– ¿Por que no lo haces tú?
No me parecía justo que, pese a estar los dos bebidos, fuera yo la que no tenía una respuesta ingeniosa.
– Porque… se llama James.
– Alex es el único que me llama Jamie -dijo James contra mi sien.
Sentí un escalofrío por el cuello ante la combinación de su cálido aliento y la caricia de sus hábiles dedos. Me removí y, al hacerlo, mi pie se golpeó contra el de Alex, pero de esa forma di oportunidad a James de meterme la mano entre los muslos otra vez. Él la colocó mucho más arriba esta vez, tocándome casi el clítoris con el pulgar.
– ¿Por qué? ¿Por qué no Jimmy? ¿O Jim?
Alex no podía ver lo que James me estaba haciendo y puede que ni siquiera le importara. James había bebido la suficiente cerveza para asegurarse de que a él no le importara. Era yo la que debería mostrar más contención. No podía permitirme el lujo de utilizar el exceso de alcohol para justificar mi falta de compostura.
– Porque su nombre es Jamie -dijo Alex como si eso lo explicara todo.
Tal vez para ellos, pero yo seguía estando fuera. No había oído la mitad de sus bromas particulares y no comprendía las que sí había oído.
James quitó la mano de entre mis piernas para buscar mi mano y colocarla sobre el bulto de sus vaqueros antes de seguir con lo que estaba haciendo. Su erección presionaba dentro del pantalón. Me acarició con el pulgar mientras el otro se abría paso bajo mi sujetador para ocuparse de mi pezón.
Yo no estaba borracha, pero sentía una especie de mareo. No era contraria a que me metiera mano sutilmente en un lugar público, pero James estaba decidido a provocarme un orgasmo.
Y lo estaba consiguiendo. Mi clítoris estaba tan hinchado como mis pezones, a pesar de las dos capas de tela que separaban su mano de mi cuerpo. Era la presión constante lo que me estaba llevando al orgasmo. La presión justa. Era… perfecto.
James y Alex siguieron charlando, compartiendo recuerdos, aunque me di cuenta de que ya no hablaban de los padres de Alex ni de los años posteriores al instituto. Continuaron burlándose mutuamente sin piedad, diciendo cosas que habrían llevado a las manos a otros hombres.
Ellos hablaban. James me acariciaba y apretaba de forma intermitente al tiempo que empujaba su pene erecto contra mi mano con creciente insistencia. Mi excitación fue aumentando poco a poco, como cuando un helado empieza a gotear y sabes que se te desbordará cuando se derrita por completo.
Era mi marido quien me tocaba, pero a su amigo a quien miraba yo mientras mi sexo se humedecía y mi clítoris palpitaba. Era como si los dos, James en la versión rubia y Alex en la versión morena, trabajaran de forma conjunta. Las manos de James, la voz de Alex mientras nos hablaba de Asia. De los sex shops que había allí, en los que uno podía comprar todo lo que quisiera.
– Creía que en Singapur no había sitios de esos. Creía que eran ilegales.
¿Por que conocía mi marido las leyes sobre sexo de Singapur?
– Lo es en Singapur, pero no en otros lugares. Siempre hay sitios donde buscar si quieres.
– Y tú querías -dijo James con voz ronca.
A esas alturas de la noche hacía frío, aunque bajo la manta, James y yo podríamos hacer fuego de lo calientes que estábamos. A Alex no parecía molestarle el frío. Se había abrochado la camisa, pero, por lo demás, no parecía afectarle.
– ¿Y quién no querría? -respondió Alex con voz ronca-. Buscarte una chica, un chico, uno de cada. Allí podrías encontrar tu criado, Anne.
Me temblaba la cara interna de los muslos y respiraba entrecortadamente a medida que la seducción furtiva dirigida por las manos de mi marido conseguía su propósito. No era tanto lo que hacía, puesto que aquella clase de estimulación me habría dejado insatisfecha en otras circunstancias, como el tiempo que estaba dedicándole.
– ¿Anne quiere un criado? Es la primera noticia -el tono de voz de James no indicaba que fuera a alcanzar el orgasmo de un momento a otro. Claro que yo no le estaba acariciando el pene erecto con la suficiente energía y dedicación.
– Sí, quiere un criado con tanga que cocine y limpie para ella -dijo Alex riéndose por lo bajo con malicia-. ¿Y quién no querría?
– Yo no dije… que tuviera que ir en tanga -cambié ligeramente de postura y puse una mano encima de la que me acariciaba entre las piernas. James no pilló la indirecta, porque no dejó lo que estaba haciendo. La presión era lenta e inexorable, y de vez en cuando levantaba un poco el dedo de mi clítoris, obligándome a morderme el labio para no soltar un gemido.
– No necesita un criado. Me tiene a mí -James metió la nariz en mi pelo a la altura de mi cuello. Me mordisqueó. Sentí su lengua. Cerré los ojos.
– Tú, amigo mío, no sabes cocinar.
– Tienes razón -la carcajada de James retumbó en mi oído. Presionó, relajó el dedo-. Pero tú sí. Y ahora te tiene a ti.
Yo prestaba atención a su conversación de borrachos sólo a medias, concentrada como estaba en el placer que iba creciendo entre mis piernas. Cerré los dedos en torno al brazo de la tumbona. Acompasé la respiración al lento movimiento de la mano de James. Dentro. Fuera. Presión, relajación.
Si seguía así iba a correrme abundantemente. Inevitablemente. No había manera de evitarlo a menos que obligara a James a retirar la mano y me alejara de él. Y aun así había alcanzado un punto en el que algo tan simple como el roce de las bragas podría llevarme a alcanzar el clímax.
– No te está haciendo caso.
Oí que la tumbona de Alex se arrastraba por la cubierta de madera y sentí que la nuestra se movía un poco al levantar los pies que tenía apoyados en ella.
Abrí los ojos de par en par por la sorpresa. Alex se inclinó hacía delante, las manos en las rodillas, de manera que su rostro quedó en el centro del rectángulo de luz procedente de la cocina.
– Sí que está haciendo caso -dijo James.
Y entonces me corrí. No fue algo vertiginoso como un rayo, sino en forma de plácidas olas. El clímax se presentó en forma de músculos tensos y temblorosos, respiración entrecortada y párpados pesados mientras trataba de disimular cualquier indicio del orgasmo que estaba experimentando. Sin embargo, mis ojos se abrieron de repente, clavé las uñas en el brazo de la tumbona y me mordí el interior de la mejilla para evitar soltar un grito.
Al hacerlo me encontré con los ojos de Alex, que, nada más sentir el último espasmo de placer, se reclinó de nuevo en la tumbona y cruzó las piernas apoyando el pie descalzo en la rodilla.
– Sí, te estaba haciendo caso -dijo-. Pero la verdad es que los tangas me quedan fatal.
La sensación de tibieza ascendió y finalmente desapareció, dejando en su lugar una sensación fría que nada tenía que ver con el aire nocturno. Mi orgasmo clandestino debería haberme relajado, pero no hizo más que incrementar la tensión. Un largo e incómodo silencio cayó sobre nosotros.
Al cabo de un momento, Alex se levantó.
– Bueno, señoras, me voy a la cama. Necesito mi cura de sueño.
Hice ademán de salir de debajo de la manta y deshacerme del abrazo de James con intención de dar las buenas noches a nuestro invitado como era debido, pero no conseguí ir muy lejos cuando Alex se inclinó sobre nosotros, una mano apoyada en cada uno de los brazos de la tumbona. Pude percibir su aroma otra vez, una mezcla de cedro y flores exóticas. También olía a humo y a alcohol. El suyo era un aroma formado de varias capas, tan complejo como parecía ser el propio hombre.
La luz de la ventana le atravesó el rostro, acentuando sus ojos, grandes y redondos. Me había parecido que eran castaños, pero en ese instante pude comprobar que eran de color gris oscuro. Sonrió de medio lado, un poco vacilante.
– Buenas noches -dijo Alex y me dio un suave beso en la mejilla. Hizo lo mismo con James sin hacer ninguna pausa, y después nos dio unas cariñosas palmaditas en la cabeza mientras se separaba de la tumbona-. Hasta mañana.
– Buenas noches -respondí yo con un hilo de voz.
Lo seguí con la mirada cuando se metió en la casa, sujetándose un momento en el marco de la puerta para recuperar el equilibrio. Al cabo de un minuto se apagó la luz de la cocina y nos quedamos a oscuras. James me estrechó contra sí, buscando mi boca con la suya.
– Cariño, llevo toda la noche esperando hacer esto -me mordisqueó los labios y me instó a abrir la boca para introducir la lengua en ella.
– James… -protesté débilmente, tratando de contenerlo con una palma sobre su pecho y ladeando la cara.
James metió la mano entre mis piernas nuevamente.
– No podía dejar de tocarte.
Yo lo miré.
– Estás borracho.
De nuevo la sonrisa, aquella copia de la sonrisa de su amigo. James la había ensayado, estaba claro, pero seguía sin ser una sonrisa propia. En él quedaba demasiado rígida. Codiciosa.
Así y todo no podía negar el efecto que aquella sonrisa ejercía sobre mí, cómo me hacía sentir. Cómo, al verla, adivinaba en su rostro lo que estaba pensando, y cuánto me hacía disfrutar con sus ideas.
James movió un poco la mano.
– Te ha gustado, ¿verdad?
Efectivamente, me había gustado.
– Ha sido una falta de educación, cuando menos.
Soltó una carcajada al tiempo que me estrechaba contra su cuerpo y me besaba. Sabía a cerveza. Volví la cabeza suavemente cuando intentó capturar mi boca.
Se conformó con restregar los labios sobre mi mentón y mi cuello.
– Pero te ha gustado, Anne.
– No sé qué pensar -susurré echando un vistazo sesgado hacia la casa. La luz de la habitación de Alex, que podía ver desde la terraza, estaba encendida-. ¡Es tu amigo! Ha sido…
– Ha sido tremendamente excitante -masculló sin despegar los labios de mi piel-. Tocarte de esa manera hasta provocarte un orgasmo. Como aquella vez en el cine, o aquel fin de semana que fui a verte a la universidad y tu compañera de habitación no quiso dejarnos a solas.
– Sí, pero aquello fue… se trataba de… -no se me ocurría qué decir.
– Esto ha sido mucho mejor -susurró James con voz ronca. Me mordió el cuello, suavemente, pero la presión de sus dientes hizo que expulsara el aire con brusquedad-. Tengo la polla tan dura que podría levantar ladrillos.
No exageraba. Gimió un poco cuando lo toqué. Al notar que le metía la mano por dentro de los vaqueros, masculló una imprecación y se recostó en la tumbona girando la cadera de tal forma que presionaba con el pene contra mi mano.
– Chúpamela -me susurró-. Llevo pensando toda la noche en lo mucho que me apetecía que me chuparas la polla. Anne. Métetela en la boca.
Le desabroché el botón y la cremallera muy despacio. Abrí la bragueta todo lo que pude y saqué su miembro erecto. Palpitaba ardiente en mi mano. James elevó las caderas para que pudiera bajarle el pantalón un poco. Cuando empecé a subir y bajar la mano ahuecada a lo largo de su verga. James gimió.
– ¿Quieres que te la chupe? -le pregunté en voz baja para que no nos oyeran los vecinos o nuestro invitado, supuestamente dormido-. ¿Quieres que me la meta en la boca?
Le gustaba oírmelo decir. Y a mí me gustaba decirlo. Durante el sexo era el único momento en el que no tenía que fingir, el único en el que no tenía que mostrarme educada, ni morderme la lengua para no decir lo que verdaderamente sentía.
– Sí -jadeó el, introduciendo los dedos en mi pelo-. Chúpame la polla como tú sabes. Qué bien.
En condiciones normales, su forma de arrastrar las palabras me habría quitado las ganas. Me habría distanciado de él, física y mentalmente, igual que hacia siempre que estaba cerca de alguien que hubiera bebido de más. Esa noche todas las normas parecían haber cambiado. James no se mostraba beligerante ni melancólico. No tenía que conducir y, por tanto, no pondría en peligro su vida ni la de los de alrededor. Alex y James habían estado bebiendo. Estaban borrachos. Y aunque en condiciones normales eso me habría puesto muy nerviosa, esa noche era diferente por alguna razón.
Tal vez fuera porque Alex tenía talento para contar historias. O tal vez se debiera a que estaba bebido, pero no hasta el límite de babosear, tambalearse y tirarlo todo. Bebía con técnica, como quien juega a los bolos. O al golf. Y James, que no estaba acostumbrado a beber mucho y solía ponerse muy tonto cuando lo hacía, parecía seguir los pasos de Alex. No estaba haciendo tonterías. Aparentemente sólo estaba cachondo.
Busqué una posición cómoda, me eché la manta por encima de los hombros y me tumbé. Puede que no la tuviera como para levantar ladrillos, pero estaba tremendamente erecta. Tracé el borde del glande con la punta de la lengua y a continuación me la metí en la boca milímetro a milímetro en vez de hacerlo de una tacada, acostumbrándome a su tamaño.
Nunca me han parecido atractivos esos penes monstruosos. Grande no siempre es mejor. Me horrorizaban esos miembros enormes, surcados de venas y del tamaño del brazo de un bebé, como los de las películas porno, y verlos me hacían que cerrara las piernas como si me fuera la vida en ella. Nunca me ha atraído la idea de follarme un tronco de árbol, la verdad.
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