– ¿Qué tal estás? -me preguntó con ojos huidizos, aunque era una hora de poco trasiego y los otros clientes estaban sentados en otra sección de la cafetería.

– Bien -dije yo, intentando recordar cómo había sido amarlo.

– ¿Cómo va…? -terminó la frase dirigiendo la vista a mi abdomen.

– Ya no está -dije yo, como si en vez de nuestro bebé se tratara de una molesta erupción cutánea que hubiera hecho desaparecer a base de pomada.

No me dolió la expresión de alivio que vi en su rostro. Yo había sentido lo mismo. Sólo que él no había visto la sangre, ni había tenido que soportar los dolores, como tampoco había tomado cartas en el asunto en modo alguno. Tal vez no fuera justo juzgarlo. Éramos jóvenes y habría huido de haber podido, de no haber sido porque llevaba el problema en mi seno.

– Eso es… -dejó la frase en el aire. No había tocado el refresco. Carraspeó al tiempo que hacía ademán de tomarme la mano, pero no lo hizo-. ¿Fue muy caro?

Quería estar furiosa con él, pero dado que mi amor por él había quedado reducido a cenizas, no pude encontrar nada que transformar en rabia. Al no recibir una respuesta, Michael debió de dar por hecho que sí. Asintió con la cabeza y expresión huidiza.

– Te daré el dinero. Y, Anne… lo siento.

Yo también lo sentía, pero no tanto como para contarle la verdad. No tanta como para devolverle el dinero. Me hacía falta para la universidad. Había pagado quinientos dólares en libros para el primer curso.

El vapor se separó como una cortina cuando salí de la ducha y agarré una toalla. Hacía mucho de todo eso. Me había dejado una cicatriz, igual que otras muchas cosas. Lo malo era que a veces me preguntaba qué habría sucedido si no hubiera deseado con tanta fuerza perder aquel niño. Me habían diagnosticado endometriosis, que puede ser causa de infertilidad. Una cosa no había tenido nada que ver con la otra, pero en mi mente estaban íntimamente relacionadas. Nadie podría asegurarlo.

Me sequé y permanecí en la puerta del cuarto de baño envuelta en la toalla. Oí dos voces masculinas. Hablaban y reían.

Sabía qué me había hecho pensar en Michael. Había sido el anhelo. Amaba a James, pero nunca lo había deseado ardientemente. No como había deseado a Michael. O a Alex.

Los dos levantaron la vista cuando abrí la puerta. Dos hombres tremendamente guapos con sonrisas que intentaban denodadamente ser idénticas. Olía a café. Alex me tendió una mano.

– Anne, vuelve a la cama -dijo.

Y lo hice.


Estaba en el aparcamiento de la cafetería cerrando el coche cuando vi que Claire salía de un coche deportivo de color negro a dos espacios de donde había aparcado yo. Cerró la puerta con todas sus fuerzas y le hizo un corte de mangas al conductor antes de que el coche saliera pitando de allí. Se dio la vuelta y me vio.

– ¡Los hombres son una mierda! -se quejó-. ¡La madre que parió a esos mamones!

Por una vez no estaba en desacuerdo.

– ¿Quién era ése?

– Nadie -me dijo-. Y cuando digo nadie, me refiero a que es un capullo inútil y fracasado.

– Creía que habías dicho que no tenías novio -dije yo, intentando hacerla reír, pero Claire estaba muy cabreada.

– No lo tengo -miró en la dirección que había tomado el coche-. Y si lo tuviera, no sería él.

Un coche desconocido aparcó junto al mío y se bajó Patricia. Cerró la puerta y se guardó las llaves en el bolso. Al darse cuenta de que la estábamos mirando enderezó ligeramente los hombros.

– El monovolumen gastaba mucho combustible. Lo hemos cambiado por éste.

Mi hermana no había conducido un coche usado en toda su vida. Miré a Claire, que no estaba haciendo caso. Mary apareció en ese momento con el coche de mi madre. Parecía que estábamos en una comedia de errores.

– ¿Dónde está el Escarabajo? -preguntó Claire.

– Tengo que cambiarle los neumáticos -contestó Mary, al tiempo que sonaba su omnipresente teléfono dentro del bolso. Metió la mano para apretar algún botón y el sonido paró-. ¿Vamos? Me muero de hambre.

A pocas semanas de la fiesta, habían empezado a llegar las confirmaciones. Saqué un montón de tarjetas con un «sí» o un «no» marcado en una de las caras.

– Madre mía, viene todo el mundo -Claire revisó otras cuantas tarjetas más y las puso en el montón con las demás-. Joder, chicas. Vamos a ser doscientos.

– Vamos a tener que llamar a la empresa de catering -dijo Patricia, siempre pragmática.

– ¿Dónde vamos a meterlos a todos? -pregunté sin esperar respuesta.

– Ya lo arreglaremos -la respuesta alegre de Mary nos llamó la atención a todas. Pareció sorprendida-. ¿Qué? Lo arreglaremos, ¿no?

– Vale, Mary Alegría de la Huerta -dijo Claire poniendo los ojos en blanco-. Si tú lo dices.

– Pues claro, ¿por qué no? -dijo Mary alegremente.

La miré detenidamente. Tenía las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes y una sonrisita fija en los labios. A ella también le pasaba algo. A todas nosotras. Era el verano de los secretos. Por lo menos parecía que Mary ocultaba algo bueno.

Nos repartimos lo que quedaba por hacer. Vajilla de papel, adornos, recuerdos de la fiesta. Discutimos los pros y los contras de contratar a alguien para que se ocupara de recoger después de la fiesta, y al final optamos por no gastar más dinero. El personal de la empresa de catering recogería lo que manchara y no habría platos para lavar, puesto que serían de papel.

– Podemos alquilar un contenedor de basura -dijo Patricia-. Que vengan a recogerlo al día siguiente.

– Deberías alquilar también un retrete portátil -apuntó Claire. Me robó unas cuantas patatas fritas más del plato tras acabarse las suyas-. Dos cuartos de baño para doscientas personas no van a ser suficientes.

Eso tampoco era una mala idea. Nuestra reunión estaba yendo bien, sin riñas. Patricia estaba inusitadamente callada, Mary desacostumbradamente radiante. Claire se excusó de pronto a mitad de la comida, pálida. Mis otras hermanas se volvieron a mirarme, como si yo tuviera una explicación.

– A mi no me miréis. Mary, tú la ves más que yo -dije yo, levantando las manos.

– Últimamente no -contestó Mary, mojando una patata frita en ketchup, pero no se la comió, sólo la miró sonriente-. Ha estado trabajando mucho y yo he estado fuera de la ciudad.

– ¿Fuera de la ciudad? ¿Dónde? -Patricia estaba sacando el dinero justo de su consumición otra vez.

– He pasado unos días con Betts. Quería mirar apartamentos para cuando empiece la universidad en otoño, y tenía que hacer papeleo.

Patricia levantó la vista de la calderilla.

– Ya. Deja que lo adivine. Has visto a ese tipo otra vez.

Mary parecía confusa.

– ¿Que tipo?

– Se refiere al tipo con el que te acostaste -explique yo.

Mary puso una mueca rara.

– ¿Joe? No.

– Pues desde luego tienes un color de cara estupendo -comentó Patricia colocando las monedas en ordenados montoncitos encima de los billetes.

Ninguna dijo nada. Patricia se quedó quieta un momento. Mary levantó el mentón, casi desafiante.

Vaya, vaya. Acababa de pillarlo. Igual que Patricia. No me atreví a mirarla.

– Joder -dijo Claire cuando se sentó de nuevo-. ¡La madre que parió a esos mamones!

Se quedó mirándonos, pero todas habíamos encontrado algo más interesante que hacer.

– ¿Que ha pasado aquí?

Y ni aun entonces rompimos el silencio, tal como nos habían enseñado a hacer.


James no se acordó de preguntarme que tal me había ido en el médico hasta bastante después.

– Bien -respondí yo acercándome un poco más al espejo para aplicarme la máscara de pestañas-. Me dijo que es bueno que haya disminuido el dolor. La intervención funcionó.

James se había afeitado y olía a la loción de romero y lavanda que se había puesto en la cara.

– ¿Y qué te ha dicho de las posibilidades de que te quedes embarazada?

– Dijo que podíamos intentarlo en cualquier momento -respondí yo sin pestañear

Él sonrió de oreja a oreja.

– Estupendo.

Tapé el tubo plateado, lo guardé en mi bolsa de las pinturas y me volví hacia él.

– No creo que éste sea el mejor momento para intentar quedarme embarazada, James. Piénsalo bien.

Se quedó inmóvil a mitad de camino de meterse el cepillo en la boca.

– Si no follas con él, no veo el problema.

Me crucé de brazos.

– No puedo creer que me estés diciendo esto. Nos hemos acostado los tres juntos dos veces. ¿Qué te hace pensar que un día hagamos algo más que chuparnos y hacernos pajas?

– Tú… no lo hagas y ya está -dijo James, encogiéndose de hombros, como si no tuviera importancia. Como si ver a tu mujer meterse en la boca la polla de otro hombre no estuviera mal pero en el coño sí.

En algún lugar de nuestra casa, Alex nos esperaba para ir a cenar. En algún lugar entre nosotros, pese a no encontrarse en la habitación. Fruncí el ceño, pero James parecía impasible.

– Me parece que no eres consecuente -le dije.

Él me acarició suavemente la mejilla y se puso a lavarse los dientes.

– Alex lo comprende -dijo con la boca llena de pasta.

Tardé un par de segundos en procesar la información.

– Explícate.

James escupió, se enjuagó y dejó el cepillo en su repisa, tras lo cual se giró y me sujetó de los brazos.

– No tiene ningún problema con ello. Sabe que tal vez queramos tener hijos. No le importa no follarte.

– ¿Habéis hablado de esto? -pregunté con gran esfuerzo, porque las palabras se me habían quedado atascadas en la garganta-. ¿Sin mí?

No le quedaba bien la cara de picardía.

– No es para tanto, Anne.

Yo me zafé de sus manos.

– Sí que lo es. ¿Cómo os atrevéis a hablar de algo así sin que esté presente? ¿Qué estabais haciendo? ¿Negociar?

Algo que no podría describir como culpa exactamente le cruzó el rostro.

– Nena, no te pongas así.

– ¿Qué habéis hecho? ¿Habéis impuesto algunas normas?

James desvió la mirada.

– Algo así, sí.

Sentí que me ponía pálida.

– ¿Qué normas?

– Oh, vamos, nena…

Aparté la mano que intentaba ponerme encima.

– ¿Qué normas?

James se apoyó en la encimera del cuarto de baño con un suspiro.

– Sólo que… no puede follarte. Eso es todo. Todo lo demás está permitido si tú quieres.

Me puse a recorrer la habitación de arriba abajo mientras ponderaba la cuestión. Habían estado hablando a mis espaldas. Habían hablado de mí.

– ¿Puede comerme el coño?

James se frotó la cara, pero respondió.

– Sí. si es lo que quieres.

– ¿Y yo puedo comerle la polla?

– Sólo si tú quieres, Anne -repitió James con paciencia-. Todo eso es sólo si tú quieres.

– ¿Desde cuándo? -pregunté con voz firme.

– ¿Desde cuándo qué?

Se hizo el tonto para evitar responder a mis preguntas. No era la primera vez. Era un truco que había aprendido a dominar gracias a su familia, y me parecía tremendamente irritante que intentara hacerlo conmigo.

– ¿Desde cuándo lleváis hablando de esto?

Me tendió los brazos, pero yo levanté una mano para mantener la distancia. James soltó un suspiro al tiempo que se pasaba la mano por el pelo, despeinándoselo. Retrocedió sin mirarme a los ojos.

– ¿Acaso importa?

Por un momento me costó que me saliera la voz.

– ¡Importa! ¡Claro que importa!

– Un tiempo -respondió pasándose la cuchilla de afeitar por las mejillas, aunque estaban tersas-. Salió el tema en una conversación.

– Por favor, explícame cómo pudo salir en la conversación el tema de dejar que tu amigo se follara a tu mujer, James -dije-. Ah, no, perdón. De no dejar que tu amigo se follara a tu mujer.

Se volvió hacia mí.

– De acuerdo. Un día vi la encuesta que habías hecho en una de las revistas que tienes en el baño. Creí que estaba haciendo algo que deseabas.

De haber creído que sólo me decía aquello para tratar de aplacar mi enfado, probablemente habría saltado con algo, pero su sinceridad me pilló desprevenida.

– ¿Qué encuesta?

– Una que hablaba sobre las fantasías sexuales. Respondiste que tu mayor fantasía era estar con dos hombres al mismo tiempo.

Me dejó tan descolocada que creía que el suelo se movía bajo mis pies. Tuve que agarrarme a la encimera.

– No tengo ni puñetera idea de qué hablas.

Una mentira envuelta en verdad puede parecer creíble. A James no se le daba bien mentir, pero creí que me estaba diciendo la verdad, o una parte al menos.

– Eso es lo que decía -me respondió-. Y pensé que lo deseabas. Así que…

– Así que lo organizaste todo. ¿Entonces ha sido todo un montaje?

Él se encogió de hombros y levantó las palmas. Tuve que mirar hacia otro lado para no darle una bofetada.