– ¡Lo sabía! -gritó, empezando a llorar otra vez. Las lágrimas le ahogaban los ojos azules y le derretían el lápiz de ojos negro-. ¡Sabía que te decepcionaría!

Yo no estaba decepcionada. ¿Cómo iba a estar decepcionada? Sacudí la cabeza al tiempo que contestaba:

– Yo no estoy…

– No quería contártelo porque sabía que pensarías que soy estúpida -me interrumpió, tapándose el rostro con las manos-. No fui una estúpida, Anne. Fue un accidente. Estaba tomando antibióticos por una infección de orina y el condón se rompió…

– Ya está, Claire, shh. No creo que seas estúpida.

Enterró el rostro en los brazos y se abandonó al llanto. Los sollozos hacían que le temblaran los hombros, y la mesa por extensión. Se los rodeé con un brazo sin decir nada. Dejé que llorara.

Claire nunca había sido llorona, ni siquiera cuando sólo era un bebé. Patricia había sido la sensible. Yo la estoica, la que no lloraba ni siquiera cuando tenía ganas, pero Claire siempre había sido… Claire. Optimista. Descarada. No sabía qué hacer viéndola en aquel estado. Las hermanas no veníamos con un manual de instrucciones.

– ¡Soy una estúpida! -se lamentó-. ¡No debería haberlo creído cuando me dijo que me quería! ¡Hijo de puta!

Se deshizo en lágrimas nuevamente. Me levanté a servirle el refresco en un vaso con hielo y una pajita, y lo dejé en la mesa junto con una caja de pañuelos de papel y un paño húmedo y frío. Levantó la vista. Las lágrimas se habían llevado los últimos restos de maquillaje, y sin el maquillaje parecía mucho más pequeña. Me dieron ganas de llorar a mí también.

– Gracias -dijo, limpiándose la cara. Se colocó después el paño sobre los ojos y presionó durante un minuto.

– De nada -respondí. Le di un minuto de respiro antes de preguntar-: ¿Qué vas a hacer?

Se rió como si le doliera.

– No lo sé. Dice que no puede ser suyo. ¿Te lo puedes creer? Maldito cabrón. Pues claro que es suyo. ¡Maldito capullo casado!

Aquello causó una nueva ronda de sollozos. Yo no dije nada. Al cabo de un rato se limpió la cara.

– No sabía que estaba casado, Anne. Lo juro. El muy cabrón me dijo que estaba divorciado. Me mintió. ¿Por qué son todos tan cabrones?

– Lo siento.

– No tienes la culpa -dijo-. No todos los hombres pueden ser perfectos como James.

– ¿Eso crees? -sacudí la cabeza-. Claire, no le atribuyas tanto mérito.

Claire me miró con una sonrisa acuosa.

– ¿Por eso le haces mamadas a su amigo en la cocina mientras él está trabajando?

Claire era la única de mis hermanas que no me habría juzgado por ello.

– Es complicado.

– Vaya, mierda.

Le acaricié el hombro de nuevo.

– Sí, lo sabe.

– ¿Y le parece bien?

– Fue él quien lo organizó.

Torcí el gesto con amargura, aunque no sabía muy bien por qué. Yo lo habría deseado, pero si James no me lo hubiera ofrecido yo no habría aceptado.

– Sabía que eras una pervertida.

Se limpió otra vez la cara con el paño y se sonó la nariz. Después bebió un sorbo de ginger ale.

– No estoy muy segura de encajar en el término -dije y solté una carcajada.

– Anne, estamos hablando de dos tíos. Eso es pervertido. Y excitante.

Oímos el abrir y cerrar de puertas nuevamente cuando Alex salió del baño y regresó a su habitación. Claire suspiró y sus hombros delgados subieron y bajaron. Al final se derrumbó y apoyó la frente en la mano.

– No sé qué voy a hacer, Anne. Aún me queda un semestre en la universidad. Tengo un trabajo de mierda. No puedo contárselo a papá y a mamá. Se pondrían como locos.

– ¿Necesitas dinero?

Levantó la vista y me miró.

– ¿Quieres decir que si voy a abortar?

Yo asentí en silencio. Se miró las manos con el ceño fruncido y empezó a rasparse un punto de la uña en el que se le había descascarillado la laca.

– Creo que no puedo hacerlo.

Le tomé la mano y le di un cariñoso apretón.

– Entonces no tienes que hacerlo.

Empezó a llorar otra vez, pero esta vez yo sí supe qué hacer. La abracé para que pudiera sollozar en mi hombro. Le froté la espalda una y otra vez. Las lágrimas me empaparon la camiseta.

– Te apoyaré en lo que decidas.

– Tengo mucho miedo -susurró, como si estuviera avergonzada-. Ni te lo imaginas.

Tuve que cerrar los ojos y las lágrimas se me atascaron en la garganta.

– Sí que lo sé.

Ella me miró y luego miró hacia el pasillo.

– ¿No…?

– No. Michael Bailey.

– Pero si estabas en el instituto -dijo ella.

– Y fui una estúpida.

Claire se sorbió la nariz.

– ¿Se lo dijiste a papá y a mamá?

– No.

– ¿Te practicaron un aborto?

Negué con la cabeza.

– ¿Tuviste…? ¡No tuviste al bebé!

– No. Sufrí un aborto natural. Tal vez se debiera a la endometriosis. Tal vez no. No lo sé.

– Vaya -Claire parecía estupefacta-. No lo sabía.

– Nadie lo sabe. No se lo dije a nadie. Al final no tuve que hacerlo.

– ¿Qué hizo él?

Suspiré antes de contestar.

– No hizo nada. Rompimos.

– Me acuerdo de cuando rompisteis -dijo-. Te oía llorar por la noche.

– Ah, qué buenos tiempo -dije yo con falso cariño.

Claire se rió. Me abrazó y yo la abracé a ella. Después se bebió el resto del refresco.

– ¿Lo sabe James?

Volví a negar con la cabeza.

– Nunca se lo he contado.

Ella asintió como si le pareciera que tenía todo el sentido.

– Más te vale que estés tomando la píldora y uses diafragma -dijo totalmente en serio echando otro vistazo al pasillo-. Imagina el lío en que te podrías meter.

– Ya te lo he dicho. No me lo estoy follando. Está… acordado.

Claire puso una de sus caras típicas.

– Ya, ya.

– Si necesitas un médico, puedo recomendarte una doctora muy buena -dije yo, sin tratar de ser sutil con el cambio de tema.

– Joder. Un médico del coño. Por Dios -dijo Claire, enterrando la cara en las manos otra vez-. Necesito uno que no cobre mucho. Estoy en la ruina más absoluta.

– Ella no cobra mucho. Y es muy buena. Y si necesitas dinero…

Claire echó un vistazo alrededor de mi desvencijada cocina en una casa tasada en quinientos mil dólares.

– No eres una fuente inagotable de dinero que digamos, hermanita.

– Eres mi hermana. Si necesitas ayuda…

Claire sacudió la cabeza y me dirigió otra sonrisa líquida.

– Lo tendré en mente. Primero tengo que decidir qué voy a hacer.

Un silbido nos alertó del regreso de Alex, que entró en la cocina oliendo a la misma loción de romero y lavanda que se ponía James, y vestido con un traje oscuro, camisa roja y corbata negra. Tenía un aspecto muy profesional, aunque su sonrisa de satisfacción distaba mucho de ser tal cosa.

– Señoras, intenten no babear -dijo.

Claire puso los ojos en blanco y le sacó el dedo. Él se llevó la mano al corazón y retrocedió trastabillándose.

– ¡Ay! Eso me ha dolido.

– Si te comportas como un capullo presuntuoso, corres el riesgo de que te traten como tal -dijo Claire con sorna.

Me llamó la atención que hubiera dejado de flirtear, independientemente de que antes lo hiciera por costumbre. Claire flirteaba incluso con James, aunque no pretendiera nada. Pero retrocedió ante Alex. No es que estuviera siendo grosera. Simplemente no flirteaba.

Él se percató. Me gustaba eso de él, que era un hombre sagaz. De mente rápida. Podía resultar intimidatorio, pero también muy, pero que muy sexy.

– Anne, llegaré tarde esta noche. No me guardes cena ni nada de eso, ¿vale?

– No te preocupes. Hasta luego.

Asintió con la cabeza y le dedicó un saludo marcial a Claire, agarró las llaves del coche del portallaves que había junto a la puerta y se fue.

Una vez fuera, Claire dijo:

– Dios mío, una imagen muy doméstica.

– Pretendía ser amable, eso es todo. Sigue siendo un invitado.

– Ya, ya -dijo-. Es extraño, pero no me da la impresión de que sea el tipo de hombre que hace lo imposible por mostrarse amable.

Por alguna razón, su comentario me molestó.

– Ni siquiera lo conoces.

Ella se encogió de hombros.

– Es un Kennedy. Y no me refiero a uno de los que tiraban a Marilyn Monroe. Ya sabes a que me refiero.

– Pues la verdad es que no -dije yo frunciendo tanto el ceño que me dio dolor de cabeza.

– ¿Cuántas hermanas tiene, tres?

– Sí.

– Unas fulanas de alto nivel -afirmó Claire-. Están metidas en asuntos de drogas. Su madre trabaja en Kroger.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

Yo había asistido al mismo instituto que James y Alex, pero cinco años más tarde. No coincidimos en ningún momento. En caso de que las hermanas de Alex hubieran asistido también, tenía que haber sido antes o después de mí, porque no recordaba a ninguna.

– Kathy, la más pequeña, y yo, fuimos juntas al colegio. Estábamos en el equipo de las animadoras. Hablaba de él todo el tiempo. Alex. Él solía enviarle caramelos muy raros y cosas como pezuñas de cerdo enlatadas de donde fuera que estuviera en China.

– Singapur -corregí yo-. Y eso no significa que no sea amable.

Mi hermana volvió a encogerse de hombros.

– Lo único que digo es que sus hermanas eran unas fulanas y su padre uno de esos tíos que frecuentan la asociación de veteranos de guerra con minusvalías.

La miré fijamente durante un buen rato y en su favor tuve que admitir que pareció avergonzarse ligeramente.

– No creo que seas la más adecuada para juzgar a otros con tanta dureza, Claire.

– Sí -contestó ella con voz queda al cabo de un momento-. Pero al menos nadie finge que no sea verdad.

Claire tenía dos años el verano que ocurrió. No creo que pudiera recordar a nuestra familia de otra forma de cómo era en el presente. En cierta manera la envidiaba por no poder hacer comparaciones.

– Esta jodida fiesta… -dijo con un suspiro, cambiando de tema-. Estoy deseando que se termine.

– Sí, yo también.

– Vale, y ahora voy a saquear tu frigorífico -se levantó para pasar junto a mí, pero se detuvo-. Anne, ten cuidado, ¿vale? Con el asunto ése.

– Lo tendré -le aseguré yo, aunque no estaba segura de poder hacerlo. Aunque quisiera.


Descubrí el poder de un orgasmo a los dieciséis. A mí también me dio fuerte la manía de las adolescentes de pasarse horas mirándose en el espejo deseando parecerse más a las mujeres que salían en las revistas y menos a ellas mismas. Me metía en la ducha hasta que se acababa el agua caliente y luego plantaba cara a mis hermanas, furiosas porque habían tenido que esperar a que yo terminara. Me lavaba el pelo, me afeitaba las piernas y aquellos lugares en los que me parecía extraño que tuviera vello. Nunca se me había ocurrido pensar en la alcachofa de la ducha como otra cosa que no fuera su enorme utilidad para aclarar la espuma después de afeitarse las piernas.

Me gustó mucho la sensación que me causó el chorro del agua aquella primera vez totalmente involuntaria. De modo que me acerqué la alcachofa y la mantuve un rato allí. A los pocos minutos fue como si estallaran fuegos artificiales en mi interior. Tuve que sentarme en el suelo de la ducha de lo que me temblaban las piernas.

Después de aquello aprendí rápidamente cómo funcionaba mi cuerpo. Por las noches, bajo las sábanas y dentro de la ducha, exploraba las líneas y las curvas de mi cuerpo, descubriendo los puntos que me proporcionaban placer al acariciarlos. Aprendí a prolongarlo hasta que ya no podía más, y sólo con apretar los muslos era capaz de aguantar al borde del orgasmo durante una hora o más, y cómo cuando me dejaba ir por fin la sensación me hacía volar para caer después casi al mismo tiempo, dejándome saciada y con la respiración agitada.

Michael no fue el primero que me besó, pero si fue el primero que lo hizo después de descubrir lo que significaba el placer sexual. No me resultó difícil sumar dos y dos, pensé en el poder de mis manos para hacer que me retorciera y temblara de placer, y di por sentado que las suyas podrían hacer lo mismo. En ese sentido fui afortunada y desafortunada. Mi mejor amiga, Lori Kay, también había empezado a salir con un chico en serio que quería convencerla para acostarse. Ella no quería, no porque pensara que tuviera que esperar a estar casada ni por miedo a quedarse embarazada, puesto que llevaba tomando la píldora desde octavo curso para regular la regla. No, Lori no quería follar con su novio porque no tenía motivos para pensar que fuera a gustarle.

Nos habíamos contado muchas cosas sentadas debajo del árbol de su jardín o en el sótano cuando me quedaba a dormir con ella. A su novio le gustaba que ella se la chupara, pero cuando él le metía los dedos, Lori no disfrutaba, más bien le parecía irritante.

– Besarse es genial -me confesaba-. Pero cuando mete la mano entre mis piernas es como si se hubiera confundido haciendo los deberes y tratara de borrar. ¡Frotar, y otra vez a frotar!