– Creo que eso depende de ti -dijo James por fin, con un ronco murmullo.

Tenía la oportunidad de dejar las cosas como estaban. De elegir la perfección y no el cambio. Podría haber dicho que no, todos nos habríamos echado a reír ante la ocurrencia y nos habríamos ido a acostar cada uno a su cama. Podría habernos ahorrado mucho dolor.

Pero lo deseaba, y al contrario que con la absenta, no lo aparté.

Alex había sido el centro de atención para James y para mí, pero, de pronto, yo era el centro de atención de dos atentas miradas, una azul claro, la otra, de un gris ahumado.

– Anne… -dijo James.

Pensé que iba a decir que era una broma. Que iba a poner fin al juego. Pensé que iba a salvarme de mí misma, pero, al final, dijo solamente:

– ¿Quieres que Alex te bese?

Lo deseaba tanto que todo mi cuerpo temblaba, pero antes tenía que asegurarme de que no había problema. Me volví y puse la boca junto a la de James, tan cerca que nuestros labios se rozaban a cada palabra.

– ¿Quieres que Alex me bese?

James sacó la lengua para humedecerse los labios, humedeciendo los míos al mismo tiempo. Entreabrimos los labios. Tomamos aire, lo dejamos escapar, pero no nos besamos.

– Sí -respondió finalmente-. Quiero ver cómo te besa.

Aparté a un lado lo que creía que deseaban ambos hombres. Yo los deseaba a los dos. Podía tener lo que deseaba. ¿Importaba tanto cómo habíamos llegado hasta allí, o por qué, si, al final, todos íbamos a conseguir lo que deseábamos?

– Estás borracho -susurré contra la boca de James.

– Tú no -me respondió él con otro susurro.

Resbalé y caí, dando vueltas, hacia las profundidades de sus ojos, pero su sonrisa me devolvió a la realidad.

– ¿Quieres hacerlo? -pregunté.

James me acarició el pelo y me quitó el pasador.

– Sólo si tú quieres, nena.

James miró a su amigo por encima de mi hombro.

– Si en alguien puedo confiar tu seguridad es en Alex.

Me volví a mirar a Alex. Esta vez no me hizo falta ninguna pastilla roja para adentrarme en el País de las Maravillas. Bastaba con inclinarme un poco sobre la mesa. Lo hice, apoyándome en el tablero con una mano, la otra entrelazada con la de James.

Él me había preguntado si quería que Alex me besara, pero esa primera vez fui yo quien lo besó. El momento me pertenecía. Era mío.

Intente mantener los ojos abiertos, pero en el último momento me faltó valor y no pude mirar. Su boca era cálida, sus labios más carnosos que los de James. No se movió hacia mí, pero su boca obedeció a mis deseos, abriéndose.

Al poco de estar en aquella posición se me durmió la muñeca. Pero no importaba. Había sido un beso bastante largo para ser el primero, una exploración vacilante a la que creí que los nervios restarían emoción. Me separé y abrí los ojos.

Alex había cerrado los suyos también y aquello hizo que sintiera una inesperada ternura hacia él. Tenía un aspecto más dulce, un príncipe que aguarda el beso del verdadero amor que lo despertará de su sueño. Pero fue sólo un segundo, al cabo del cual abrió los ojos. Sus ojos ardían.

Me puso entonces la mano en la nuca, para mantenerme en el sitio y me dio un beso que me dejó sin aliento, con ansia, pero se separó en el último momento.

La mesa se me estaba clavando en el estómago. Seguía teniendo la mano entrelazada con la de James. El beso se alargó indefinidamente, pero terminó antes de llegar a hartarme.

Esta vez cuando abrí los ojos, Alex me estaba mirando.

– Ahora déjame ver cómo lo besas a él -dijo.

Miré a James y me acerqué a él.

– ¿Seguro que no hay problema?

Él me rodeó con sus brazos.

– ¿Quieres hacerlo tú?

– ¿Quieres que lo haga?

Las manos que tenía entre mi pelo se deslizaron por encima de mis hombros y descendieron por mis brazos hasta llegar a mis manos temblorosas. Juntó nuestras palmas entrelazando los dedos. James inspiró entrecortadamente, muy despacio, y miró por encima de mi hombro. No sé qué vería, pero bastó para hacerle sonreír cuando volvió a mirarme.

– Sí que quiero.

Nunca había sido infiel a mi marido. No tenía motivos para sospechar que él lo hubiera sido conmigo. Sin embargo, allí estábamos los dos, invitando a una tercera persona a nuestra cama. Tendría que haber estado loca para no sentir algo de excitación.

El deseo venció sobre el sentido común, igual que en ocasiones pasadas, y mi cuerpo ignoró el sabio consejo de mi mente y mi corazón. Era más vieja, pero, al parecer, no más sabia.

Estaba entre los dos, una reina con dos reyes. Los dos estaban tensos y preparados para abalanzarse de un salto, aguardando que yo diera la orden. No se parecían, pero, en aquel instante, me parecían idénticos.

– Vamos -dije en voz queda y ronca, pero los dos me oyeron. Les hice la señal de que me siguieran con un dedo, y me di la vuelta a ver si de verdad me seguían.

Subí los dos escalones que separaban el cuarto de estar de la cocina, avancé pasillo adelante en dirección a nuestro dormitorio y entré. Me desabroché los botones y me bajé la cremallera mientras andaba. Para cuando llegué a la cama, camisa y vaqueros estaban por los suelos. Me detuve en sujetador y bragas al pie de la cama y me di la vuelta.

Esperando.

Los oí por el pasillo, el susurro de sus pies descalzos sobre el suelo de madera, el sonido de las cremalleras al bajar y el roce de la ropa deslizándose por la piel. Esperé para ver quién pasaría primero. ¿Sería James buen anfitrión y cedería paso a su invitado?

Aparecieron los dos juntos en la entrada de la habitación, hombro contra hombro, desnudos de cintura para arriba. Con la cremallera bajada, los vaqueros de Alex se le descolgaban aún más de las caderas, revelando el comienzo de una senda de vello oscuro. La parte delantera del pijama de James estaba abultada ya. Sonreí.

Como compañeros de equipo que llevan tanto tiempo jugando juntos que pueden adelantarse a las jugadas del otro, James y Alex se giraron un poco cada uno hacia un lado de manera que pudieran entrar al mismo tiempo. Sus cuerpos se alinearon y se separaron en cuanto estuvieron dentro. Aunque ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, la imagen de los dos cara a cara quedó grabada a fuego en mi cerebro.

Los que dicen que las mujeres no se excitan con la vista están muy equivocados. Verlos me dejó la garganta seca y el corazón empezó a martillearme en el pecho. Mi clítoris palpitaba. Necesitaba tocarlos, lo ansiaba.

Tendí las manos hacia ellos, una a cada uno, y ellos la aceptaron. Tiré y ellos se acercaron. Les rodeé la cintura con los brazos y ellos pusieron los suyos alrededor de mis hombros. Ya no éramos un triángulo con puntas marcadas e implacables, en ese momento formábamos un círculo de extremidades entrelazadas, unidas por el deseo.

Besé a los dos, uno detrás de otro. Mientras James estaba en mi boca, Alex se ocupaba de mi garganta y mis hombros. Cuando la lengua de Alex danzaba con la mía, James acarició la elevación de mi pecho y me desabrochó el sujetador para poder chuparme los pezones endurecidos.

Estábamos bailando otra vez, esta vez a un ritmo mucho más lento que el que impusiera el amigo disc-jockey de Alex con su música. James me conocía y Alex conocía a James, y juntos descubrieron dónde era mejor acariciarme, tocarme y chuparme.

De pie, me quitaron las bragas y me separaron las piernas. Eché la cabeza hacia atrás y las puntas del pelo me rozaron los omóplatos mientras dos bocas trazaban las curvas de mis caderas y mi vientre redondeado.

Hablaban en susurros, palabras que no llegué a entender. Tenían un lenguaje secreto de suspiros y risas.

Abrí los ojos para estabilizarme. Entonces coloqué una mano en el hombro de cada uno y presioné para que se juntaran. Me estiré para besar a James mientras enganchaba los dedos en la cinturilla de su pijama y se lo bajaba. Sin interrumpir el beso, utilicé los pies para quitarlos de en medio. Su pene erecto se precipitó hacia arriba entre los dos, trasladando su calor a mi vientre, y James soltó una imprecación contra mis labios. Cuando me giré hacia Alex, esos ojos suyos de mirada lánguida resplandecían.

Su piel estaba tibia cuando puse las manos en su torso. El corazón le latía con fuerza bajo mi palma. No estaba bruñido por el sol, como James. Sus abdominales y sus pectorales no se habían fortalecido a base de trabajo físico, sino haciendo pesas en algún gimnasio caro. Su cuerpo estaba hecho para llevar trajes de diseño y ser acariciado con adoración. Ladeó la cabeza e introdujo la mano entre mi pelo a la altura de la nuca.

Se quedó así un segundo. «No te eches atrás, ahora no», pensé. La mano que James tenía apoyada en mi cadera, los dedos relajados, me instaron a moverme. Yo deslicé las manos por el torso de Alex hasta llegar a sus caderas. Repetí el trazado con la boca. Entonces me arrodillé delante de él y enganché los dedos en sus vaqueros, tirando de ellos muy despacio para saborear la excitación del momento.

Al principio no podía mirarle el pene, de modo que cerré los ojos mientras frotaba la nariz contra sus muslos y le bajaba los pantalones hasta el suelo. Alex salió de ellos. Su miembro erecto me rozó el pelo, la mejilla, y le acaricié suavemente las corvas y las rodillas.

Me enderecé, aunque permanecí de rodillas y abrí los ojos. Levanté la vista hacia los dos, mis reyes, expectantes.

Y me enamoré.

De James me enamoré de nuevo al ver la expresión de orgullo y adoración de su rostro. De Alex me enamoré al ver el destello de vulnerabilidad y ternura con que me apartó el pelo del rostro.

Mis dudas, muchas a pesar de haber estado ignorándolas, se desvanecieron. Lo que quiera que fuera aquello, estaba bien. Lo estaba para ellos. Para mí. Para nosotros.

Tomé a Alex primero, metiéndome en la boca su miembro, a cuya longitud no estaba acostumbrada, mientras sujetaba la base con la mano para controlar el ritmo. Él enredó los dedos en mi pelo y emitió el gemido más sexy que había oído en mi vida. Impulsó las caderas hacia delante y engullí el resto. Su pene era más largo, pero no tan grueso como el de James. Era precioso. Chupé primero el glande y después el resto, una y otra vez, acompañando con la mano la estimulación de labios y lengua.

James aguardaba con paciencia, era yo la que estaba impaciente por tener su sabor en mi boca también. La abrí para él, adaptándome sin esfuerzo a sus proporciones. A él se la chupé a un ritmo más rápido, succionando con más energía. Él hizo algún movimiento espasmódico y se rió. Me encanta oír cómo se ríe cuando su pene está en mi garganta.

Hacer el amor a dos bandas era complicado y me movía con torpeza. Veía la erección del otro, deseosa de entrar en mi acogedora boca, y las manos a veces se me resbalaban cuando en realidad quería acariciar. Todo era humedad y descoordinación. Risas entrecortadas brotaban de sus labios entre suspiros y gemidos. Los dos estaban totalmente empalmados. Noté en la lengua el sabor de la mezcla de sus fluidos, excitándome sin medida.

No sé quién de los dos hizo que me detuviera ni quién de los dos me instó a levantarme, porque cuando lo hice los dos me sujetaban. Me empujaron con suavidad hacia la cama, donde llegó el turno de ser adorada.

Ellos estaban más coordinados que yo. Sin necesidad de decir nada acariciaron mi cuerpo con sus manos y sus bocas. Yo sólo tenía que dejarme hacer.

El tiempo se diluyó durante un instante mientras los tres nos contorsionábamos y nos retorcíamos en un caos de extremidades entrelazadas. Me reí entre dientes al oírlos.

– Tócala ahí.

– A ver si le gusta… sí. Así.

– Aparta, tío. Déjame…

– Hazlo otra vez.

Y lo hicieron otra vez. Y otra. Lo repitieron todo juntos y por separado. El placer fue aumentando hasta alcanzar cotas dolorosas; hasta creer que iba a desmayarme; hasta desear encontrar alivio.

Hasta ahogarme en él.

Como si hubieran estado esperando esa señal, y con sólo una mirada, los dos se retiraron. Nuestra respiración sonaba agitada. Estábamos sudorosos y el aire olía a sexo.

– Jamie, siéntate. Anne, ven aquí -ordenó Alex con voz ronca, pero sin vacilar.

¿Cuántas veces habría hecho aquello? Las suficientes como para dirigir la coreografía con total seguridad. Hicimos lo que nos pedía. James se tumbó de espaldas y me llevó consigo, apretándome encima de él. Su pene palpitaba en mi espalda cuando me acomodé entre sus piernas. Entonces basculó hacia atrás y yo con él. Arqueé la espalda y me lamió la mejilla mientras yo me agarraba al cabecero de la cama.

Estaba tan mojada, tan preparada, que no tardó ni un segundo en estar dentro de mí. Lo habíamos hecho antes en aquella postura, pero nunca tumbados los dos. Lo habíamos hecho conmigo sentada encima de él dándole la espalda, la postura del columpio, según el libro que me regalaron mis amigas en mi despedida de soltera. También funcionaba así.