El problema no estaba resuelto, pero Patricia le dedicó una pequeña sonrisa.
– Gracias.
El ruido de voces peleando en el pasillo dispersó la piña que habíamos formado en torno a Patricia. Claire salió a mediar en la disputa sobre a quién le correspondía el rotulador rojo. El teléfono de Mary sonó en ese momento y salió a hablar en privado. Patricia y yo nos miramos.
– Dime que no soy como mamá, Anne.
– No lo eres. No es lo mismo.
Pero las dos sabíamos que en realidad sí lo era.
Otro día más. James no estaba en casa cuando llegué, aunque una suave música y el olor a comida me recibieron cuando abrí la puerta. Salsa para espaguetis cocía a fuego lento sobre los fogones y estuve tentada de pellizcar un piquito de pan de ajo, pese a no tener hambre. Me serví un vaso de té helado y bebí mientras me quitaba los zapatos y sacaba una goma para recogerme el pelo.
– Hola -dijo Alex desde la entrada de la cocina-. Jamie vendrá tarde hoy. Creo que han tenido algún problema con el cemento o algo así.
Sonreí.
– Me conozco esa historia. ¿Has vuelto a preparar la cena?
Alex sonrió de oreja a oreja.
– Tengo que asegurarme de que no os importa tenerme en vuestra casa.
Lo observé detenidamente desde el borde del vaso.
– Ya, ya.
Alex se acercó.
– ¿No funciona?
Fingí pensar en ello.
– ¿Y si limpias los cuartos de baño?
Se acercó un poco más y con ello estalló una placentera tensión, aunque no se movió para besarme.
– Dame un tanga y haré lo que pueda.
Me venía bien reír después de la tarde que había pasado con mis hermanas. La situación de Patricia me había entristecido tremendamente, había sacado a relucir una suciedad que normalmente manteníamos enterrada. Lo miré a los ojos grises.
Alex me ofreció una forma de escapar si me apetecía olvidarme de todo durante un rato. Sin embargo, nos quedamos allí, como con timidez, como si no hubiéramos catado los fluidos orgásmicos del otro. Hizo un gesto con la cabeza en dirección a los fogones.
– Está casi lista la cena si tienes hambre.
Minutos antes lo último que me apetecía era comer, pero en ese momento me rugían las tripas.
– Sí. Hay ensalada en el frigorífico. Voy a sacarla.
– La pasta tardará unos minutos en cocerse. ¿Por qué no te das una ducha?
Mis labios se curvaron hacia arriba.
– ¿Tan mal huelo?
– No -contestó él, enrollándose en el dedo un rizo de mi pelo. Rebotó como un muelle cuando lo soltó-. Pero por tu aspecto yo diría que te sentaría bien estar un rato a solas.
Me quedé mirándolo boquiabierta. Al momento estaba en sus brazos, el rostro apretado contra su camiseta, llorando. Me di cuenta de que era una camiseta de James, aunque olía a Alex. Me acarició el pelo y apoyó la barbilla en lo alto de mi cabeza. No dijo nada, no preguntó nada, no trató de arrancarme qué era lo que me ocurría. Simplemente estaba allí de una manera que James, que sí habría tratado de sonsacarme lo que me ocurría, no habría estado.
No lloré mucho rato. La emoción era demasiado intensa para mantenerla mucho tiempo y pronto fue reemplazada por una sensación bien distinta y mucho más egoísta que me da vergüenza admitir. Levanté el rostro, que a buen seguro estaría rojo e hinchado, y lo miré.
– Lo lamento.
– No tienes por qué -respondió él, apartándome el pelo de la frente con un dedo.
– ¿No quieres saber qué me pasa?
Alex se echó hacia atrás, puso las manos en la parte superior de mis brazos y me miró a la cara.
– No.
Hice una pausa antes de continuar.
– ¿No?
– Si quieres contármelo, ya lo harás -respondió encogiéndose de hombros. Entonces sonrió-. Si no quieres hablar, también me parece bien.
Era una respuesta sencilla. No sabía si quería hablar o no, qué quería decir, hasta dónde estaba dispuesta a compartir con él. Entregarle mi cuerpo era una cosa. Entregarle mi persona era totalmente distinto.
– Se trata de mi hermana -dije, y la historia brotó de mis labios de forma intermitente. No le conté todos y cada uno de los detalles, sobre todo las partes en las que su historia corría paralela a la de nuestra madre. Andaba de un lado a otro mientras se lo contaba, y él escuchaba apoyado en la encimera con los brazos cruzados sobre el pecho.
– Me preocupa lo que le pueda suceder -dije al final-. Quiero ayudarla, pero no sé qué puedo hacer yo.
– A mí me parece que ya estás haciendo todo lo que puedes por ella, que es estar ahí.
– No me parece suficiente.
– Anne, no puedes solucionarlo todo -dijo Alex al cabo de un momento.
Llevaba un rato mirando cómo mis dedos seguían el trazado irregular de pequeñas motas que componían la encimera.
– Lo sé.
Alex tenía una provisión de diferentes tipos de sonrisas. La de ese momento consistía en una leve elevación del labio y una ceja. Algo parecido a un gesto de satisfacción y engreimiento.
– No, no lo sabes.
– ¿Qué se supone que quiere decir eso?
– Quiere decir que crees que deberías saber cómo arreglar la vida de tu hermana, sus problemas. Quieres arreglarlo todo y detestas no ser capaz de hacerlo.
– Eso no es cierto.
Alex enarcó aún más la ceja.
– Ya lo creo que sí.
Yo negué con la cabeza.
– Rotundamente no. Es sólo que se trata de mi hermana y quiero…
– Arreglarlo -terminó Alex en mi lugar con una sonrisa de absoluto engreimiento.
– ¿Por qué estás tan convencido de que me conoces?
Llena de irritación, agarré un paño y me puse a limpiar la encimera limpia, una excusa para hacer algo con las manos y algo que mirar que no fuera él.
Alex se quedó callado un minuto, pero yo me negaba a mirarlo.
– Tal vez no seas tú -dijo al final-. Lo mismo soy yo.
Me había cazado. Tiré el paño sobre la encimera y lo miré.
– ¿Qué?
Pensé que lo mismo era un jueguecito suyo, pero tenía un semblante muy serio.
– Arreglar las cosas todo el tiempo. Mejorarlas.
– Bueno… ¿es así?
El aire se llenó de tensión otra vez. Había algo en el ambiente, pero no conseguía identificarlo. Giró el cuello hacia un lado haciendo que le crujieran las vértebras. Esta vez era él quien evitaba encontrarse con mis ojos.
– Olvídalo. Tienes razón. No te conozco. Sólo digo tonterías. Se me da bien. No debería haberte dicho nada.
A veces, la imagen que los demás pintan de nosotros es mucho más precisa que un reflejo. El espejo nos devuelve la misma imagen pero al revés. Un retrato no siempre permite que veamos nuestro rostro, pero si lo que ven los demás.
– No puedo arreglarlo todo -dije en voz alta, consciente de que era cierto.
Alex me miró.
– Pero te gustaría.
– ¿No le gustaría a todo el mundo?
Alex se pasó una mano por el sedoso pelo, revolviéndoselo, y le cayó sobre la frente.
– Pero no todo el mundo se culpa cuando ve que no puede hacerlo. La mayoría de la gente comprende que el universo no descansa sobre sus hombros. La mayoría de la gente comprende que sólo porque quieras hacer algo no significa que tengas que cargar con la culpa cuando no sucede, Anne.
– Tú tienes hermanas.
– Tres, yo soy el mayor.
– ¿Y nunca has sentido que tenías que ayudarlas a salir de algún problema? ¿Echarles una mano? ¿Protegerlas o mejorar su situación?
Alex emitió un sonido casi imperceptible.
– ¿Arreglarles la vida? Todo el tiempo.
– ¿Y pudiste hacerlo?
– No -volvió a pasarse la mano por el pelo y después se cruzó de brazos, como si sólo así pudiera mantener las manos quietas-. Y me siento mal por ello también.
Los dos sonreímos en mutuo entendimiento. La canción que sonaba en el equipo de música dio paso a otra más lenta y suave. Nos miramos sin decir nada. Alex sacó una mano y me la tendió.
Yo la acepté. Me acercó a su cuerpo, poco a poco, hasta que estuvimos pegados. Tenía la camiseta húmeda de mis lágrimas de antes, y cerré los ojos para aspirar el aroma a suavizante y jabón mezclado con su aroma único. Me abrazó un momento antes de que empezáramos a movernos lentamente al ritmo de la música.
Bailamos. Una canción dio paso a otra. No importaba la letra, el cantante ni el ritmo siquiera. Encontramos nuestro propio ritmo allí, en la cocina. Nos movíamos perfectamente acompasados, sin vacilar ni tropezamos. La música sonaba y nosotros nos mecíamos.
Bailamos en silencio. No porque no hubiera nada que decir, sino porque no teníamos que decir las cosas en voz alta pata comprendernos. No teníamos que hablar para explicarnos. En ese momento todo iba bien.
No había nada que solucionar.
Es increíble lo rápido que las cosas se vuelven una costumbre. Lo rápido que se acostumbra uno. La vida sencilla y ordenada que llevábamos James y yo se había distendido para dar cabida a Alex.
La cosa tenía sus ventajas. El sexo. Un tercer par de manos para ayudar en las tareas de la casa. Una cuenta bancaria extra, y Alex contribuía al presupuesto de forma muy generosa. Otra ventaja menos tangible pero no por eso menos apreciada era que tener a Alex en casa evitaba que la madre de James se presentara en cualquier momento, como se había acostumbrado a hacer en los seis años que llevábamos casados. Había dejado incluso de llamar por teléfono. Ahora prefería llamar directamente a James al móvil.
Pero el acuerdo tenía también desventajas. Compartir cama con dos cuerpos que roncaban, más ropa para lavar, doblar y colocar. Aunque Alex nunca me pedía que le lavara nada, las prendas aparecían tiradas por los lugares más insospechados, y nunca sabía de cuál de los dos era un vaquero hasta que aparecía en la cesta. Cuando no estábamos enrollados, a veces me sentía como si estuviera de más, ajena a sus bromas internas o sus estúpidos viajes a la adolescencia. A veces era como vivir con Beavis y Butthead.
– ¿Por qué lo haces? -dijo de repente Alex. James no estaba pendiente nada más que del absurdo juego al que estaban jugando delante de la televisión. Alex había llevado una consola último modelo y llevaban horas sin parar de jugar.
– ¿Hacer qué? -dije yo, deteniéndome cuando ya salía de la habitación.
– Si quieres que dejemos de jugar, ¿por qué no nos lo dices en vez de ponerte de morros?
Alex parecía verdaderamente interesado en mi respuesta, al contrario que su colega, que gritaba de alborozo ante la carnicería que estaba teniendo lugar en la pantalla.
– Ya lo he hecho, hace veinte minutos.
– No, nos has preguntado si queríamos salir a cenar y al cine esta noche -contestó Alex, soltando por completo el mando, lo que si que llamó la atención de James, puesto que eso significaba que el personaje que controlaba Alex había dejado de disparar. Apareció un monstruo y le arrancó la cabeza. James gruñó.
– Y es obvio que no queréis -respondí yo cruzándome de brazos. La consola no me había impresionado demasiado. No me importaban en absoluto los bytes de memoria que tenía ni la clase de tarjeta gráfica que llevaba instalada ni lo difícil que era conseguirla.
– ¿Lo ves? ¿Por qué lo haces? -Alex se levantó del suelo con fluidez-. Ahora estás cabreada.
James levantó la vista.
– ¿Por qué está cabreada?
– Porque no le hacemos caso -le dijo Alex.
– ¿Eh? -James parecía genuinamente sorprendido-. No es verdad.
– Sí, capullo -Alex intentó tomarme en sus brazos, treta a la que me resistí pero sin éxito-. No le estamos haciendo caso a nuestra Anne y se ha cabreado. Lo que quiero saber es por qué te ibas a ir así en vez de pedirnos que moviéramos nuestros traseros perezosos e inmaduros del suelo y te lleváramos a cenar y al cine.
Estaba llorosa y de mal humor por el síndrome premenstrual. Intenté zafarme de él, porque prefería seguir de morros, pero sus manos me aferraron la parte superior de los brazos con firmeza. Me puse rígida.
– Jamie, apaga la puta máquina y levántate. Anne quiere que la llevemos a cenar y al cine. No la estás tratando como la reina que es.
James se puso de pie precipitadamente.
– ¿Por qué no lo has dicho antes, nena? Lo habríamos dejado.
Conseguí poner los ojos en blanco.
– Olvidadlo. No hace falta que me traten como a una reina.
– Sí que hace falta.
– Alex -dije menos cabreada y más exasperada-. No soy una reina.
– Sí que lo eres -respondió él, estrechándome contra su pecho-. Una reina. ¿No tengo razón, Jamie?
James sonrió de oreja a oreja y se colocó a mi espalda, abrazándome por detrás.
– Sí.
– Una diosa.
Los dos se pegaron más a mí, aplastándome como un sándwich.
– La luz de nuestras vidas -dijo Alex-. El aliento de nuestros pulmones. La mostaza de nuestros perritos calientes.
– Como se te ocurra decir el viento bajo vuestras alas te doy un puñetazo.
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