– ¡Yo no soy una tacaña! -exclamó Patricia en un tono más elevado de lo que cabría esperar, lo que me hizo dar un respingo. Igual que a Claire. Mary se limitó a sonreír con suficiencia.

– ¿Por qué no nos repartimos las cosas que hay que comprar y dividimos el total entre cuatro al final? Con los tickets de compra sabremos lo que ha gastado cada una -sugerí.

– Porque Claire no se acordará de guardar el ticket de compra -parodió Claire-. No te molestes en decirlo, Pats. Ya lo sabemos.

Patricia tiró la servilleta encima del plato de mala manera. Le temblaba la voz cuando dijo:

– ¿Por qué no me dejáis en paz todas? ¿Por qué criticáis todo lo que digo?

– No criticamos todo lo que dices.

Estoy segura de que Claire pretendía apaciguarla, pero era tan impropio de su carácter que no me sorprendió que Patricia no lo tomara en ese sentido.

– ¡Sí que lo hacéis! ¡Y estoy hasta el gorro! -Patricia se levantó con el cuerpo tenso como si fuera a salir corriendo, hasta que su mirada se topó con el aleteo de la cuenta en su plato.

Vi cómo se contenía físicamente para no salir huyendo. Leyó la cuenta, sacó la cartera y contó cuidadosamente el dinero, la cantidad exacta. Añadió la propina mínima establecida y dejó la pequeña montaña de billetes y monedas sobre la mesa. Todas observábamos en silencio su ritual. Patricia siempre había sido precisa, pero nunca había sido tacaña.

– ¿Qué? -exclamó, elevando la barbilla-. Es correcto, ¿no?

– Sí, claro -le dije-. Si falla algo ya lo pongo yo, no te preocupes.

– No vas a tener que poner nada, Anne -dijo Patricia, colgándose el bolso del hombro-. Yo pago mi parte.

– Claro, claro. No te preocupes.

Volví a intercambiar una mirada de curiosidad con Claire. Mary, con expresión de desazón en el rostro, miraba su cuenta como si quisiera chamuscarla.

– Me voy. He tenido que llamar a una niñera y me sale cara -dijo Patricia, pasando junto a mi silla.

– ¿Dónde está Sean? -preguntó Mary sin levantar la vista-. ¿Otra vez tenía trabajo?

– Sí -contestó Patricia. Por su cara se diría que quería decir algo más, pero no lo hizo-. Ya te llamare, Anne.

Sus llaves tintinearon cuando las sacó del bolso, y se alejó. Esperamos como buenas hermanas a que no nos oyera antes de empezar a hablar de ella.

– ¿Desde cuándo trabaja Sean los sábados? -pregunté.

– Desde que está en Thistledown viendo las carreras de caballos -dijo Mary con un tono mucho menos satisfecho ahora.

Claire pareció sorprendida.

– ¡No! ¿Sean? ¿Tú crees?

– Sí, lo creo -Mary nos miró a las dos-. Creo que ha perdido un montón de dinero últimamente. Patricia me contó que no se van a ir de vacaciones este verano. Dijo que era por lo de la fiesta, pero se nota que miente. Sean no renunciaría a su viaje a Myrtle Beach.

– A menos que no se lo puedan permitir -dije. Tenía sentido-. Qué mierda.

– ¡Con lo… buen tipo que es! -dijo Claire. Me pareció más que sorprendida. Me pareció triste.

Tardé un momento en recordar que sólo tenía catorce años cuando Patricia empezó a salir con Sean. Para ella, Sean era el hermano mayor que el resto de nosotras no tuvo, a pesar de que hubiera dicho que era gilipollas un montón de veces.

– Que sea buen tipo no lo exime de tener un problema, Claire.

Las tres nos quedamos en silencio tras aquello. No sé qué pensaban ellas, pero yo pensaba en nuestro padre. La gente pensaba que era un buen tipo cuando lo conocía. El alma de la fiesta. Y lo era. No conocían al hombre que se sentaba a oscuras con una botella de Jack Daniel's y un paquete de cigarrillos, el que se sentaba a llorar y a hablar del tacto de una pistola.

– Bueno, ahorraremos dinero poniendo la música en el equipo estéreo -dijo Claire con voz queda-. Podemos conectar mi iPod o algo así.

– Sí -dijo Maty, asintiendo con la cabeza-. Será lo mejor

Nos despedimos y me fui a casa con mis notas. La radio podría haberme distraído, pero conduje en silencio. Pensando.

El pasado no cambia por mucho tiempo que dediques a pensar en ello. Lo bueno y lo malo se va sumando. Retira una porción, por pequeña que sea, y el conjunto cambia. Ya sea optimismo, pesimismo o fatalismo, yo no me dedico a desear que el pasado hubiera sido de otra forma porque, entonces, el presente también lo sería. Controlo mi futuro basándome en mis decisiones presentes. Yo soy la única que lo hace.

Mis hermanas y yo crecimos en la misma casa, tuvimos los mismos padres, fuimos a los mismos colegios y, sin embargo, todas somos diferentes. Son diferentes nuestros gustos en ropa o música, nuestra inclinación política o nuestra fe. Muy diferentes, pero todas tenemos algo en común.

El deseo de la perfección.

Patricia era la madre perfecta, el tipo de madre que hace galletas y disfraces para Halloween. La madre que se encarga de llevar a los niños a algunas actividades y espera en la parada del autobús escolar con una merienda equilibrada en la que no haya demasiada azúcar ni cafeína. Sus hijos iban limpios y con la ropa perfectamente planchada, y si alguna vez hacían una travesura no era porque no se ocupara ella de inculcarles disciplina, con mano firme aunque sin violencia.

Hasta hacía poco, Mary había sido la virgen perfecta, reservándose para el matrimonio o para Jesús, una cosa u otra y ninguna ahora. Ejercía de voluntaria en comedores sociales y donaba sangre. Iba a misa todos los domingos y casi nunca decía tacos.

Claire había renegado de la perfección para convertirse en la perfecta rebelde. Habría sido una caricatura de ropa, pelo y actitud de no ser porque ella se lo creía, la chica rebelde. A la que le daba igual lo que pensaran de ella los demás.

Yo también jugaba a ser perfecta. La hija perfecta, la que se ocupaba de todo, la que lo tenía todo: la casa, el coche, el marido. Todo reluciente.

Pero aun así, tampoco conseguía ser perfecta. Igual que mis hermanas. No tenía hijos que me amargaran, ni una imagen de mí misma que mantener, ni tampoco anhelaba en secreto gustar a los demás. No. Yo tenía una vida perfecta. Coche, casa, marido, todo reluciente.

¿Pero era perfecto cuando yo deseaba que cambiara?

Capítulo 9

Tarde bastante en llegar a casa. Tenía muchas cosas en las que pensar. Cuando al fin llegué, el olor acre a puro me hizo estornudar. Oí rumor de carcajadas procedentes del cuarto de estar y hacia allí me dirigí. Me quedé mirándolos desde la puerta sin que se percataran de mi presencia.

Estaban jugando a las cartas. James, con pantalón de pijama y camiseta, sujetaba un puro entre los dientes mientras repartía una mano en la mesa de centro situada entre ambos. Alex estaba en el sofá con un vaso en una mano y las cartas en la otra, vestido con esos vaqueros condenadamente sexys y una camisa de vestir abierta. Su puro se consumía en un improvisado cenicero a partir de un llavero de cerámica. Las ventanas abiertas y al ventilador habían evitado que el humo se acumulara en exceso, pero el olor de los puros era fuerte en todo caso y me picaba la garganta. Encima de la mesa había, además, una botella verde de lo que parecía ser vino junto con una cucharilla y una caja de azucarillos.

– Jotas de corazones y jotas de picas -dijo James sin soltar el puro, cuadrando su mano de cartas antes de extenderlas sobre la mesa.

– ¿Es que alguna vez llevas otra cosa? -Alex apuró lo que quedaba en su vaso. No parecía vino-. No hay vez que no saques las dichosas jotas de corazones y de picas desde que te enseñe a jugar al póquer.

Del cosquilleo en la garganta pase a la tos. Los dos se volvieron hacia mí y una perezosa sonrisa brotó de sus labios. Viéndolos allí juntos, se percibían las diferencias. No eran idénticos, tal como había pensado.

– Bienvenida a casa -dijo James quitándose el cigarro de entre los dientes-. Ven aquí.

Yo fui, rodeando los cojines y el periódico que estaban tirados por el suelo hasta el sofá. Me incliné para darle un beso. Sabía a puro y a licor.

– ¿Qué estáis bebiendo?

A aquella distancia también podía olerlo. Anís. Tenían los ojos brillantes y un poco rojos.

James se rió y apartó la vista de la mía.

– Umm… absenta.

Yo miré la botella. La etiqueta tenía un hada con un vestido verde.

– ¿Como en Moulin Rouge? ¿Estáis bebiendo absenta?

Levanté la botella mientras los dos se reían como niños a los que hubieran pillado con las manos en la masa, aunque fueran perfectamente conscientes de que su encanto natural les evitaría cualquier problema. Miré la cucharilla, el azúcar y el encendedor.

Miré a Alex.

– ¿No es ilegal?

– Es ilegal venderla, no beberla.

– Pero… ¿no está hecha de ajenjo? Quiero decir que… ¿la absenta no es venenosa? -le entregué a Alex la botella cuando me tendió la mano.

Sirvió una pequeña cantidad de líquido de color verde vivo y colocó un par de azucarillos en la cucharilla. Metió un dedo en la absenta, dejó caer unas cuantas gotas sobre el azúcar y encendió el mechero debajo. Salió una llama azul. El azúcar empezó a derretirse. Tomó una jarra del suelo, que yo no había visto hasta el momento, y la vertió sobre el azúcar, que se disolvió por completo. El líquido verde del vaso se volvió blanquecino como la leche. Lo hizo girar en el vaso y me lo tendió.

– Prueba.

– No bebe -dijo James, a pesar de que yo ya tenía el vaso en la mano.

– Lo sé -dijo Alex, reclinándose en el sofá.

Los dos me miraron. James con curiosidad, como expectante; la expresión de Alex era inescrutable. Hice girar el líquido en el vaso.

– ¿Qué efecto tiene? ¿Te pone eufórico?

– Los bohemios bebían absenta -dijo Alex, reencendiendo el puro.

– Que yo sepa, nosotros no somos bohemios.

Pero no dejé el vaso. Olía bien.

– Vive la decadence! -dijo Alex, y tanto James como él se echaron a reír.

Yo miré a mi marido, que definitivamente se estaba comportando de forma extraña. Su mirada revoloteaba sobre el rostro de Alex como una mariposa alrededor de una flor, sin llegar a posarse. A continuación me miró a mí y me tendió la mano para estrecharme contra él.

La absenta me cayó en la mano y me la chupé. Creía que sabría a alcohol fuerte, pero sabía a regaliz negro. James me rodeó la cintura con un brazo y frotó la nariz contra mi hombro.

– No hace falta que bebas si no quieres, cariño.

– Lo sé.

Pero no dejé el vaso.

Alex fue a buscar otro vaso para él, pero le puso más absenta, por lo que el azúcar se inflamó más. Todos lanzamos exclamaciones maravilladas como si fuéramos niños ante un espectáculo de fuegos artificiales.

– ¿Estás dentro o estás fuera? -preguntó Alex cuando regresó al sofa y se sentó frente a nosotros-. Las jotas de corazones y las de picas son comodines.

– Estoy dentro -dije.

Creía que la absenta me ardería en la garganta, pero entraba bien y dejaba una sensación cálida. Como cuando comías caramelos. Dulce. Me apetecía bebérmela toda, por eso dejé el vaso al cabo de dos sorbos.

Alex se dio cuenta, pero no hizo ningún comentario, jugamos a las cartas, apostando peniques que sacamos de la botella en la que iba guardándolos James desde que estaba en la universidad. Todos hicimos trampas.

– No voy -dijo Alex al cabo de un rato, lanzando sus cartas sobre la mesa-. No tengo nada.

Nos habíamos sentado en el suelo, la mesa baja era lo que nos separaba. James me rodeaba con un brazo, haciéndome cosquillas en el brazo con los dedos. Dejó el puro en el cenicero.

– Y además estás arruinado, tío.

– Estoy arruinado -confirmó Alex-. En la más absoluta miseria. Desvalijado.

– Yo tampoco tengo nada -dijo James-. ¿Qué tienes, nena?

Les mostré mi mano. Es fácil ganar a dos hombres atontados por el alcohol.

– Tengo una pareja de reyes.

Alex se frotó las uñas en el pecho desnudo.

– Eso seguro.

Yo miré las cartas que tenía en la mano, la reina de corazones flanqueada por el rey de tréboles y el de picas. No me extrañaba que estuviera tan sonriente.

– Pagadme, chicos.

– Los dos estamos sin blanca -dijo James, frotando la nariz contra mi oreja-. Te pagaré con favores sexuales.

Me volví a mirarlo. Me sonrió. Tenía las mejillas rojas y los ojos resplandecientes bajo las oscuras pestañas.

– Eso me vale contigo, ¿pero qué pasa con Alex?

Los dos miramos a Alex, que tenía la atención puesta en las cartas desparramadas por la mesa. Levantó la vista al oír su nombre, y fue la primera vez que no parecía tener el control de su expresión.

Durante casi toda la noche habíamos sido dos y una, pero en ese momento, igual que en el País de las Maravillas, volvíamos a ser tres. Las tres puntas de un triángulo. Una trinidad.