– Aquí la tienes -dijo, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a Claire-. ¿Te lo ha contado? ¿Sabes lo que ha hecho?

– Sí, papá -dijo Patricia-. Lo sabemos.

Mi padre lanzó una risotada áspera y desagradable.

– ¡Menuda puta está hecha! Se presenta aquí, pavoneándose de su barriga como si fuera algo de lo que sentirse orgulloso…

Se llenó el vaso y se lo bebió. Nosotras lo observábamos. Mary se apoyó contra la encimera con los brazos cruzados. Claire se sirvió un vaso de agua del grifo y se lo bebió casi con gesto desafiante. Patricia y yo nos movimos en direcciones opuestas desde la entrada de la cocina. Nuestro padre dejó el vaso sobre la mesa con un golpe.

– ¡Debería echarte de esta casa!

– No tendrás que hacerlo -dijo Claire-. Ya te lo he dicho, me voy a ir a vivir sola -me miró antes de añadir-: Le dije que me había buscado un sitio para vivir sola y me preguntó que por qué.

– Porque cree que soy tan estúpido que no me había dado cuenta antes -dijo mi padre frunciendo el ceño-. Todo el mundo lo sabe menos yo. Menos tu padre.

– Porque sabía que te pondrías así -se defendió Claire, levantando las manos en señal de resignación. Ella era la única que se atrevía a contestarle así.

– ¡Y ahora me dice que tiene intención de quedarse con el bastardo!

– Papá, por el amor de Dios -le espetó Claire-. Ya nadie se refiere a ellos como «bastardos».

Mi padre se volvió hacia ella.

– ¡Cierra la boca, fulana!

El insulto tuvo que dolerle, pero Claire puso los ojos en blanco al tiempo que se llevaba el dedo a la sien y hacía movimientos giratorios. Mi padre se levantó tan deprisa que la silla cayó hacia atrás, golpeando el suelo de linóleo. Agarró el vaso y se lo tiró a la cabeza. No acertó en el blanco, pero chocó contra la pared cerca de Patricia y se hizo añicos. Patricia dio un grito y saltó hacia un lado.

Nuestro padre señaló a Claire con un dedo tembloroso.

– ¡Maldita zorra! ¡Eres igual que tu madre!

– ¡No hables así de mamá! -gritó Claire-. ¡No te atrevas a insultarla, gilipollas!

Cuando se emborrachaba, mi padre podía ponerse melancólico u ofuscarse. Había pasado por momentos de comportamiento imprudente, ataques suicidas, depresión y, a veces, agresividad. En esos casos era capaz de decir cualquier cosa, pero jamás nos había pegado. Cuando avanzó en dirección a Claire de verdad creía que iba a golpearla.

– Pequeña puta descarada -dijo, tambaleándose a causa del alcohol. Mary se situó entre Claire y él. Patricia y yo, una a cada lado de él-. Zorra maldita.

Nos quedamos así, como si formáramos un retablo de disfunción familiar, hasta que se dio la vuelta. Agitó los brazos como si fuera un molino, alcanzándonos a Patricia y a mí con sendos golpes involuntarios. Entonces se volvió hacia la mesa y se acabó el whisky directamente de la botella.

– ¿Y se puede saber dónde está vuestra madre? ¿Ha vuelto a fugarse? -masculló en dirección a la botella y, de pronto, se giró un poco, a trompicones, y nos miró a las cuatro-. A ver, decidme. ¿Dónde?

– Ha ido a comprar -dijo Mary.

La risotada de mi padre hizo que se me erizara el vello de la nuca.

– ¿Ah, sí? Annie, ven aquí.

Yo no quería, pero mis pies se movieron sin que yo se lo ordenara.

– Échale una mano a tu padre. Tengo que echarme un rato.

– Lo que tienes es que dormir la mona -le espetó Claire.

Él se giró hacia ella, agarrándose en mi hombro para no caerse. Yo me tambalee bajo el peso. Los dos nos habríamos caído de no ser porque mi padre recuperó el equilibrio en el último momento.

– ¿Que has dicho? -preguntó con la indignación justificada de un hombre acusado en falso.

Claire se dio la vuelta.

– Nada.

Él nos miró a las demás.

– ¿Alguna de vosotras tiene algo interesante que decir?

Ninguna dijo nada. Él resopló, burlón.

– Eso pensaba.

¿Que es lo que tienen los padres que son capaces de hacernos regresar a la infancia con una palabra o una mirada? No era la primera vez que vivíamos aquella situación, en aquella misma habitación, mi padre apoyándose en mi hombro para que lo ayudara a subir. Con Mary y Patricia encogidas de miedo en un rincón. Por un momento, se me nubló la visión y perdí pie. Volví a vernos allí, durante aquel verano. Unas niñas con los ojos muy abiertos y ganas de llorar, pero demasiado asustadas para hacerlo.

Claire no había nacido aún, y fue verla a ella lo que me recordó que ya no éramos niñas. No deberíamos tener miedo de mostrar nuestros sentimientos. Yo no lo tenía.

– Venga, papá, vamos arriba.

Había hecho aquel trayecto con él muchas veces, aunque resultaba más fácil ahora que era más alta. Mi padre se dejó caer sobre la cama con un suspiro alcoholizado y levantó las piernas. Le desaté los zapatos, se los quité y los dejé junto al armario.

No estaba roncando, pero respiraba con dificultad. Corrí las cortinas para que no entrara la luz y encendí el aire acondicionado. Volví a tener diez años, y ocho, y cinco. Estaba esperando a que volviera mi madre y se calmaran las cosas. Me quedé un rato esperando a que se quedara dormido, para asegurarme de que nos dejaría en paz durante toda la noche.

– Siempre fuiste una buena chica, Annie -dijo mi padre con la voz cargada de alcohol flotando en la oscuridad.

– Gracias, papá.

– Siento haberle gritado a Claire. Se lo dirás, ¿verdad?

– Deberías decírselo tú.

Más silencio.

– ¿Dónde está tu madre?

– Ha ido a comprar.

– ¿Cuándo va a volver?

– No lo sé.

La corriente de aire frío me apartó los rizos del rostro. Giraba sobre mí como el agua del lago, como una corriente que podría arrastrarme.

– Me abandonó una vez, ¿te acuerdas? Fue durante aquel verano.

– Me acuerdo. ¿Quieres una manta?

No me estaba escuchando. Estaba perdido en sus recuerdos.

– Yo amaba tanto a esa mujer que quería morir, ¿lo sabías? La amaba como si me quemara por dentro.

No lo sabía, ¿cómo iba a saberlo? ¿Por que debería?

– No lo sabía, no.

Suspiró y guardó silencio. Creí que se había desmayado. Saqué una manta del armario de todas formas por si la quería.

– Se fue y me dejó solo. Quería morirme.

La lana me picaba en las manos cuando la dejé a los pies de la cama. Mi padre se movió mucho más deprisa de lo que habría imaginado, y me agarró la muñeca con facilidad a pesar de la oscuridad. Tiró de mí hasta que me senté en el borde de la cama.

– Te acuerdas de aquel verano, ¿verdad?

– Me acuerdo, papá. Ya te lo he dicho.

– Siempre fuiste una niña muy buena. Cuidabas de tus hermanas. De la pequeña y dulce Mary. Y de Patricia. Eras tan buena niña. Ella se fue y nos dejó solos, ¿te acuerdas?

Suspiré y le di unas palmaditas en la mano.

– Sí, papá.

– Pero se llevó a Claire, era sólo un bebé -se rió y la cama se estremeció-. Que ahora va a tener un bebé, Santo Dios.

– ¿Necesitas algo más? Te dejaré descansar.

– ¿Le vas a decir a Claire que lo siento? Yo no hablaba en serio.

La conversación circular no era nada nuevo. En vez de irritarme, me ponía triste. Aquel hombre, para bien o para mal, era mi padre.

– Claro que sí. Se lo diré.

– No creo que sea una puta.

Asentí con la cabeza.

– Eres una buena chica, Anne.

– Lo sé, papá. Siempre he sido una buena chica -las palabras sonaron amargas, pero él no estaba para darse cuenta-. Me voy.

– Aquel verano te llevé al lago en la barca.

El estómago me dio un vuelco.

– Sí.

– Pasamos un buen día, ¿verdad? Solos tú y yo, en la barca. En el lago. Entre las olas. Fue un buen día.

Para mí no lo había sido. Ni entonces, ni en ese momento.

– Tal vez el último.

Mi madre se marchó con Claire dos días después de la excursión en la barca. Fue un verano horrible, pero para mí no empezó el día que mi madre se fue, sino el día que estuvimos a punto de ahogarnos.

– Sí que hubo otros días buenos -dije.

– Debería hacerlo -dijo-. Terminar con esto.

Yo no dije nada. En realidad no hablaba conmigo. O lo mismo sí, pero en su cabeza se dirigía a la Annie Byrne de diez años, no a Anne Kinney.

– Meterme la pistola en la boca y disparar el gatillo. Terminar… con todo esto -dijo, arrastrando tanto las palabras por efecto del alcohol que casi no se le entendía-. Sería lo mejor para todos, si lo hiciera.

Lo había oído más de una vez. A veces en ocasiones como esa, en las tinieblas de su habitación. Otras, a través de la puerta cerrada mientras mi madre le suplicaba que no lo hiciera.

– Debería hacerlo de una vez -repitió, y yo le respondí igual que siempre.

– No, papá. No deberías hacerlo.

– ¿Por qué no? -preguntó con voz grave, lenta y distante.

Las lágrimas me ardían en los ojos y se me atascaban en la garganta.

– Porque todas te queremos.

En ese momento tuve la seguridad de que había perdido la consciencia. Su respiración, antes dificultosa, se había estabilizado, y su mano floja se resbaló de la mía. Me levanté y me dirigí hacia la puerta. Su voz me detuvo cuando ya salía.

– Annie, ¿llegaste a aprender a navegar?

– No, papá.

– Pues deberías -masculló-. Así no tendrás tanto miedo la próxima vez.

Entonces empezó a roncar. Salí de la habitación y lo dejé durmiendo la borrachera.

Capítulo 16

El día de la fiesta el cielo amenazaba lluvia, y Patricia me llamó, quejándose, antes de que hubiera salido el sol. James respondió y me lo pasó tras saludarla medio amodorrado, tras lo cual se levantó y fue al cuarto de baño. Saludé a mi hermana mientras, oyendo el ruido de la orina de James, que duró bastante.

– No va a pasar nada, Pats. Para eso alquilamos la carpa.

– La carpa sólo servirá para tapar la comida -repuso mi hermana-. ¿Y los invitados? ¡Todos no caben en tu casa!

– Con un poco de suerte, la mitad no se presentará.

– Muy graciosa, Anne.

Yo no me estaba riendo. No lo decía de broma. Bostecé y miré la hora, demasiado temprano para mi gusto.

– Pats, cálmate. Todo saldrá bien, te lo prometo.

Suspiró.

– Se te da muy bien esto, ¿lo sabías?

– ¿Qué es lo que se me da bien?

– Encargarte de las cosas, mejorar una situación, arreglar los problemas.

A través de la puerta entornada del baño vi a mi marido rascándose y pensé que no me hacía ninguna gracia ver cómo se rascaba. Me volví hacia otro lado.

– No, Pats, no es cierto.

Suspiró de nuevo y guardó silencio durante medio segundo.

– Que haya tormenta es sólo una posibilidad, ¿verdad?

– Sólo una.

– Y… es sólo un día. Después podremos olvidarnos.

– Por completo.

Patricia soltó una carcajada.

– Siento ser tan pesada. Sé que lo soy, pero es que… es que…

– Lo sé -le aseguré yo y era cierto. Eran muchas cosas, no era sólo la fiesta. Muchas cosas llevaban tiempo macerándose-. Será genial. Mamá y papá se lo van a pasar en grande. Van a venir todos sus amigos. Nos ensalzarán y nos pondrán de ejemplo de buenas hijas, y ya no tendremos que hacer nada más en los próximos treinta años.

No reconocí bien el sonido, pero desde luego no parecía una carcajada. Más bien un resoplido.

– Sí, ya.

James se metió otra vez en la cama, con los ojos medio cerrados. Se tapó y me estrechó contra su cuerpo. Yo le permití que me abrazara porque me habría resultado muy complicado deshacerme de él mientras estaba con el teléfono. Cuando metió la nariz en mi pelo y ahuecó una mano contra mi pecho, emití un resoplido molesto, pero él ni se enteró.

– Todo va a salir bien -dije por enésima vez-. El cielo abrirá y saldrá el sol. No lloverá. La gente vendrá, comerá y se marchará, y mañana todo será un agradable recuerdo. Vuelve a la cama y duerme un rato, Patricia. Yo, desde luego, voy a hacerlo.

– ¿Cómo puedes dormir? -protestó-. ¿A qué hora quieres que vaya? ¿Tengo que llevar algo? ¿Qué…?

– Al mediodía, como acordamos. Y no. Adiós -dije, y colgué sin darle tiempo a protestar.

– ¿Patricia? -preguntó James.

– Sí -dije yo, sin retirarme, pero tampoco puede decirse que estuviera acurrucada en sus brazos.

– ¿Está asustada?

– Sí.

Ya no podría volver a dormirme. Más de un centenar de personas llegarían a mi casa en unas cuantas horas y, aunque le había dicho a Patricia que todo iba a salir bien, no estaba yo tan segura.

El barómetro que colgaba de la pared de la cocina no hacía que me sintiera mejor. El agua azulada del tubo había subido hasta lo más alto, indicativo de que se avecinaban tormentas. Miré por la ventana. Que el cielo estuviera azul no tenía por qué significar nada. Se podía preparar una tormenta de un momento a otro.