James tenía un pene grueso, más corto que la mayoría de los que había visto, pero perfectamente proporcionado. Puedo metérmelo en la boca hasta la base sin atragantarme. Chupársela es para ambos un regalo y un placer. Me encantan los sonidos que emite cuando lo tomo en mi boca.

Emitió ese sonido en ese momento, un gemido entrecortado apenas audible que no llegaba a un jadeo. Enredó los dedos en mi pelo y tiró sin llegar a empujarme hacía abajo, pero casi.

Habría pasado horas con la boca entre sus piernas, chupando y lamiendo. Pero ése no era momento para la parsimonia. Nada de dilatar el jugueteo. Llevaba empalmado desde que empezó a acariciarme disimuladamente bajo la manta hasta el punto de haber hecho que me corriera delante de su amigo. Empujaba hacia arriba mientras yo se la chupaba. Estaba a punto.

Me eché la manta por encima de la cabeza, escudándome frente a la noche. Le hice el amor con los labios y la lengua, acariciándole el pene con una mano mientras le chupaba la punta. Incluso a oscuras lo conocía. Su forma y su sabor. La forma en que se movía según se acercaba el orgasmo. Ni siquiera a oscuras podría fingir que se la estaba chupando a otro.

¿O sí podría?

Fantasear no tenía nada de malo. Si imaginar que estás en la cama con tu actor o tu cantante favorito te ayuda a correrte, ¿por qué no hacerlo? No le hacía daño a nadie. Sólo resulta un problema cuando la fantasía es la única manera de hallar placer y no una mera forma de potenciarlo.

Yo había vivido fantasías con famosos en más de una ocasión, pero esta vez el rostro que se me apareció en la mente tenía unos enormes ojos grises y el pelo castaño le tapaba las orejas. Tenía también una sonrisa perezosa y olía divinamente. No pensaba en una fantasía inalcanzable. Pensaba en Alex.

– Qué bien -dijo James.

Yo pensé en su sonrisa, en la que le había robado. Me metí la mano entre las piernas, dentro de las bragas y me encontré con una carne húmeda que, aunque satisfecha una vez, distaba mucho de estar saciada. Busque el clítoris con el dedo sin perder el ritmo. El enhiesto botón se movía con facilidad de lo empapado que estaba.

Pensé en su sonrisa. Su aroma. Pensé en los vaqueros caídos. En los pies descalzos. En el torso descubierto.

Mi cuerpo vibraba de placer. Mi mano se movía al ritmo de mi boca. James gemía y empujaba. Mi vientre se tensó y me empezaron a temblar los muslos. Mi clítoris palpitaba. Mi sexo palpitaba como si tuviera vida propia, arrebatado de placer.

Yo chupaba, lamía y succionaba. Estaba a punto de correrme. Él estaba a punto de correrse. El mundo desapareció de mi vista. No existía más que la negrura debajo de la manta, nada más que el olor a sexo, el sonido del sexo, el sabor del sexo.

Su sonrisa. Su carcajada, baja y con un poso de picardía. El guiño ardiente de un cigarrillo en la oscuridad.

James dejó escapar un grito ronco y se empujó una vez más dentro de mi boca. Yo me lo tragué todo, su sabor me inundó. Me corrí por segunda vez esa noche, vigorosamente, con brusquedad, y noté como si algo se quebrara en mi interior. La tumbona crujió cuando los dos nos estremecimos de placer.

Apoyé la mejilla en el muslo de James con los ojos cerrados. Él retiró la manta y el aire frío me bañó el rostro. Entonces me acarició suavemente el pelo.

– Joder -murmuró, arrastrando un poco las palabras-. Cuántas ganas tenía. No te haces idea.

Aguardé un segundo o dos y al cabo nos levantamos, doblamos la manta y nos fuimos a la cama. Me detuve delante de la puerta cerrada de la habitación de invitados mientras James entraba dando tumbos en la nuestra.

Había estado pensando en Alex mientras me corría, algo de lo que debería sentirme culpable, de no ser porque tenía la sensación de que a lo mejor James también había estaba pensando en él.


Amaneció muy deprisa, y eso que yo no había bebido. A pesar de ello James se levantó a la hora de todos los días. Me desperté al oír la ducha y a alguien cantando.

¿James cantando? Me apoyé en un codo y escuché atentamente. Era algo de… ¿Duran Duran? Y no de la gira por la vuelta del grupo a principios de los noventa, sino un clásico de los ochenta. Estaba cantando no sé qué de «plata azul» cuando decidí meterme bajo las mantas en protesta, tratando de volver a dormirme.

No sirvió de nada. A la luz del día, aunque apenas había empezado a clarear, la víspera me parecía más un sueño que algo vivido de verdad. Esperaba sentirme abochornada. O culpable. Lo que me tenía en vilo no era el flirteo que me traía con Alex, porque, al fin y al cabo, ¿quién podía culparme por reaccionar a su magistral ejercicio de seducción? No, lo que me hizo abrir los ojos como platos a pesar de lo mucho que ansiaba volver a dormirme era James.

James cantando canciones de Duran Duran. James bebiendo. James insistiendo en que le hiciera una mamada en un ataque frenético de deseo.

– Buenos días -húmedo de la ducha, se metió en la cama a mi lado para darme un beso-. ¿Qué tal has dormido?

– Bien -me di la vuelta sobre la almohada y lo miré-. ¿Y tú?

– Como un lirón -sonrió de oreja a oreja y me besó otra vez. Después se levantó de un salto y empezó a vestirse.

Yo lo observaba.

– ¿Te encuentras bien?

Él me miró por encima del hombro mientras se enfundaba los vaqueros y la camiseta.

– Sí. ¿Por qué?

– Porque anoche bebiste mucho. Los dos bebisteis mucho.

James agarró unos calcetines y se sentó en la cama a ponérselos.

– Alex soporta bien el alcohol, cariño. Y yo también. No te preocupes.

– No estoy preocupada -me puse de rodillas detrás de él, le rodeé el cuello con los brazos y le di un beso en la mejilla.

Él me dio unas palmaditas en el brazo y volvió la cabeza para besarme como era debido.

– Hacía mucho que no lo veía, Anne. Sólo nos estamos divirtiendo un poco. Es divertido tenerlo en casa.

Yo no dije ni «sí» ni «no». James se levantó y se echó el pelo hacia atrás con una mano mientras se colocaba la gorra con la otra. Agarró entonces el cinturón de cuero, lo introdujo por las trabillas del vaquero y se lo abrochó con dedos hábiles. Se colgó el móvil de la pinza del cinturón y se metió la cartera en el bolsillo trasero. Las botas, probablemente con las suelas llenas de barro reseco de la obra, estarían junto a la puerta lateral.

– Tengo que irme -dijo-. Te quiero. Que pases un buen día.

Debí de poner cara de perplejidad porque me miró con una sonrisa de oreja a oreja.

– Con Alex. Pensándolo mejor, Anne, no lo pases demasiado bien. No te metas en líos.

– Como si lo hiciera alguna vez -contesté yo poniendo los ojos en blanco.

Él soltó una carcajada.

– Como venga a casa y me lo encuentre con un tanga…

Le lancé una almohada.

– ¡Cállate!

James agarró la almohada y me la tiró.

– Hasta luego.

– Que tengas un buen día -de pronto me acordé de algo-: Ah, sí, James, mañana ceno con mis hermanas, ¿recuerdas? Para hablar de la fiesta.

– De acuerdo -respondió él mientras se ponía un cortavientos-. Entonces puede que salgamos por ahí. Iremos a algún sitio de ésos donde sirven alitas y ven los deportes. No te preocupes, tesoro, somos mayores ya. Encontraremos algo que hacer

¿Por qué la idea me causaba incertidumbre?

– Ya lo sé. Es sólo…

Se detuvo en la puerta y se dio la vuelta.

– ¿Sí?

– Ten cuidado -dije, sin lograr expresar con esa advertencia lo que realmente quería.

– Siempre lo tengo -me guiñó un ojo y se fue.

Esperé hasta que el sonido de su camioneta se apagó para levantarme. No estaba muy segura de qué iba a hacer con Alex esa mañana, pero de lo que no tenía duda alguna era de que no habría ningún tanga de por medio.


Al final resultó que no tuve que hacer nada con él. Me pasé la mañana en el ordenador buscando empresas de catering y proveedores de carne para asar en horno en la tierra. Adoro Internet. Una vez vi una pegatina en un coche que decía «Internet ya no sirve sólo para ver porno». Estaba totalmente de acuerdo.

También me gustaba disfrutar del silencio en la casa, tanto que se me había olvidado que no estaba sola. Preparé café, navegué un poco por la red, leí mi correo electrónico, chateé durante unos minutos con una amiga del colegio con quien hablaba casi a diario pese a que vivía lejos. Actualicé mi curriculum y pensé en subirlo a un buscador de trabajo, pero no había hecho más que empezar cuando sonó el timbre de la puerta.

Pasaba del mediodía y no me había dado ni cuenta. No esperaba a nadie y por eso me sorprendió doblemente encontrar a mi hermana Claire en la puerta. Llevaba un pantalón clástico de color negro a juego con una camiseta también negra con pequeñas calaveras y unos atrevidos zapatos a rayas negras y rojas. Se había recogido el pelo debajo de un gorro rojo. Parecía más pálida que de costumbre, pero deduje que se había pasado con el maquillaje blanco.

– Qué pasa, tú -dijo, abriéndose paso junto a mí en dirección a la cocina sin esperar a que la invitara-. Me muero de hambre.

La seguí.

– Ya sabes dónde está el frigorífico. Sírvete tú misma.

Eso hizo. Agarró un recipiente con melón cortado en dados y un tenedor. Se comió unos cuantos casi sin respirar y juraría que vi que su rostro recobraba algo de color.

– Siéntate -le señalé la mesa-. ¿Café?

– Beberé agua.

Ya le estaba sirviendo una taza cuando levanté la vista.

– ¿No quieres café?

Claire puso una mueca de desprecio.

– ¿Es que eres dura de oído o qué?

– Como quieras. Agua, entonces -me encogí de hombros-. Sírvete tú misma.

Así lo hizo y después se sentó frente a mí con un suspiro. También se había encontrado una caja de galletas saladas que debían de estar rancias ya, pero se las comió de todas formas.

– Creía que íbamos a cenar mañana las cuatro a las seis -dije.

– Y así es -se limpió las migas del labio, dio un sorbo de agua y suspiró.

– ¿Entonces…? -enarqué una ceja.

– Entonces nada -contestó Claire, encogiéndose de hombros-. Necesitaba salir de casa. Papá está de vacaciones. Al parecer tenía que tomárselas obligatoriamente porque si no las perdería. Así que está por allí.

– Ya. En vez de llevarse a mamá a algún sitio bonito y divertido, ¿qué está haciendo?

Mis palabras eran críticas, pero traté de limarles el tono amargo.

– Se pasa horas en su taller.

Claire no tenía el mismo cuidado. Tampoco se molestó en ocultar su expresión, los labios fruncidos y la nariz arrugada.

Aquello no pintaba bien. Nuestro padre tenía dos pasatiempos en la vida. Jugar a los bolos y construir casas para pájaros. Su equipo iba en cabeza en la liga, y construía réplicas preciosas de edificios famosos para que vivieran los pájaros en ellas. Lamentablemente, ninguna de las dos cosas parecía proporcionarle placer si no iban acompañadas de alcohol.

– No me puedo creer que no se haya cortado un puto dedo nunca -dijo Claire.

– Claire, por Dios. No digas eso.

– Es verdad, porque entonces mamá tendría que servirle todavía más -dijo mi hermana.

Pinchó un cubo de melón con mal humor y se lo comió. Yo alargué la mano para pinchar uno. Estaba dulce y tenía buen sabor. El jugo se me resbaló por la barbilla y nos reímos.

El suave ruido de pisadas sobre el suelo de madera nos hizo volver la cabeza. Alex entró en la cocina. Tenía el pelo revuelto y alborotado. Llevaba un pantalón de pijama de Hello Kitty que le quedaba aún más bajo que los vaqueros e iba descalzo. ¿Desde cuándo me resultaban tan eróticos los pies desnudos de un hombre?

Desapareció tras la puerta del frigorífico mientras revolvía en busca de algo y, al final, emergió con un recipiente de plástico con las sobras del filete y el arroz de la cena. Levantó la tapa y lo metió en el microondas, programó el tiempo y se sirvió una taza de café, todo sin dirigirnos ni una sonrisa.

Era evidente que se la había estado guardando para cuando pudiera gozar de nuestra atención absoluta. Cuando el microondas avisó de que la comida ya estaba caliente, la sacó sin soltar la taza, se dirigió a la mesa y se sentó junto a Claire. Nos miró alternativamente y dio un sorbo de café tras lo que dejó escapar un largo y tenue suspiro de deleite.

– Mmmmmm. Café.

Hay situaciones en las que me he quedado sin saber qué decir, pero no recordaba la última vez que vi a Claire tan impresionada. Las dos nos habíamos quedado mirando boquiabiertas todos sus movimientos. Yo tenía la ventaja de que ya lo conocía, de modo que fui la primera en recobrarme.

– Claire, éste es Alex Kennedy, el amigo de James. Alex, ésta es mi hermana Claire.

– Hola, guapa -dijo Alex dirigiéndole aquella perezosa sonrisa suya al tiempo que la examinaba de pies a cabeza sin ningún pudor. Hasta se inclinó hacia un lado para echarle un ojo a los zapatos.