Dos hombres, cada uno con las manos en los bolsillos traseros del otro, pasaron junto a mí con brusquedad. James soltó otra carcajada con ojos brillantes. No era la primera vez que veía esa expresión en su rostro, los labios entreabiertos y los ojos entornados. Era la misma expresión que tenía la primera vez que nos acostamos. Alex giró la cabeza de forma que pude ver claramente su perfil, y dio un trago. Vi el movimiento de su garganta al tragar. Cuando bajó la mano y se volvió nuevamente hacia James, deje de verles la cara.
Me quedé totalmente paralizada hasta el punto de que se me olvidó que llevaba la botella en la mano. Alguien me empujó y el líquido se me derramó en la mano. Casi diría que las gotas crepitaron al entrar en contacto con mi piel, como si ésta fuera una parrilla.
Esperé a ver si se tocaban, pero no lo hicieron. Esperé a ver si se separaban, pero tampoco lo hicieron. Permanecieron tal cual estaban, demasiado cerca para ser sólo amigos, pero no lo bastante cerca para ser amantes.
Debí de moverme, porque estaba delante de ellos, aunque no recordaba haberme puesto en movimiento. Alex se volvió a mirar a la gente que bailaba. Los haces azules y verdes de los láseres se reflejaban en sus ojos, que a ratos se aclaraban y se oscurecían alternativamente. Tenía el pelo húmedo de sudor, por lo que se le había quedado de punta por delante, mientras que la parte más larga, la que normalmente le cubría las orejas, le rozaba ahora las mejillas, y estaba totalmente pegada en la nuca.
Se dio la vuelta y me pilló mirando. Sonrió como un hombre acostumbrado a que lo miren. Podría haberme dado la vuelta y haberme hecho la tonta. Creo que se habría reído, pero no habría dicho nada. No desvié la mirada.
Las sombras le favorecían. James recibía el roce fugaz, pero seguía brillando aun en la oscuridad. A Alex, sin embargo, las sombras parecían tenerle querencia y uno podía ver cómo lo acariciaban, envolviéndolo en un halo de misterio.
Lo miré, él me miró, y cuando dejó en una mesa la copa vacía y me tendió la mano, yo la acepté sin vacilar. O tal vez un segundo antes de mirar a James, que sonreía y miraba a Alex también. Demasiado tarde. Alex tomó mi mano, su palma cálida y ligeramente sudorosa contra la mía. Y tiró. Yo me moví. Miré por encima de mi hombro a James, que no hizo más que una leve seña con la mano, y Alex me sacó a la pista.
No era mejor bailarín que James, sólo diferente. Más fino. Era un poco más alto y al principio no sabía dónde poner las manos. Nos movimos con una torpeza que no habíamos experimentado al bailar los tres juntos, pero un par de pasos nos bastaron para pillar el ritmo.
Era una música desenfrenada, lo nuestro no tanto un baile como un violento ataque de sensualidad. Me alegré. Aunque seguía habiendo contacto, él sonreía abiertamente y no me dedicó ni una de aquellas intensas miradas suyas. Me relajé un poco, hasta que me estrechó contra su cuerpo y me giró, de forma que mi espalda quedó contra su torso. Hizo un gesto con la barbilla en dirección a James, que nos observaba desde la periferia de la pista.
– Parece solo. ¿Nos apiadamos de él y lo invitamos a unirse a nosotros?
Mis manos habían encontrado su sitio por fin justo encima de las suyas, cruzadas sobre mi vientre.
– No.
– ¿No? -me dio la vuelta para mirarme. Sus manos fueron a parar justo por encima de mi trasero, territorio que no podía interpretarse como contacto inocente, pero tampoco lo describiría rotundamente como lascivo. Se le daba bien caminar por la cuerda floja.
Soy consciente del efecto que puedo causar en los hombres. Sólo porque hiciera mucho que no flirteara, no significaba que no recordara cómo se hacía. Flirtear era un juego como cualquier otro. Tenía unas normas.
Deslice las manos por su nuca y entrelace los dedos. Él sonrió y me estrechó con más fuerza. Deje de oír la música, aunque seguía sintiendo la reverberación de los graves en el estómago al mismo ritmo que latía mi corazón. Alex me puso una mano entre los omóplatos, en el mismo punto en el que la habría puesto James de haber estado en sus brazos en aquel momento.
– No -repetí, mirándolo a los ojos.
– ¿Debería sentirme halagado? -dijo, con una media sonrisa.
Miré por encima de mi hombro. James seguía apoyado en la pared, una pierna estirada y la otra doblada, bebiendo. Si se dio cuenta de que lo estaba mirando, no dio señales de ello. Pensé que tal vez estuviera mirando pasar a la gente, pero no dejó que eso lo distrajera. Nos miraba fijamente, pero no sabría decir quién de los dos había capturado su atención. Miré de nuevo a Alex.
– ¿Eres gay?
Su mirada vaciló un segundo, pero su sonrisa no varió un ápice.
– No.
– ¿Entonces por qué intentas seducir a mi marido? -pregunté sin rodeos, exigiendo una respuesta.
– ¿Es eso lo que estoy haciendo? -no parecía ofendido ni sorprendido, y no apartó la mirada de mi rostro en ningún momento.
– ¿No es así?
– No lo sé -contestó él inclinándose sobre mi oído y provocándome escalofríos cuando su aliento penetró en mí-. Creía que trataba de seducirte a ti.
Tres cabezas se volvieron a mirarme cuando dejé caer la bomba de lo que me había dicho Alex. Patricia era la única que parecía horrorizada. Mary parecía distraída. Claire, típico de ella, soltó una carcajada.
– Le dirías que eso no iba a suceder nunca -dijo Patricia como si no hubiera otra respuesta posible.
Al cabo de un momento, al ver que yo no contestaba, Claire resopló impaciente.
– Por supuesto que no le dijo tal cosa. ¿Te lo tiraste, Anne? Apuesto a que tiene una bonita polla.
– No ha tenido sexo con él -dijo Mary sacudiendo levemente la cabeza.
– Pero quiere hacerlo -Claire dio un sorbo de té helado, normal por una vez, no un Long Island-. ¿Quién no querría? Tampoco me sorprende que James también quiera su parte.
– Yo no he dicho que quiera.
Yo también di un sorbo de mi bebida. Aquellas tres mujeres constituían el espejo de mí misma en el que más confiaba, por mucho que chocáramos a veces. Éramos el reflejo de las demás, con defectos y todo.
– Por supuesto que no -dijo Patricia abriendo un azucarillo para echarlo al té-. James no es uno de ésos.
Esta vez las tres nos volvimos a mirarla a ella. Patricia no se mostró perpleja, sino que se limitó a encogerse de hombros.
– ¿O sí lo es?
– Por el amor de Dios, Pats -dijo Mary, con profundo disgusto-. ¿Que no es uno de ésos? ¿Qué coño quieres decir con eso?
– Quiere decir maricón -respondió Claire, reclinándose en la silla intercambiando muecas con Patricia.
– James no es gay -dije yo, sin poder tragarme la comida que, de pronto, se había solidificado en mi garganta-. Alex dice que él tampoco.
– Es bisexual -sentenció Claire encogiéndose de hombros-. Juega en los dos bandos, así tiene el doble de posibilidades de irse a la cama con alguien.
Mary frunció el ceño.
– Por como lo dices parece que es algo que se elige.
– ¿Y crees que no es así? No irás a decirme que no quieren hacerlo -dijo Patricia con un tono cada vez más altanero, lo que se ganó que me volviera a mirarla nuevamente. Ella siempre se comportaba con decoro y educación, pero últimamente…
– ¿Qué mosca te ha picado? -le saltó Mary-. ¿Quién demonios elegiría ser diferente del resto, ser distinto de lo que todo el mundo considera normal? Por Dios, Patricia, ¡a veces eres jodidamente engreída!
Silencio. Patricia se cruzó de brazos echando chispas por los ojos, pero Mary no se arredró. Claire y yo intercambiamos una mirada sobre el enfrentamiento que estábamos presenciando.
– No sé por qué te pones así -dijo Patricia al final-. No estamos hablando de ti, Mary, por el amor de Dios.
– Entonces, ¿cóctel de gambas o caviar? -dijo Claire animadamente.
Había estampado en su rostro una sonrisa radiante muy diferente de la desvergonzada sonrisa de oreja a oreja que solía exhibir. Una sonrisa de muñeca. De plástico. Ladeó la cabeza y adquirió una mirada vacía.
– Para la fiesta de papá y mamá -añadió cuando vio que ninguna de nosotras decía nada-. ¿Cóctel de gambas o caviar?
– Como si papá fuera a comer caviar -dije yo con una carcajada ante la idea, pero admiré la inteligente maniobra de Claire para evitar una pelea-. Podemos comprar gambas a granel en el mercado de pescado y marisco.
– Y preguntar a los del horno para hacer la carne si estarían dispuestos a preparar las gambas. Ellos tienen parrillas lo bastante grandes como para hacer tal cantidad -sugirió Patricia, la pragmática.
Saqué la punta del bolígrafo y tomé nota.
– Yo me ocupo de llamar y preguntar.
La conversación continuó discutiendo los méritos del pan de baguette frente al pan de hamburguesa y el tamaño de las servilletas. La fiesta se estaba convirtiendo en un coñazo épico. La lista de los invitados también requirió un par de horas de tira y afloja. Nuestro padre tenía muchos amigos, a la mayoría de los cuales no me apetecía meter en mi casa.
Pensar en ello me hizo recordar al invitado que tenía en casa en esos momentos, en quien no había dejado de pensar desde la víspera. No le había dicho a Alex que se fuera a la mierda, pero tampoco le había tomado la palabra. Mary y Patricia tenían razón.
Aunque Claire también la tenía. Quería que Alex me sedujera. Quería que me manoseara, sentir su boca en mi piel. Quería tener su cara entre las piernas. Quería que me follara. Pero lo que me desconcertaba no era desearlo; lo que hacía que mi mente no dejara de dar vueltas como un hámster en su rueda era no que no me sentía culpable por ello. Así como el hecho de que ya no era cuestión de si iba a hacerlo, sino de cuándo.
– ¿Anne?
Llevaba un rato soñando con sexo oral, pero la voz me sacó de mis ensoñaciones. De nuevo me encontré con tres rostros dirigidos a mí, mirándome fijamente, esperando. Bajé la vista fingiendo revisar mis anotaciones.
– Música -señaló Mary-. ¿Llamamos a un disc-jockey o ponemos música en el equipo?
Claire soltó una carcajada.
– Oye, a lo mejor puedes conseguir que el amigo de Alex venga a la fiesta. Seguro que anima el cotarro. El viejo Arch Howard bailando con Stan Peters. Qué asco, creo que he vomitado un poco.
– El amigo de Alex es disc-jockey en un club. Dudo que haga también fiestas.
Aun así, apunté la sugerencia.
Patricia se inclinó a echar un vistazo a la lista. En un arranque de infantilismo quise tapar lo que había apuntado para que no lo viera, pero al final ganó mi buen corazón.
– Bueno, si vamos a contratar un disc-jockey, me gustaría oír su estilo primero.
– ¡Genial, nos vamos de excursión! ¡Nos vamos al País de las Maravillas! -Claire le dio un codazo a Mary-. ¿Estás preparada? Tías buenas, tíos buenos… joder, a lo mejor tengo suerte y me ligo a un doble del Neo de Matrix que me dé un poco de marcha al cuerpo.
Mary dejó que Claire siguiera dándole codazos, pero estaba sonriendo.
– Creo que tengo mi conjunto de vinilo en el tinte.
– Oh, venga ya -dijo Claire, mirando a su alrededor-. Hace siglos que no salimos todas juntas. Sería divertido.
– Yo ya he estado en el País de las Maravillas -dijo Mary como si estuviera desvelando un secreto-. El verano pasado. Betts vino de visita y fuimos.
– ¿Y no me llamaste? -Claire golpeó a Mary en el hombro-. Cabrona.
Mary se encogió de hombros.
– Tú vas a muchos sitios sin mí.
– Creo que no es lugar para mí, aun en el caso de que pudiera ir, que no puedo -Patricia removió el te como si estuviera apuñalándolo.
– Te lo pasarás bien -le dije-. ¿No puede quedarse Sean con los niños?
Patricia no despegó la vista de su té.
– No quiero ir al País de las Maravillas. Si todas queréis ir, por mí bien, pero a mí no me apetece ir a ese sitio. Qué asco.
– ¿Por qué dices «qué asco»? -la retó Mary.
– Después de la descripción de Anne, me parece un sitio asqueroso.
– Déjalo -masculló Mary.
La conversación tornó al asunto de los detalles de la fiesta, aunque para entonces ya estaba más que harta tanto de la dichosa como del enfrentamiento entre Mary y Patricia. Claire hacía que la conversación fluyera aunque con menos salidas graciosas de las que eran habituales en ella, algo tan preocupante en sí como la animosidad reinante entre mis otras dos hermanas.
Estábamos en una mesa llena de secretos. Yo conocía el mío. Podía adivinar el de Patricia: problemas con Sean. Respecto a los de Mary y Claire, no tenía ni idea, pero no costaba mucho darse cuenta de que no estaban concentradas en la fiesta. Igual que yo.
– ¿Cómo vamos a repartir los gastos? -dijo Mary al final cuando nos llevaron la cuenta-. Creo que deberíamos hacer un fondo común. Patricia la tacaña puede ocuparse de llevar el control.
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