James le importaba un pimiento, pero a mí sí, de modo que intentar cumplir con las expectativas de la señora Kinney se convirtió en una más de las leyes que tenía que cumplir.
– Ojalá tu madre dejara de preguntarme cuándo voy a darle al grupito un primito con el que jugar -dije sin inmutarme, con una calma que podría haber partido el cristal.
James me miró un momento y volvió a centrar su atención en la carretera, un tanto resbaladiza por culpa de la lluvia de esos últimos días de primavera.
– ¿Cuándo te ha dicho eso?
No se había dado ni cuenta, claro. Hacía mucho que James había perfeccionado el arte de desconectar con respecto a su madre. Ella hablaba, él asentía. Ella se quedaba satisfecha, él permanecía ajeno a todo.
– ¿Cuándo no lo dice? -me crucé de brazos, la vista fija en las espirales de agua que formaban los limpiaparabrisas en la luna, como si fuera un cuadro de arte abstracto.
James conducía en silencio, un talento admirable. Saber cuándo guardar silencio. «Ya podía haberlo aprendido su madre», pensé yo con vehemencia. Las lágrimas me escocían en la garganta, pero me las tragué.
– No quiere decir nada -comentó finalmente James cuando enfiló el sendero de entrada de nuestra casa. El viento había arreciado conforme nos aproximábamos al lago, y los pinos del jardín agitaban sus ramas con virulencia.
– Pues yo creo que sí quiere decir algo. Ése es precisamente el problema. Sabe exactamente lo que dice, acompañándolo de esa risita afectada, como si estuviera gastando una broma, cuando habla totalmente en serio.
– Anne… -James suspiró y se volvió hacia mí mientras sacaba la llave del contacto. Quedamos a oscuras cuando los faros se apagaron y pestañeé ante el cambio. La oscuridad pareció amplificar el sonido del golpeteo de la lluvia sobre el techo del coche-. No te enfades.
Me volví hacia él.
– Siempre lo pregunta, James. Cada vez que estamos juntas. Me aburre ya oírselo decir.
Me acarició el hombro y descendió por mi trenza.
– Quiere que tengamos críos. ¿Qué hay de malo en ello?
No contesté. James retiró la mano. En ese momento pude ver su silueta débilmente contorneada, el resplandor en sus ojos a la tenue luz que entraba en el coche a través de la cortina de agua. Las atracciones del parque de Cedar Point seguían encendidas a pesar de la lluvia y de la hilera de coches que avanzaban por la carretera elevada.
– Cálmate, Anne. No hagas un drama…
Atajé sus palabras abriendo la puerta. Era agradable sentir la fría lluvia en mis acaloradas mejillas. Levanté el rostro hacia el cielo y cerré los ojos, fingiendo que era únicamente lluvia lo que las mojaba. James salió del coche. El calor que desprendía me arropó antes de que me rodeara los hombros con el brazo.
– Vamos dentro. Te estás poniendo hecha una sopa.
Dejé que me llevara al interior de la casa, pero no le dirigí la palabra. Me fui directa al cuarto de baño y abrí el grifo del agua caliente de la ducha. Me quité la ropa y la dejé hecha un montón en el suelo. Me metí en la bañera cuando la estancia se hubo llenado de vapor. El agua caliente sustituyó el agua fría de la lluvia que caía fuera.
Allí me encontró James, con la cabeza inclinada hacia delante para que el agua caliente me relajara la tensión del cuello y la espalda. Me había deshecho la trenza, y el pelo me caía sobre el pecho en mechones enredados.
Tenía los ojos cerrados, pero el breve golpe de frío que se coló cuando se abrió la puerta de cristal de la mampara me avisaron de la llegada de mi marido segundos antes de que me rodeara con sus brazos. James me estrechó contra su pecho. No necesitó más que unos segundos para que su piel se caldeara bajo el agua. Apreté el rostro contra su piel, cálida y húmeda, y me dejé abrazar.
Permanecimos un rato en silencio mientras el agua nos acariciaba a los dos. Recorrió mi espina dorsal con los dedos, arriba y abajo, de la misma forma que hacía con su cicatriz. El agua se acumuló en el espacio que quedaba entre mi mejilla y su pecho, quemándome en el ojo. Tuve que despegarme para que el agua bajara.
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