– Venga -James esperó a que levantara la vista-. No te disgustes. No soporto verte disgustada.
Yo quería explicarle que disgustarse de vez en cuando no era malo, pero no lo hice. Que una sonrisa podía hacer tanto daño como un grito.
– Me pone furiosa.
– Lo sé.
Me acarició el pelo. No lo sabía. No estoy segura de que un hombre pueda llegar a comprender jamás lo complicado de las relaciones femeninas. No quería comprenderlo. James también prefería quedarse en la superficie.
– A ti nunca te pregunta -ladeé la cabeza para mirarlo. El agua me salpicaba haciéndome parpadear.
– Eso es porque sabe que no voy a responder -acarició mi entrecejo con la yema de un dedo-. Sabe que eres tú la que está al mando.
– ¿Por qué soy yo la que está al mando? -quise saber, aunque ya conocía la respuesta.
Para él era fácil, hacerse el intachable.
– Porque se te da bien.
Fruncí el ceño y me aparté de él para tomar el bote de champú.
– Me gustaría que me dejara en paz.
– Pues díselo.
Suspiré y me di la vuelta.
– Sí, claro. Como si eso funcionara con tu madre, James. Es una mujer siempre abierta a las sugerencias.
Él se encogió de hombros y me tendió la mano para que le pusiera un poco de champú en la palma.
– Se quejará un poco, y ya está.
Lo que yo quería era que fuera él quien le dijera a su madre que nos dejara en paz, pero sabía que eso no iba a ocurrir. A él, el hijo que nunca hacía nada mal, le importaba un bledo si sus padres se enfadaban. No era su problema. Así, impotente y consciente de que yo tenía la culpa, me tragué la ira y me concentré en lavarme el pelo.
– Vamos a quedarnos sin agua caliente.
Ya empezaba a salir tibia. Nos dimos prisa en terminar de lavarnos, compartimos la esponja y el gel, jugueteando también además de lavarnos. James cerró el grifo mientras yo alcanzaba dos gruesas toallas del armario situado junto a la ducha. Le pasé una, pero antes de que me diera tiempo a empezar a secarme, James me sujetó de una muñeca y me atrajo hacia él.
– Ven aquí, cariño. No te enfades.
Me resultaba difícil aguantar mucho tiempo enfadada con él. Puede que James se quedara tan tranquilo sabiendo que nunca hacía nada mal, pero eso le hacía mostrarse aún más generoso en sus demostraciones de afecto. Me secó cuidadosamente, escurriéndome el agua del pelo y dándome suaves golpecitos con la toalla en el resto del cuerpo. Me secó la espalda, los costados, detrás de las rodillas. Entre las piernas. Se arrodilló delante de mí y procedió a levantar y secarme los pies, uno después del otro. Cuando dejó la toalla a un lado, mi pulso latía desacompasado. Tenía la sensación de que la piel, ya enrojecida a causa del agua caliente de la ducha, iba a empezar a echar humo de un momento a otro. James me puso las manos en las caderas y me atrajo suavemente hacia el.
Cuando se acercó para depositar un beso en la mata de vello rizado que se alojaba entre mis muslos, no pude contener el suspiro. Me atrajo todavía más hacia el sujetándome por las nalgas y me retuvo en la posición adecuada mientras sacaba la lengua para chuparme el clítoris. Uno, dos ligeros lametazos y tuve que morderme el labio para contener un sonoro gemido.
Baje la mirada y observé su oscura cabeza. Sus fuertes muslos cubiertos de áspero vello también oscuro, flexionados en posición arrodillada. La densa mata de vello púbico que protegía su pene ya abultado contrastaba brutalmente con la tersura de su torso y su trasero libres de vello. Tan sólo tenía un poco en el vientre. Se inclinó sobre mí para besarme con ternura. Su lengua y sus labios acariciaban, su aliento atormentaba.
Una mujer que no se sienta poderosa cuando tiene a un hombre arrodillado ante ella besándole el sexo con adoración se engaña a sí misma. Coloqué la mano en su nuca. Su boca seguía trabajándome con ansiosa delicadeza, instándome a balancear las caderas hacia delante. La tensión empezó a arremolinárseme en el vientre. Noté que deslizaba las manos por mi trasero, trazando círculos que yo imité en el movimiento de mi pelvis.
Cuando me empezaron a temblar los muslos, me ayudó a dar media vuelta, hasta que conseguí apoyarme en el borde de la bañera con patas. El frío metal debería haberse puesto a crepitar cuando entró en contacto con mi piel. El borde se me clavaba en el trasero de una manera incómoda, pero cuando James, aún de rodillas, me separó las piernas y me penetró con boca y dedos, me olvidé de todo.
Gimió en un susurro cuando me metió un dedo. Yo jadeé cuando añadió un segundo dedo. James era de esos amantes de mano lenta, como la canción. De caricias suaves.
No siempre he sabido cómo responder a él. Sus caricias lentas y sedosas al principio me descolocaban. No había esperado nada más. Me había acostado con James porque llevábamos ya un par de meses saliendo juntos y él esperaba que sucediera, y porque no quería decepcionarlo. No me fui a la cama con él porque pensara que podría hacer que me corriera.
Ahora me daba suaves lametazos al tiempo que me metía los dedos ligeramente curvados para poder masajear levemente el botón esponjoso de mi punto G. Me agarré al borde de la bañera, arqueando la espalda, las piernas abiertas ampliamente. Me dolía. No me importaba nada. Después se me quedarían rígidos los dedos y una línea roja en las nalgas de sujetarme con tanta fuerza a la bañera de metal, pero en ese momento, con James entre las piernas, el placer barrió todo lo demás.
La primera vez que nos acostamos juntos, no me preguntó si me había corrido. Ni la segunda, ni la tercera. Dos meses después de empezar a acostarnos, una noche estábamos en un hotel al que habíamos ido a pasar un fin de semana sin avisar a nadie, cuando se detuvo en mitad de un beso y bajó la mano.
– ¿Qué quieres que te haga? -me preguntó en voz muy baja, pero de forma desprovista de retórica, sin alardear.
Había estado con chicos que daban por sentado que unos minutos de jugueteo con el dedo bastaban para hacerme alcanzar el éxtasis. Acostarme con ellos no había significado nada para mí, no había surtido efecto alguno. Había fingido el orgasmo para mantener las apariencias, y yo lo prefería así. De esa forma me resultaba más fácil encontrar motivos por los que romper con ellos y hacerles creer que era cosa suya.
James me lo preguntó con sinceridad al comprender que lo que me había estado haciendo hasta el momento no había funcionado, pese a que yo no le hubiera dicho nada. Me acarició con suavidad el clítoris y los labios, haciéndome estremecer. Entonces me miró a los ojos.
– ¿Qué puedo hacer para que te corras?
Podría haberme limitado a sonreír y hacerle gorgoritos, a decirle que era perfecto en la cama, el mejor amante que había tenido en la vida. Podría haberle mentido, y al cabo de un mes habría encontrado alguna manera de hacerle creer que no quería seguir saliendo conmigo. Creo que hasta pensé en hacerlo. Nunca he sabido bien por qué no lo hice, por qué, en cambio, al levantar la vista y mirar a James a esos ojos tan característicos sólo pude decirle: «No lo sé».
No era verdad, pero era al menos más honesto que decirle que estaba haciéndolo todo lo bien que se podían hacer las cosas. Abrí la boca para recibir su beso, pero James no me besó. Se quedó mirándome, pensativo, trazando lentos círculos con la mano sobre mis muslos y mi vientre, aventurándose de vez de cuando a estimularme el clítoris.
– Te quiero, Anne -me dijo. Era la primera vez, aunque no el primer chico que me lo decía-. Quiero hacerte feliz. Deja que lo haga.
No estaba muy convencida de que pudiera yo hacer algo así, pero le sonreí. Él me sonrió. Se inclinó y me besó en los labios con exquisita suavidad. Su mano seguía moviéndose, lenta y acertadamente.
James se había pasado una hora entera chupándome, besándome y acariciándome. Yo no me había resistido ni protestado, contenta de dejarle hacer lo que le viniera en gana. Hasta que, al final, incapaz de soportarlo más, mi cuerpo me sorprendió y el placer se apoderó de todo.
Lloré la primera vez que consiguió que me corriera. No de pena. Sino de absoluta liberación. De alivio. James me había proporcionado un orgasmo, pero yo no me había abandonado por completo a él. Seguía sabiendo quién era. Podía decirle que lo quería, en serio, y decirlo no me consumía. No debía tener miedo de perderme en él.
De vuelta al presente, James cambió de postura delante de mí y apartó un momento la boca de mi cuerpo. El respiro hizo que gimiera entrecortadamente, el placer más intenso si cabe cuando empezó a chuparme de nuevo. Con sus dedos fue dando de sí mi abertura vaginal. Yo deseaba más. Entonces cerró el puño alrededor de su pene y empezó a masturbarse.
– Noto lo cerca que estás -dijo con la voz ronca y un tanto amortiguada contra mi cuerpo-. Quiero que te corras.
Podría haberlo hecho con uno o dos lametazos más, pero me sentía codiciosa.
– Te quiero dentro de mí.
– Levántate. Date la vuelta.
Obedecí. Me había costado un tiempo aprender a responder ante James, pero desde entonces, él también había aprendido más cosas sobre mí. Me sujetó por las caderas mientras yo me sujetaba a un lado de la bañera. Entonces me incliné, ofreciéndome a él.
James me penetró hasta el fondo. Un grito se derramó por mi garganta. Empezó a moverse, empujando con lenta y deliberada precisión. Notaba el sexo hinchado acogiendo su erección, admitiéndolo en el interior de mi cuerpo. De mi clítoris emanaban pequeñas corrientes de placer que me subían y bajaban por vientre y muslos, y hasta los dedos de los pies, encogidos sobre la alfombrilla del baño.
El orgasmo me rondaba, aguardando el momento justo para estallar y arrastrarme. Contuve el aliento. Empujé contra él, y el golpeteo de mi trasero mojado contra su vientre hizo que soltara un gemido. El pelo me colgaba a ambos lados de la cara. Cerré los ojos para no distraerme con la araña que se había hecho el harakiri en el fondo de la bañera.
James se aferró con más fuerza a mis caderas. Sus dedos colisionaban con la solidez del hueso. Los pulgares se hundían en la tierna carne. Su pene me llenaba. Bajé una mano para meterme un dedo en el sexo hinchado y no pude contener los gemidos.
El teléfono sonó en ese instante.
Abrí los ojos y nuestro ritmo se vio alterado momentáneamente. El pene de James chocó contra el fondo de mi vagina. El súbito dolor hizo que soltara un grito ahogado hasta que logramos recuperarnos. El teléfono volvió a sonar, desarmando mi concentración con su áspero cencerreo.
– Falta muy poco, cariño -masculló James, retomando el paso.
Nuevo tono. Yo me tensé, pero James me retuvo poniéndome una mano en el hombro. Sus dedos se cerraron y tiraron de mí, muy cerca de mi garganta, presionando el punto en el que me latía el pulso. Después bajó la otra mano para reemplazar la mía y empezó a frotarme el clítoris de manera implacable. Llevándome hasta el precipicio.
Saltó el contestador. No quería escuchar. Estaba a punto de conseguirlo. Cerré los ojos otra vez. Agaché la cabeza. Me agarré a ambos lados de la bañera y me empujé contra James, abriéndome a él.
– Jamie -dijo una voz pausada, dulce como el caramelo-. Perdona que te llame tan tarde, tío, pero he perdido el reloj. No sé qué hora es.
Solté el aire que había estado conteniendo. James gruñó y embistió con más fuerza. Yo tomé aire y me esforcé por vencer el ligero mareo. El clítoris me palpitaba bajo los dedos de James.
– El caso es que sólo quería llamarte para decirte cuándo llego -una carcajada íntima se coló por el auricular del teléfono. Su dueño sonaba como si estuviera borracho o colocado o tal vez simplemente agotado. Tenía una voz profunda, lánguida y llena de matices. Como el sexo-. Voy a salir, tío, quiero pasarme por unos cuantos clubes nocturnos más antes de irme. Llámame al móvil, hermano. Ya sabes mi número.
A mi espalda, James dejó escapar un leve gemido apenas audible. Deslizó las uñas por mi espalda y me lanzó a un clímax tan potente que vi lucecitas de colores aun con los ojos fuertemente apretados.
– Y… Jamie -añadió la voz, bajando el tono aún más, el tipo de voz que se emplea entre alguien que está confiando un secreto-. Va a ser genial verte, tío. Te quiero, hermano. Y ahora me voy.
James gritó. Yo me estremecí. Nos corrimos al mismo tiempo, sin decir nada, escuchando las palabras de Alex Kennedy desde la otra punta del mundo.
Capítulo 2
– Seguro que llega tarde -mi hermana Patricia resopló por encima de la carta del restaurante-. Será mejor que no la esperemos.
Mi otra hermana, Mary, levantó la vista del mensaje de texto al que estaba respondiendo desde su móvil.
– Pat, aún no es tarde. Relájate.
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