A pesar de nuestras preocupaciones por el tiempo, la carpa llegó a tiempo y quedó montada sin problemas. La empresa del catering llegó con su horno portátil y el resto de los utensilios. James tenía preparados los altavoces de exterior para que se escuchara de fondo la música de nuestro iPod. La canción Build Me up, Buttercup se filtraba, mezclada con el aire húmedo y caluroso, y el aroma a carne de vaca asada. Faltaban dos horas para la fiesta, y aunque Patricia y Mary habían llegado ya, Claire no aparecía por ninguna parte.

– Dijo que tenía que ir a ver al capullo -me dijo Mary mientras me ayudaba a colocar los platos de papel y los utensilios de plástico en las largas mesas de caballetes que habíamos montado en mi pequeño jardín-. No sé qué de recoger un dinero, o algo así. Y luego iba a ocuparse de traer a papá y a mamá, para que…

– Para que no tuviera que conducir papá. Ya.

La miré. Manoseaba con nerviosismo el taco de platos de papel, levantándolo y dejándolo sobre la mesa, colocando las cucharas para que quedaran perfectamente encajadas unas dentro de las otras en un montoncito.

James apareció en la cubierta de la terraza colocando las sillas. Era un marido estupendo, pensé, haciéndome sombra sobre los ojos para poder ver sus movimientos. Llevaba toda la mañana ayudando sin quejarse. Había tenido incluso que salir un par de veces a recoger varias cosas que se nos habían olvidado. Estaba alegre. Lo amaba profundamente. Pero entonces ¿por qué cada vez que lo miraba sentía que el corazón se me subía a la boca como si estuviera cayendo desde gran altura?

– ¿Estás bien? -preguntó Mary; agitando una mano delante de mis ojos para llamar mi atención-. La Tierra llamando a Anne. ¿Me recibes?

Sacudí la cabeza y sonreí.

– Estoy bien. ¿Y tú?

– Bien.

Las dos nos miramos, conscientes de que mentíamos, pero sólo Mary confesó lo que la reconcomía por dentro.

– He invitado a Betts. Espero que no os importe.

– Por supuesto que no -contesté yo, con la sensación de que debería decir algo más.

– Gracias -dijo ella, entreteniéndose un poco más con los platos y las cucharas. De pronto se cruzó de brazos, apretándose fuertemente el pecho-. Anne…

Yo estaba mirando a James otra vez, la mano levantada devolviéndole el saludo que él me había hecho.

– ¿Eh?

– ¿Cómo supiste que querías pasar el resto de tu vida con James?

– No lo sabía -respondí yo sin dejar de mirarlo.

– ¿Cómo que no lo sabías? Te casaste con él.

Parecía tan sorprendida que me volví y la miré.

– Sabía que lo amaba, Mary, pero no sabía que sería el resto de mi vida. Esperaba que lo fuera, pero no estaba convencida de que durara.

– ¿Por qué no?

Entonces fui yo la que se puso a trastear con los platos, aunque estaban perfectamente colocados.

– Porque las cosas buenas no duran para siempre, ¿no dicen eso?

– Dios mío. Espero que te equivoques en eso -dijo con voz queda.

Yo me encogí de hombros.

– ¿Anne?

Levanté la vista.

– Mary, me gustaría decirte que reconocerás el amor cuando lo encuentres, que será genial, y que encontrarás a esa persona que te colmará el corazón de felicidad y que habrá un final feliz. Me gustaría, de verdad. Pero no soy de ese tipo de personas. Lo siento.

Mary parpadeó, atónita, y carraspeó. Parecía algo avergonzada.

– Pensé que James y tú teníais la relación perfecta.

– Sí, bueno, como te he dicho, las cosas no duran. Las cosas buenas no duran.

– Lo siento.

Parecía apesadumbrada, y yo me sentí mal por haber aplastado su entusiasmo.

– No es culpa tuya. Y puede que para ti sea diferente, Mary. De verdad.

– ¿Tenéis problemas? -preguntó, sacudiendo la cabeza a continuación-. Bueno… es obvio que pasa algo, pero… ¿es algo grave? ¿Grave como para divorcio?

Busqué a James por el jardín y vi que se había acercado al borde del lago. Estaba haciendo algo con una sombrilla. Me dieron ganas de gritarle que se olvidara de la dichosa sombrilla, ¿de qué iba a servir entre más de cien personas? Pero él seguía esforzándose por ayudar, e independientemente de lo que hubiera ocurrido entre nosotros, yo no tenía por qué ser desagradable.

– No lo sé. No lo creo. En realidad no hemos hablado de ello.

– Vaya. No tenía ni idea. Lo siento mucho, Anne.

Yo le sonreí.

– Creo que has tenido bastante con lo tuyo, ¿no crees?

Mary soltó una carcajada.

– Sí, creo que sí.

Mary y yo éramos las que más nos parecíamos. Teníamos el mismo pelo rizado de color caoba, aunque ella lo llevaba más largo. Los ojos azul grisáceo de nuestra madre. La misma altura. Nos parecíamos mucho físicamente, pero nunca me pareció que nos pareciéramos en otras cosas.

– Escucha, Mary. No dejes que lo que te he dicho te impida buscar algo que podría hacerte feliz, ¿vale?

– ¿Me vas a echar un sermón en plan «escucha tu propia música»? -dijo ella, sonriéndome de oreja a oreja.

– ¿Que demonios es eso?

– Ya sabes. Canta tu canción especial y bla, bla, bla, busca tu propia estrella, se tú misma. Ya sabes lo que quiero decir. Lo de que me sienta bien en mi propia piel.

Yo resoplé.

– Está bien, paso del sermón.

Deseé tener un consejo mejor que darle. Según Patricia, se suponía que se me daba bien arreglar las cosas. Mary no parecía preocupada cuando rodeó el extremo de la mesa, se acercó a mí y me rodeó los hombros con el brazo.

– Todo saldrá bien -me dijo en secreto-. Lo sé.

– ¿Y cómo puedes saberlo? ¿Tan sabia eres?

Miró hacia el extremo del jardín donde se estaba asando la carne. James estaba charlando con los del catering.

Las lágrimas son de lo más desafortunado. No siempre lo arreglan todo. A veces empeoran las cosas.

No tenía tiempo para ponerme a llorar, ni siquiera con un hombro en el que hacerlo. Había que ocuparse de una fiesta, de unos invitados que estaban a punto de llegar. Tenía que salvar mi matrimonio. No tenía tiempo para la pena. Pero yo necesitaba un poco de tiempo de todos modos.

Mary, aunque no comprendiera todos los motivos por los que lloraba, tuvo la bondad de pasarme una servilleta y no decir nada mientras sollozaba. Estoy segura de que los del catering me miraron mal, pero me tapé la cara para no tener que verlos.

– A lo mejor te vendría bien entrar y echarte un rato -dijo Mary al cabo de unos minutos-. Patricia y yo podemos ocuparnos de todo. A lo mejor te viene bien descansar.

– No, no. No sería justo para vosotras -dije yo, secándome el rostro. De verdad, estoy bien.

Mary sacudió la cabeza.

– Anne…

– He dicho que estoy bien, Mary -le dije, con un tono que no admitía réplica. Estaba bien. Aguantaría toda la fiesta. Pondría mi mejor sonrisa y fingiría que todo estaba perfecto, porque, maldita sea, eso era lo que siempre hacía. Era una buena hija. No dejaría que mis problemas personales echaran a perder su fiesta. Ya había bastantes posibilidades de que algo saliera mal. No hacía falta añadir una crisis nerviosa.

Un coche se detuvo en el sendero de entrada. Nos dimos la vuelta las dos y el rostro de Mary se iluminó primero para después oscurecerse al comprobar que eran los Kinney. Estoy segura de que el mío no tenía mucho mejor aspecto.

– ¿Por qué tiene tu suegra siempre esa cara de haber pisado una caca de perro?

La carcajada también puede ser algo desafortunado.

– Hola, chicas -dijo Evelyn-. ¿Qué es eso que os hace tanta gracia?

– Voy a ver a Pats por lo de… esa cosa que me dijo…

Mary me dejó sola. Evelyn sonrió. Yo le devolví la sonrisa. Ella esperó, pero yo no le dije nada. Llegaba pronto, como solía hacer. Frank había desaparecido dentro de la casa. Me preguntaba si Evelyn estaría esperando a que le diera un abrazo. Podía esperar sentada, me dije, sonriendo aún.

– He venido antes por si necesitabais ayuda.

– No -contesté yo. La alegría se había escapado, como una arteria que se desangra-. Ya está todo dispuesto.

Echó un vistazo a su alrededor, examinando la carpa y las mesas.

– Está precioso.

Me pareció que estaba tratando de ser amable. Creo que lo estaba intentando de verdad. O por lo menos quiero creerlo, porque pensar que trataba de hacer que me sintiera como una inepta a propósito habría sido de personas muy rencorosas.

– Gracias. James está dentro de casa.

– Así que tus padres hacen treinta años de casados.

Yo asentí con una sonrisa radiante, tanto que me dolía la cara.

– Sí.

Tal vez estuviera calculando mi edad, veintinueve, con mi cumpleaños en abril, o tal vez no. La verdad es que tenía cara de haber pisado una caca de perro.

– Un logro maravilloso -dijo, como si se merecieran una medalla de oro-. Frank y yo haremos cuarenta y cinco años en diciembre.

Miró a su alrededor y después en dirección a la casa.

– Hacer una fiesta es una forma muy bonita de honrar a tus padres, Anne.

Ni por asomo iba a organizar una fiesta de aniversario para Frank y Evelyn Kinney. Nada de eso. Tenían un hijo y dos hijas, todos perfectamente capaces de ocuparse de ellos si se les ocurría. Algo que probablemente no se les pasaría por la cabeza. Mierda, mierda, mierda.

– James está dentro -repetí sin dejar de sonreír.

Evelyn me miró con extrañeza.

– Sí, ya me lo has dicho.

– ¿No quieres ir a verlo?

Debió de ver cierta acritud en mi mirada, porque frunció un poco el ceño.

– Anne, ¿te encuentras bien?

– Sí, sí, fenomenal. Es que aún me quedan cosas por hacer. ¿Por qué no entras en casa mientras yo comento unos detalles con los del catering? -sugerí, sonriendo con tanta determinación que me estaba empezando a doler la cabeza.

Afortunadamente, Evelyn retrocedió un poco. Tal vez la había asustado. Tal vez fuera ésa mi intención.

Empezaron a llegar los invitados, llenando el camino de entrada de la casa y todo el espacio de aparcamiento de la estrecha calle. Habíamos invitado a los vecinos, a los que nos caían bien y a los que no, así que no habría problema con el exceso de coches. Había salido el sol, cálido, como era de esperar en un día de agosto. Sin embargo, de vez en cuando llegaba la brisa del lago, y tanto la carpa como los descuidados árboles del jardín nos proporcionaban una agradable sombra. Hubo gente que se metió en el lago a chapotear.

A pesar de la preocupación de Patricia, había comida de sobra. Cascadas de carne de vaca cubiertas de salsa de rábanos picantes y barbacoa. Montañas de panecillos crujientes. Cubos de ensalada de patata, macarrones y col. Docenas de postres. La gente comió y charló y bebió.

Mi padre presidía sobre los invitados en el césped, sentado en una silla de jardín a modo de trono con una botella de cerveza como cetro. Mi madre iba de un lado a otro desviviéndose por él, llevándole platos de comida y latas de coca-cola que no se tomaba. Empezó con cerveza, pero al poco rato pasó a lo que más le gustaba: té helado en vaso alto que cada vez contenía menos té y más whisky.

Mary pasó la mayor parte del tiempo con Betts, con discreción. Patricia pululaba entre la casa y la carpa del catering, supervisando la comida. Los niños jugaban bajo la atenta mirada de Claire. Había resultado ser una niñera inesperada, pero los niños la adoraban porque jugaba con ellos a juegos como Simon dice o al Escondite inglés. Se había puesto una falda suelta y una camiseta decente pero que aun así dejaba a la vista la leve protuberancia de su vientre, lo que no dejaba dudas acerca de su embarazo.

La fiesta fue todo un éxito. Amigos y familiares se reunieron para celebrar lo que habría sido una feliz ocasión para cualquier pareja. Para mis padres resultó tan sorprendente como feliz. Me relacioné con gente a la que no veía desde hacía años. Los amigos de la familia me felicitaron por mi casa y por la fiesta. La mayoría comentó cuánto había crecido, que me recordaban cuando sólo era «una niña muy callada con un libro en las manos».

– Siempre tenías un libro. ¿Qué leías? -dijo Bud Nelson.

Yo lo recordaba a él como un hombre corpulento de rostro enrojecido, que armaba mucho escándalo cuando se reía y siempre tenía una moneda para una chica que fuera a por otra «botella fría» para él. Había adelgazado mucho, tenía aspecto enfermizo y mostraba unas piernas escuchimizadas por debajo de sus bermudas demasiado grandes. Se le caía el pelo y tenía los ojos y los dientes amarillos.

– Nancy Drew, probablemente -contesté yo con una sonrisa. Siempre sonriendo.

– La chica detective -se burló Bud-. Esa Nancy siempre estaba metida en algún lío, ¿no? Su padre terminaba siempre sacándola del apuro.

Yo no recordaba que las historias fueran así, pero no iba a ponerme a discutir.

– Sólo eran novelas.