La posición era extraña. Me estaba tirando del pelo y se le debía de estar durmiendo el brazo, pero no nos importaba. Estábamos demasiado cerca del clímax como para detenernos, para movernos, para respirar. Nos movimos al compás hasta que el cabecero de la cama golpeó contra la pared.
– Joder -masculló Alex entre dientes-. Así, sigue así…
Mis dedos estrecharon el tubo. Gimió y enterró el rostro en la curva de mi cuello. Yo me estremecí y elevé las caderas para salir al encuentro de sus traviesos dedos.
Él hablaba en voz baja, mascullando cosas contra mi piel. Lo mucho que le gustaba follar con mi boca, lo mucho que le gustaba tocar mi sexo, lo mucho que deseaba hacer que me corriera. Sobre todo susurraba mi nombre, una y otra vez, pegándome a él como con cemento, haciendo imposible creer que no me conocía o que yo hubiera podido ser cualquier persona.
– Anne -susurró. Mi nombre. Mi cuerpo debajo del suyo. Mi sabor en su boca, mi aliento en sus pulmones. Lo repitió hasta que yo respondí pronunciando el suyo. Estábamos unidos.
El placer me inundó como el agua que brota a la superficie desde el interior de la tierra, llenando todas mis cavidades, cada milímetro de mi ser. Me estremecí. Me perdí en la sensación, me deje llevar. James tenía razón. Alex era como el lago, y yo me estaba ahogando en él.
Nos corrimos con segundos de diferencia. El líquido viscoso y resbaladizo cubría mis dedos. El olor me hizo ahogar un gemido. Saciados y con la respiración agitada, nos quedamos quietos y nos fuimos relajando poco a poco.
Alex, con el rostro todavía pegado a mí, se apartó lo justo para poder respirar. Estiró el brazo sobre mi estómago y la pierna sobre la mía. Su aliento me hacía cosquillas ahora que la pasión había cedido. Nos quedamos así un buen rato. En silencio.
– Esto es más de lo que se suponía que tenía que ser -dije, mirando al techo.
Alex, tan parlanchín momentos antes, permaneció en silencio. Su cuerpo respondió de la manera que sus cuerdas vocales no hicieron, tensándose levemente. Rodó hasta quedarse de espaldas, y entonces se apartó de mí, se levantó y salió al pasillo sin decir una palabra. Oí el ruido de su ducha al cabo de un momento.
Miré la hora y salí de la cama soltando una imprecación. Tenía diez minutos para ducharme y vestirme antes de que llegaran para llevarme de compras. Me alegraba no tener tiempo para cavilar sobre el significado de la no-respuesta de Alex. Eso significaba que yo tampoco tenía que preocuparme.
El día de compras con Evelyn no resultó tan desastroso como habría sido de esperar, a pesar de sus repetidos intentos de hablar sobre cuándo tenía intención de empezar a considerar la maternidad. Yo me limite a sonreír, apretando los dientes, y a darle respuestas vagas para que me dejara en paz. Para cuando llegué a casa, me dolía la cabeza de la tensión además del síndrome premenstrual.
– Mira, James está en casa -dijo alegremente, como si le hubiera tocado la lotería. En vez de dejarme en la puerta sin más, apagó el contacto.
– Supongo que quieres pasar -dije yo, incapaz de mostrarme acogedora.
– ¡Por supuesto! -exclamó ella fuera ya del coche y a un paso de abrir la puerta de la cocina.
No estoy segura de qué fue lo que vio, porque para cuando entré yo lo único a la vista eran miradas de culpabilidad, pero lo que fuera que hubieran estado haciendo Alex y James debía de haber sido lo bastante extraño como para que Evelyn retrocediera dando traspiés. Dado que era una mujer que se enorgullecía de tener respuesta para todo, dejarla sin palabras era toda una hazaña.
– Mamá, ¿qué estás haciendo aquí?
– He llevado a Anne de compras y he venido a traerla. Al ver tu camioneta me apeteció entrar a saludar -dijo Evelyn, irguiendo la espalda y colocándose el pelo, aunque no había ni un pelo fuera de lugar.
Busqué con la mirada pruebas de lo que podría haber visto al entrar. No parecía que hubiera nada fuera de lugar. Había un cigarrillo en el cenicero, pero aunque no permitía que se fumara en la casa, no me parecía algo tan escandaloso. Alex lanzaba discretas miradas de soslayo a James, apartándolas muy deprisa como temiendo soltar una carcajada. James no le hacía caso.
– Sí, acabo de llegar. Hace unos veinte minutos.
Había algo en la sonrisa de James que no encajaba. Era demasiado amplia. Demasiado boba. Demasiado… no sé, algo.
– ¿Qué tal el trabajo? -Evelyn no se movió de donde estaba al lado de la puerta, pero yo me abrí paso en la cocina.
– Estupendo. Genial. Todo muy, muy bien.
Lo que fuera que estuvieran haciendo era algo que no querían que los demás vieran. Parecían dos niños pillados con las manos en la masa… o dentro de los pantalones del otro. Miré alrededor de la cocina, pero aparte del cigarrillo encendido, no había nada fuera de su sitio. Alex parecía haber recuperado el control y se levantó para saludar a la señora Kinney con una sonrisa de pura inocencia.
– Hola, señora Kinney. ¿Cómo está?
Ella lo miró de refilón.
– Bien, Alex, ¿y tú?
– Genial. Muy, muy bien -contestó él, con una sonrisa más amplia.
Habría sospechado algo aunque no hubiera visto la reacción de mi suegra. Miré a James con ojos entornados, pero él no se dio cuenta. Los dos apretaban los labios como si estuvieran intentando contener las carcajadas.
– Bueno, me voy.
Evelyn hizo una pausa, pero James se despidió de ella con la mano.
– Adiós, mamá. Hasta luego.
– Adiós, señora Kinney -dijo Alex, agitando los dedos de la mano.
James y Alex se quedaron de pie el uno junto al otro, sonriendo como bobos y despidiéndose con la mano. Evelyn se dio media vuelta y se fue sin decir una palabra. La vi dirigirse a su coche, sentarse en el asiento del conductor y meter las llaves en el contacto. Esperé a ver si bajaba la guardia, creyendo que nadie la veía, a ver si se venía abajo, pero no lo hizo. Se alejó de la casa y me volví hacía los dos.
– ¿De qué iba eso? -James soltó una carcajada. Alex se rió con suficiencia. Me quedé mirándolos a los dos-. Oh, Dios mío, estáis colocados.
Olisqueé el aire. El humo del cigarrillo normal enmascaraba el olor acre del porro, pero estaba ahí. James abrió el frigorífico y sacó otro cenicero. Éste sí que tenía un porro dentro, que se había apagado.
– ¿Estabais fumando marihuana? ¿James?
Los dos se estaban riendo del porro apagado y no me hacían caso. Elevé la voz.
– ¡James! -los dos se volvieron hacia mí-. ¿Por qué has metido la marihuana en la nevera?
– Lo puso ahí cuando llegó su madre -intervino Alex, aguantándose la risa.
– ¿Te ha visto fumando?
– No creo -James carraspeó y lanzó a Alex una mirada cautelosa-. Nos estábamos peleando por eso cuando entró, y…
– Lo agarró y lo metió en el frigorífico a toda prisa -terminó Alex.
– Seguro que te vio -dije yo, poniéndome las manos en las caderas sin deseo alguno de verlos comportarse como niños.
Intercambiaron una nueva mirada, de culpabilidad esta vez.
– No vio el porro -aseguró James con firmeza.
– ¿Entonces qué es lo que vio? -quise saber-. ¿A vosotros dos comportándoos como adolescentes? Eso no es como para quedarse estupefacto. ¡Parecía que hubiera visto un fantasma!
Alex resopló ligeramente.
– Venga, Annie, no ha sido para tanto. Y Evelyn siempre tiene esa cara.
– Estábamos tonteando -dijo James, acercándose por detrás de la isla para rodearme el hombro con un brazo-. Haciendo un poco el loco. Eso es todo.
Noté una sensación de frío en la boca del estómago. Tontear podía significar muchas cosas. ¿Los habría visto pegándose por el porro o los habría visto más cerca el uno del otro de lo que hubiera esperado, tal vez tocándose o besándose?
Alex se llevó el porro a los labios y lo encendió, aspirando el humo con los ojos entornados. Retuvo el humo y luego lo expulsó. Me ofreció un poco.
– ¿Quieres?
– No.
– ¿Jamie?
Yo miré a James. Él me miró a mí y a continuación a Alex.
– Claro.
No dije nada. Tan sólo salí de la cocina y los dejé riéndose o peleándose o lo que fuera que hubieran estado haciendo al llegar yo. Me fui a mi dormitorio y cerré la puerta para no oír sus carcajadas. Me puse a leer, pero no podía concentrarme.
¿Habrían estado besándose? ¿Debería importarme? ¿Cómo podía estar celosa porque lo hubieran hecho cuando Alex y yo también lo habíamos hecho?
¿Se trataba de una competición entonces?
Podría haber resultado fácil perder de vista mi matrimonio teniendo un marido y un amante, pero no ocurrió. Se debía en parte a la indiscutible falta de celos de James respecto a Alex y a su creencia firme de que por muchas veces que Alex me chupara hasta llevarme al orgasmo, yo quería más a James. Tenía una tremenda seguridad en sí mismo, lo que nos permitía disfrutar de lo que se nos daba tan bien y hacíamos tan a menudo.
James no estaba celoso de su mejor amigo, ¿cómo podía estar yo celosa de Alex? ¿De sus bromas internas que me dejaban fuera, de sus recuerdos? Los dos estaban allí conmigo, los dos se mostraban atentos y apasionados.
A veces demasiado.
– Ya vale -dije aquella noche en que los dolores y la hinchazón de vientre, sumado al día de compras con Evelyn, hacían que el sexo me pareciera más una pesada obligación que una exótica aventura-. Ni siquiera con la polla de Brad Pitt.
– Pues sí que estamos bien -dijo Alex, apoyando la cabeza contra el cabecero, la camisa abierta, pero los pantalones abrochados. Miró a James que acababa de salir de la ducha-. ¿Lo has oído, tío? Nos está comparando con la polla de Brad Pitt. Y salimos perdiendo.
No quería reírme, quería meterme en la bañera con una vela aromática y un buen libro.
– No es verdad. Sólo decía que esta noche no puedo. Por vuestra culpa tengo escoceduras en más de un sitio y me duelen los ovarios.
– Los orgasmos son buenos para los dolores -James se puso detrás de mí y me rodeó con los brazos al tiempo que me mordisqueaba la oreja.
– ¿No has oído lo que acabo de decir?
– Algo sobre la polla de otro -murmuró riéndose por lo bajo mientras ahuecaba las manos contra mis senos-. Me gusta oírte decir groserías. Hazlo otra vez.
Alex, despatarrado sobre nuestra cama, hizo un gesto para que la dejara en paz.
– No tiene ganas, Jamie. Mejor olvídalo. Ya no nos quiere.
– ¿No? -dijo James, pellizcándome un pezón erguido-. ¿Seguro?
Resoplé malhumorada y me zafé de sus brazos.
– Estoy cansada, James. Y dolorida.
– ¿Es un cumplido o un insulto? -preguntó Alex desde la cama-. ¿Nos estás echando la culpa?
Me volví y le lancé una mirada fulminante que me costó mantener.
– Sois unos sátiros insaciables, y lo único que me apetece es darme un baño caliente y leer un libro. No quiero sexo. Con ninguno. Ni con él, ni con los dos, ¿de acuerdo?
– Ni con Brad Pitt tampoco, al parecer -dijo James, tirando la toalla sobre la silla. Se dirigió a la cómoda a continuación, cómodo con su desnudez-. Oye, nena, ¿no tengo calzoncillos limpios?
– ¡Te aseguro que los tendrías si tuviera tiempo de lavar en vez de pasarme todo el día en la cama con vosotros dos! -le espeté.
Alex se estiró.
– Para ser exactos, la última vez no fue en la cama, sino en el suelo del salón, Anne -dijo.
Cuando ocurrió, intentaba hacer listas para la fiesta. James me sedujo con un masaje de pies. Alex contribuyó masajeándome la espalda. A partir de ahí no costó mucho terminar como siempre.
James se volvió, desnudo aún, con un par de calzoncillos en la mano.
– Éstos son tuyos -le dijo a Alex, tirándolos hacia la cama.
– Eh, llevaba tiempo buscándolos -contestó Alex, interceptándolos-. Seguro que yo tengo algunos tuyos.
Ninguno de los dos me estaba echando la culpa, pero las hormonas me empujaban a comportarme de manera irracional.
– ¡Ustedes perdonen! ¡No es el hada de la ropa interior quien coloca la ropa limpia, para que lo sepáis! ¡Soy yo! ¡Y los dos lleváis la misma talla! ¡La próxima vez os laváis vosotros la ropa!
El estallido me hizo sentir mejor al instante. Me gané que los dos me miraran con idénticas miradas de sorpresa y me aceleré de nuevo.
– Y ya que estáis, podéis ocuparos también de limpiar el retrete, ¡porque os aseguro que no soy yo la que no sabe apuntar!
No sabían qué decir. James, todavía desnudo, dio un paso atrás. Alex se incorporó en la cama. Parecía querer decir algo, pero yo lo detuve antes de que pudiera decir esta boca es mía.
– Y si estáis cachondos, ¡aliviaros vosotros mismos! -les grité-. ¡O mutuamente! ¡Me da exactamente lo mismo!
Con esas palabras, entré en el cuarto de baño y cerré dando un portazo tan enérgico que se descolgó el cuadro que tenía en la pared. Era una ilustración horrible de unos gatitos dentro de una bañera que me regaló Evelyn cuando cambió la decoración del aseo. El marco se partió por la mitad, igual que el cristal, que, afortunadamente, no se hizo añicos.
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