James me sujetó por las caderas y embistió despacio. El ángulo era distinto. Su pene acariciaba mi sexo en lugares a los que no estaba acostumbrada. Yo me arqueé para permitir una penetración más profunda.
Tenía tantas ganas de correrme que sentía que mis músculos se movían espasmódicamente, pero en aquella postura, mi clítoris no recibía la estimulación necesaria. Me removí, impaciente. James me mordió en el hombro, arrancándome un grito de placentero dolor.
Solté un grito más sonoro al notar humedad en mi clítoris. Abrí los ojos como platos y miré hacia abajo. Alex estaba de rodillas junto a mí, con el pene en la mano, masturbándose lentamente al tiempo que lamía mi sexo.
Yo solté un grito entrecortado. La imagen de su negra cabeza inclinada sobre mi sexo mientras otras manos me sujetaban por atrás y otro pene me llenaba me volvió loca de deseo.
James empujaba mis caderas, soportando mi peso y variando el ángulo para poder embestir con más profundidad aún. Solté una de las manos del cabecero, me lamí la palma y rodeé el miembro de Alex con ella. Él gimió, soltando una bocanada de aire caliente sobre mi carne ardiente. Comencé a masturbarlo muy despacio y fui aumentando la velocidad, haciendo de mi puño un coño que pudiera follarse.
A partir de ahí todo empezó a ondular como una bandera de seda con la brisa. Nos movíamos. Follábamos. Nos corrimos, los tres al mismo tiempo, un hombre dentro de mí, el otro en mi mano.
En el silencio que sobrevino, nuestros cuerpos fueron enfriándose con el aire nocturno que se colaba por las ventanas. El sueño se apoderó de nosotros, aunque no sentíamos la tentación de soñar lo que ya habíamos vivido. La cama era lo bastante grande para los tres, pero cuando me desperté en algún momento de la noche, había un solo cuerpo a mi lado.
Debería haber podido decir quién era, debería haber sabido, pese a la oscuridad, que era James. Debería haberlo sabido sin duda, pero perdida entre el total abandono y la consciencia, no me bastó con pasar la mano sobre aquel cuerpo.
No estaba segura de quién estaba y quién se había ido, sólo sabía que allí estaba uno de ellos… y no me importaba cuál de los dos fuera.
Capítulo 10
Me desperté temprano y me arrastré hasta la ducha. Acuclillada en el suelo, abrazándome las rodillas, dejé correr el agua caliente mientras el pánico cundía en mí. ¿Qué había hecho? ¿Qué habíamos hecho? ¿Qué iba a suceder a partir de ese momento?
Comprendía lo que era el sexo y el placer. Comprendía el deseo. El amor. Yo amaba a mi marido. Él me proporcionaba placer, y yo trataba de corresponderlo. Pero lo de la noche anterior no había tenido nada que ver con el amor. Lo de la noche anterior había sido sólo deseo y pasión. Anhelo carnal desenfrenado.
También sabía lo que era eso.
Me había enamorado por primera vez a los diecisiete años. Michael Bailey, no Mike. Jugaba al béisbol y al fútbol. Aquel año fue el capitán del equipo. Era muy guapo y simpático, y yo no era la única chica que estaba loca por él.
Nos sentaron juntos en clase de Álgebra. Compartimos sala de estudio el primer semestre de nuestro último año de instituto y nos sentamos juntos. Las matemáticas no eran mi fuerte, ni el suyo, pero descubrimos que estudiando juntos se nos hacían más digeribles los deberes. La primera vez que quedamos fue para estudiar en la cocina de su casa, comiendo las galletas que su madre sacaba del horno.
Se suponía que yo no era la clase de chica que le gustaba, la callada y estudiosa Anne Byrne, con sus gafas, la que nunca se metía en líos. Los deportistas del instituto salían con las chicas populares, igual que en las películas. Sin embargo, la vida no es una película, y por alguna razón le pareció lo más natural del mundo tomarme de la mano cuando me acompañó aquel día a casa. Igual de natural que el beso de buenas noches que me dio en el porche, para volverse caminando después, un chico convertido en un hombre casi de la noche a la mañana.
Nunca invité a Michael a casa. Comparada con la suya, mi casa parecía un manicomio, donde mis hermanas chillaban, me quitaban la ropa y jugábamos a indios y vaqueros. En mi casa las cosas nunca estaban mucho tiempo limpias, todo olía a tabaco y las comidas podían ser vergonzosamente bulliciosas o dolorosamente silenciosas, esto es, cuando mi padre estaba en uno de sus días malos, en cuyo caso todas tratábamos de hacer el menor ruido posible.
Me enamoré de la familia de Michael casi tanto como de él. La señora Bailey era la madre perfecta, siempre en casa, siempre perfectamente peinada y maquillada, aunque estuviera limpiando los suelos. Su padre era un agradable hombre con gafas a quien le gustaba hacer juegos de palabras para horror de Michael, pero que a mí me encantaban. Michael tenía un hermano mayor en la universidad a quien nunca conocí, pero a juzgar por las fotos parecía una versión un poco mayor de Michael. No se decían tacos, ni se fumaba ni se bebía.
Los Bailey me aceptaron sin reservas, con total naturalidad, como si no fuera distinta al montón de novias que Michael había tenido antes que yo. Y supongo que, por entonces, no lo era. Pero quería serlo. Quería gustarle más que cualquier otra chica. Quería que me quisiera más.
Yo era Catherine. Él era mi Heathcliff. Si todo hubiera desaparecido excepto él, habría seguido siéndolo. Michael era el sol, la luna, las estrellas, el alfa y el omega. Era el océano y yo me zambullí sin importarme que pudiera ahogarme.
Que iba a ir a la universidad estaba fuera de toda duda. Llevaba deseándolo desde que hice las primeras pruebas de aptitud en noveno curso. Había cursado solicitud a diversas universidades, pero al final me decidí por Ohio State porque era la que tenía mejores planes de financiación de estudios. La primavera de mi último año de instituto cumplí los dieciocho, me aceptaron en Ohio State y empecé a contar los días que faltaban para irme de casa. Lo único que empañaba mi absoluta felicidad era saber que tendría que dejar a Michael, aunque como también él había solicitado entrar en Ohio State aún albergaba la esperanza de que pudiéramos seguir juntos.
El sexo era algo que todo el mundo quería practicar y, había gente que lo hacía, algo de lo que los chicos se jactaban y que las chicas no querían admitir que hacían. Yo hacía todo lo que él quería que hiciese. Se corría en mis manos, mi boca, entre mis senos. Entre mis muslos. Le entregué mi virginidad sin pensármelo dos veces, sin que se me pasara por la cabeza la posibilidad de darle largas. Se la habría entregado antes si él me lo hubiera pedido, pero supongo que creyó que le diría que no.
Se tiene la percepción general de que la primera vez siempre es horrible, pero para mí no lo fue. Nos pasamos una hora con los preliminares, acariciándonos el uno al otro. No hay preliminares como esas primeras exploraciones juveniles, cuando desabrocharte un botón es causa de exaltación. Yo pasaba normalmente más tiempo mamándosela que él haciendo lo propio conmigo, pero aquella noche me chupó largo y tendido. Saboreé mis fluidos en sus labios cuando me besó. Para entonces estábamos desnudos, y su pene caliente y erecto me presionaba el vientre.
No habíamos planeado hacerlo, simplemente, ocurrió. Nos besamos. Nos movimos. De alguna forma, nuestras caderas rotaron y encajaron, y cuando me quise dar cuenta su pene erecto estaba a las puertas de mi sexo. Yo me arqueé. Él empujó. Yo estaba húmeda, resbaladiza y abierta a él. Todo ocurrió tan despacio y con tanta naturalidad, que no creo que ninguno de los dos se diera cuenta hasta que embistió y me penetró por completo. No me dolió, y cuando empezó a moverse, yo estaba tan cerca del orgasmo que no pude contenerme y lo agarré del trasero, instándolo a embestir más con más brío. Me susurró mi nombre al oído entre gemidos justo antes de la última embestida y se estremeció. Oírlo me llevó al orgasmo. Los dos nos corrimos con escasos segundos de diferencia aquella primera vez, la única vez que ocurrió. Lo hicimos muchas veces después de aquella vez, pero nunca fue lo mismo.
Como consecuencia del auge del sida, nos bombardearon el cerebro con el uso de condones, y siempre los usábamos. Menos aquella primera vez. Pero ya se sabe, basta con una sola. El caso es que nos tocó.
Creo que supe que estaba embarazada la primera vez que me desperté y las náuseas me hicieron salir corriendo al baño. Como siempre había tenido una regla muy irregular y dolorosa, me convencí de que la sensibilidad de los pechos, las náuseas y los mareos no eran más que síntomas premenstruales. No podía estar embarazada. Dios no me haría algo así.
Claro que no había sido Dios, sino mi propia estupidez.
Faltaban tres días para graduarnos cuando se lo dije a Michael. Como era el último curso y ya habíamos terminado los exámenes, no teníamos que asistir a clase. Aprovechábamos que sus padres estaban trabajando para hacer el amor con total abandono en su camita con el cabecero en forma de rueda de carreta. El sexo era bueno como sólo puede serlo cuando estás enamorado hasta los huesos y todo lo que hace tu pareja te parece maravilloso. Yo me corría más por cuestión de suerte que por nuestras habilidades amatorias, aunque no se podía evaluar con exactitud la magnitud de los orgasmos.
Se quedó tumbado sobre mí, la mano encima de mi vientre, que todavía no había empezado a crecer. Olía a crema bronceadora. Habíamos estado tomando el sol junto a la piscina. Estaba tan enamorada de él que sentía que me iba a reventar el corazón.
Había estado buscando el momento y las palabras perfectas, pero, al final, se lo dije sin andarme por las ramas: «Estoy embarazada». Como si le estuviera diciendo que tenía hambre o que estaba cansada.
En aquella posición no pude verle la cara, pero su cuerpo, tan relajado sobre el mío, se puso de repente tenso como la cuerda de una guitarra. No me preguntó si estaba segura. No dijo nada. Se levantó y entró en el cuarto de baño, cerrando la puerta de un portazo.
Esperé varios minutos a que volviera, oyendo cómo vomitaba. No esperé más. Me levanté, me vestí y me fui de su casa.
No me llamó. Mi corazón se hizo añicos, como cuando se estampa un vaso de cristal contra un muro de ladrillo, y me corté tratando de recogerlos. Lo vi el día de la graduación. Permaneció de pie en el estrado, con la mirada fija en el frente.
Estaba de dos meses, y me faltaban tres para irme a la universidad. Conseguí trabajo de camarera para empezar a ahorrar dinero para la universidad. La vida se abría ante mí. Ante la inminente marcha y sin Michael para que me abrazara, tenía la impresión de que el mundo se derrumbaba bajo mis pies.
El suicidio era una opción demasiado extrema. No tenía dinero para pagar el aborto, por no mencionar lo que le habría costado a mi alma inmortal, de creer que tenía. Llegué a buscar «Adopción» en la guía telefónica, pero entonces me empezaron a sudar las manos y tuve que colgar por miedo a que fuera a desmayarme.
Fue una pesadilla peor que la de que me ahogaba. Me mataba la ansiedad cada vez que me pasaba las manos por el estómago o sonaba el teléfono y no era Michael. Pero tampoco cesaba nunca, como acaban haciendo otras pesadillas.
Sabía que estaba mal, pero bebí el primer sorbo que me quemó la garganta. Estaba de pie en la cocina con la botella de mi padre en la mano, esperando sentir lo que él sentía. Lo que debía de sentir, cuando no podía dejar de beber. Esperé a que el aturdimiento o algo, cualquier cosa, se apoderara de mí e hiciera desaparecer aquella ansiedad que me iba matando. No sentí nada.
Así que bebí un poco más, un chupito del tirón, que me hizo toser y atragantarme, pero conseguí tragármelo. Se asentó en mis tripas como un viejo amigo. Bebí otro chupito. Al tercero, la vida ya no me parecía tan mala, y comencé a entender la atracción que ejercía el alcohol. Más tarde, de rodillas delante del retrete, vomitando con tanta violencia que me rompí un capilar, pensaría que jamás volvería a beber.
Dos semanas más tarde, cargada con una bandeja de filetes especialmente pesada, sentí una horrible punzada de dolor que me desgarraba por dentro. Otra. Se me pasaron el tiempo suficiente para que pudiera servir la comida, pero una hora después empezaron de nuevo. Fui al cuarto de baño del personal y vi que tenía un coágulo de sangre del tamaño de mi pulgar en las bragas. Ahogué las lágrimas con las dos manos mientras me colocaba una compresa, y regresé al trabajo.
Acabé el turno como pude. Una vez en casa, me metí en la ducha y vi caer la sangre por mis piernas y perderse en el desagüe. Mi risa parecía más un sollozo. No sabía qué hacer, sólo que Dios había escuchado unas oraciones que yo no había elevado.
En agosto, Michael fue al local en el que trabajaba yo. Pidió un refresco, que le llevé en vaso alto con una rodaja de limón. Le entregué una pajita sin que me la pidiera, con el extremo por el que iba a beber cubierto por papel protector, como si fuera a contaminarlo con los dedos.
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