La mujer del espejo intentó sonreír.

– Lo quiero -dijo, moviendo sólo los labios.

– Ya lo sé -le respondí yo en un susurro.

– No debería.

– También lo sé.

– Lo odio -dije y cerré los ojos para no tener que ver mi propio rostro.

– No -susurré-, no lo odias.

Recuperé la compostura, por supuesto. Siempre lo hacía. Dejé a un lado lo que me avergonzaba y me hacía infeliz, y ordené todo lo demás de forma que quedara perfecto a la vista. Cada vez me costaba más trabajo.

Claire parecía mucho más relajada cuando regresé a la consulta. Se había vestido y tenía en la mano un montón de papeles, así como una preciosa bolsa para los pañales con conejitos y patitos.

– ¡Mira, Anne! -dijo, mostrándome la bolsa llena de cosas-. ¡Mira lo que me han regalado!

– Muy bonito -dije yo, echando un vistazo al interior de la bolsa-. Peluches, pañales… lo tienes todo.

Se echó a reír mientras miraba también en la bolsa.

– Ojalá.

– ¿Has terminado? ¿Nos vamos ya?

Claire asintió y se dio unas palmaditas en el estómago.

– Ya se me empieza a notar. Le he preguntado a la doctora Heinz si pensaba que era el bebé o las copas de helado y nata que me como.

Retrocedí un paso para poder mirarla mejor. Claire siempre había sido la más delgada de las cuatro, la que tenía un cuerpazo, según la idea masculina de un cuerpo fabuloso.

– Hasta te han crecido las tetas.

Se puso la mano debajo de una para comprobar el peso.

– Es verdad.

Conseguí que la carcajada sonara natural.

– La barriga no te ha crecido demasiado aún. Claire se levantó y se puso de lado, con la espalda bien recta, para que pudiera ver el abultamiento.

– Mira.

– Son las copas de helado -le dije yo para meterme con ella.

Claire me sacó el dedo corazón.

– Eso es que tienes celos.

Rompí el embarazoso silencio que siguió a su comentario diciendo:

– Ya me lo dirás cuando estés de parto y yo no.

Claire me dirigió una sonrisa sincera, no una de sus muecas de suficiencia, y me dio una palmadita en el hombro.

– Venga, hermanita. Te invito a comer.

– Podemos ir a comer, pero no hace falta que me invites -dije yo, siguiéndola hacia la puerta.

Se giró y me miró por encima del hombro.

– No te preocupes. He recibido dinero de… -probablemente iba a llamarlo por la sarta de insultos con que lo había denominado antes, pero había demasiada gente en la sala de espera-. De él. Puedo permitirme unas hamburguesas y unas patatas.

– De acuerdo -contesté, apartándome a un lado para dejar pasar a la enfermera, que llevaba un montón de carpetas entre los brazos. La doctora me llamó entonces y me volví-. ¿Sí?

– ¿Puedo hablar un momento contigo? -preguntó, haciéndome un gesto hacia una pequeña sala de reconocimientos, y entramos-. Ya que estabas aquí, le he echado un vistazo a tu historia. Puedo ponerte la inyección hoy si quieres para que no tengas que volver dentro de unos días.

Era muy considerado por su parte, y mi primera intención fue decirle que sí. Pero tras una pausa que pareció una eternidad, negué con la cabeza.

– No, gracias. Voy a dejar de tomarla.

La doctora sonrió.

– ¿Quieres que fijemos cita para empezar con otro tratamiento?

Le devolví la sonrisa.

– No. Mi marido y yo vamos a intentar tener un hijo.

– Ah -dijo, asintiendo con la cabeza-. Te recetaré unas vitaminas entonces.

Nos estrechamos la mano y me deseó suerte. Claire y yo fuimos a comer. Me invitó y no paró de hablar de cosas que no era capaz de recordar después.


Durante las siguientes dos semanas, James y yo hablamos sin decir nada. No hablamos de Alex, que era como si nunca hubiera existido en cuanto a nuestra rutina doméstica. No hablamos de gran cosa. Nuestras conversaciones eran cortas, agradables, neutras. Se me olvidaba con facilidad de qué habíamos hablado, probablemente por falta de atención. Cada vez que lo miraba pensaba en la traición, aunque no sabría decir quién había traicionado y quién había sido el traicionado.

Todas las noches le hacia el amor con una intensidad que nada tenía que ver con el deseo. Follábamos de forma rápida y agresiva. Yo me corría todas las veces. Sabía por qué lo hacía. No le pregunté a él por qué respondía como lo hacía, por qué actuaba como si quisiera marcarme a fuego con su boca, su pene o sus manos. Terminaba dolorida. Quería que el acto me llenara, pero me dejaba vacía.

No sé cómo se enteró Evelyn de que Alex se había ido, pero el caso es que reanudó su costumbre de llamar tres veces a la semana. Yo dejaba que respondiera James y cuando no estaba en casa, dejaba que saltara el contestador y borraba el mensaje sin escucharlo siquiera. Cuando un día James me preguntó si me importaba que sus padres vinieran a cenar, le dije que no, pero cuando llegaron dije que me dolía muchísimo la cabeza y me quedé en nuestra habitación hasta que se fueron.

– Tal vez debería ir al médico -oí decir a su madre la segunda vez que vinieron a cenar y yo usé la misma excusa. Su voz atravesó el pasillo, taladrándome el oído-. Últimamente está siempre enferma.

No esperé a oír la respuesta de James. Me metí en la ducha hasta que se acabó el agua caliente. Cuando salí, se habían ido.

James me atrapó al día siguiente cuando estaba fregando los cacharros de la cena de la víspera que él no había recogido.

– Anne.

Me volví a medias, prestándole sólo la mitad de mi atención. Entregándole la mitad de mí misma.

– ¿Volverás a ser feliz?

Tardé un momento en contestar y al final me encogí de hombros. Proseguí con los platos.

– No sé qué quieres decir.

James suspiró.

– ¿Volverás a sonreír algún día?

Me quité la espuma de las manos y me las sequé. Lo hice pausadamente, secando dedo a dedo. Finalmente me di la vuelta y sonreí, un gesto duro y áspero.

– ¿Así?

– No me refiero a eso -contestó él.

Sonreí de nuevo, de la forma en que lo había hecho tantas otras veces. Arqueé los labios y me salieron unas arruguitas en torno a los ojos. Una sonrisa lenta y fácil.

– ¿Así?

Atisbé un destello de algo en sus ojos, una cascada de sentimientos que pasaron tan deprisa que no pude determinar qué eran.

– Eso se parece mucho más.

Me volví al fregadero. Lo oí acercarse a mi espalda y me tensé en espera de que me tocara.

– ¿Volverás a sonreírme de esa manera algún día?

– Acabo de hacerlo, James.

– ¿Y lo sentirás de verdad?

Se me resbalaron los dedos entre el jabón y la grasa. Encontré el estropajo y me puse a repasar el fondo de la cazuela una y otra vez, hipnotizada con el movimiento circular.

– No lo sé.

Cuando me posó las manos sobre los hombros, me puse rígida.

– Ojalá lo hicieras.

Quería derretirme contra su pecho y dejar que me apaciguara con sus caricias, tal como él deseaba hacer, pero no lo hice.

– Yo también.

Me besó en la franja de piel del hombro que dejaba a la vista el escote de la camiseta. Me escocían las manos del agua caliente, de modo que las saqué y las apoyé a ambos lados del fregadero. El aroma a limón y a restos de comida ascendió hasta mi nariz. Cerré los ojos para concentrarme en no aspirarlo. Esperé a que James me rodeara con sus brazos y me estrechara contra él, a que me obligara a perdonarlo para que así pudiera perdonarme a mí misma.

– Voy a salir a por unas botas nuevas para el trabajo. ¿Quieres que te traiga algo?

– No.

Me dio un suave apretón y se fue. Estuve frotando los cacharros hasta que me dolieron los dedos. James regresó mucho más tarde, oliendo a cerveza y a tabaco.

No le pregunté dónde había estado.


A tan sólo dos semanas de la fiesta de aniversario, esperaba que la vida se volviera algo caótica. Desde luego así se lo parecía a mis hermanas. Se repetían las llamadas sobre el tema del catering, los adornos o quién se encargaba de recoger cada cosa. Unos meses atrás es posible que yo me hubiera puesto tan nerviosa y estresada como ellas, aunque no se me notara, pero en ese momento el asunto entero me daba lo mismo.

– No pasa nada -le aseguré a Patricia, al borde de las lágrimas por el álbum de recortes, porque no era capaz de decidir si dejar unas páginas para que los invitados les escribieran sus propias palabras de enhorabuena o no-. Incluye las páginas.

– ¡Pero entonces tendré que dejar el álbum al alcance de todo el mundo y seguro que alguien termina manchándolo de salsa barbacoa! -exclamó-. ¡Será horrible!

Me sujeté el teléfono con el hombro mientras daba vueltas a un caldo de pollo que estaba preparando. No tenía mucho apetito. James había llamado para decirme que llegaría tarde y no le había preguntado por qué.

Mi hermana parecía cansada, pero me había dicho que las cosas iban mejor con Sean. Había conseguido el dinero para la hipoteca, aunque Patricia no me había dicho cómo lo había hecho. Estaba llegando pronto a casa, no faltaba al trabajo, no iba a las carreras. Había accedido a ir a un consejero matrimonial, aunque todavía no habían ido.

– Pues deja una página suelta cerca de la mesa de las bebidas y ve cambiándola por otra en blanco cuando se llene -le dije-. Así podrás dejar el álbum sano y salvo en algún lugar donde nadie pueda mancharlo. Al final sólo tendrás que añadirle las páginas que estén llenas de mensajes, y no te quedarán páginas en blanco.

– Podría funcionar -dijo con un suspiro-. Qué ganas tengo de que se acabe la dichosa fiesta.

– Creo que nos pasa lo mismo a todas. Ha sido un verano muy estresante.

– Y que lo digas -dijo Patricia, con una suave carcajada de autocompasión-. Creo que la única que no ha sido golpeada por el desastre has sido tú.

– Afortunada que soy.

– No sé qué va a hacer Claire -continuó, pasando del tema del álbum y los detalles de la fiesta al tema mucho más jugoso de los cotilleos de hermanas-. No está preparada para tener un hijo. Pero dice que se va a quedar con él, y se está comportando con bastante sensatez. Jamás lo habría esperado de ella, Anne.

– Sí.

– Pero Mary… No entiendo muy bien a qué viene todo ese asunto de irse a vivir con Betts. ¿Y si no sale bien? Ya sé que lo hace para intentar ahorrar dinero y eso, pero… ¿y si no sale bien?

– Patricia, estoy segura de que las dos lo habrán hablado antes de hacerlo.

El suspiro de Patricia me resultó bastante sonoro, incluso por teléfono.

– Es una locura, eso es lo que es.

– Venga ya, Pats.

– Bueno, por lo menos sabemos que no va a quedarse embarazada.

El agrio comentario me dio de lleno entre los ojos. Tardé un segundo en digerirlo y soltar la carcajada, pero cuando empecé no veía la forma de parar. Patricia se echó a reír también. Las dos nos pasamos un rato riendo, una sensación tan agradable que al principio no me di cuenta de que estaba llorando hasta que el sonido de aviso de llamada en espera me sacó del trance.

– Espera un poco. Tengo otra llamada -dije con voz ronca.

– Anne, tienes que venir aquí ahora mismo.

Al principio no reconocí la voz de Mary. Parecía como si estuviera susurrando oculta dentro de un armario. Y lo mismo lo estaba.

– ¿Mary?

– Tienes que venir aquí -repitió-. No sé que hacer, y tú eres la única que puede tratar con él cuando se pone así.

Noté que se me hacía un nudo en el estómago.

– Espera un momento. ¿Qué pasa?

– Es papá -contestó ella y no tuve que preguntar nada más. Colgué y pasé a la línea donde esperaba mi otra hermana.

– Llegaré en veinte minutos -dijo Patricia al momento-. Los niños se quedan a dormir en casa de los padres de Sean. Él está en una reunión.

Colgamos sin despedirnos.

Nos detuvimos en el sendero de entrada de mis padres al mismo tiempo, aunque ella vivía más lejos. El coche de Mary estaba aparcado junto al garaje, con el de mi padre. El que solía usar mi madre no estaba. Patricia y yo salimos del coche y nos detuvimos a escuchar si se oían voces dentro. No oímos nada, pero eso no significaba que no estuviera ocurriendo algo.

Claire abrió la puerta en cuanto llegamos al porche. Se había recogido el pelo en una cola de caballo y no iba maquillada. Tenía los ojos rojos, pero si había estado llorando, en ese momento no lo hacía.

– Es papá -dijo-. Se ha vuelto loco. Tienes que hablar con él, Anne, eres la única a la que escucha. Se ha puesto hecho una furia.

Patricia y yo nos miramos y entramos en casa detrás de Claire. La mayoría de las luces estaban apagadas, por lo que casi todas las habitaciones estaban en penumbras. Al final del pasillo a oscuras vimos el rectángulo de luz procedente de la cocina. Claire nos llevó hasta allí.

Mi padre estaba sentado a la mesa de la cocina con una botella, casi vacía, de su whisky favorito y un vaso, también casi vacío. Tenía los ojos rojos y la cabeza despeinada. Levantó la vista y nos miró cuando entramos.