Bud soltó una carcajada y se metió la mano en el bolsillo.
– Oye, Annie. Te doy una moneda si me traes…
– ¿Otra botella fría? -dije yo sin dejarle terminar la frase.
Él asintió y se reclinó en la silla como si el mero hecho de meter la mano en el bolsillo para sacar el dinero le hubiera resultado un tremendo esfuerzo. La moneda resplandecía en su palma. Yo le cerré los dedos sobre ella.
– No hace falta que me des dinero, Bud.
– Eres una buena chica, Annie. Siempre lo fuiste.
– Eso me dicen.
Estaba siendo amable, pero no era el único. Oí lo mismo centenares de veces a lo largo del día. «Annie, siempre fuiste una niña muy buena. Una niña callada». «Annie, tráeme otra botella fría». Annie. Annie. Annie.
Nadie me llamaba «Annie» excepto mi padre desde hacía años, y, de pronto, volvía a ser aquella niña. La que les llevaba botellas frías. Sonriente. Ahora me lo agradecían con unas palmaditas en la cabeza en un sentido figurado en vez de literal, pero para mí la sensación era idéntica.
La fiesta alcanzó todo su apogeo cuando la gente empezó a bailar en la cubierta de madera y el césped. Habían arrasado con la comida, como si nos hubiera visitado una plaga de langostas. Terminó haciendo un día sofocante, en el que la humedad incrementaba la sensación de calor. Empezaron a llegar nubes del lago. De momento eran blancas, pero bien podían oscurecerse en cualquier momento.
Entré en la casa con la intención de buscar un vaso de agua fría y estar un momento a solas. Patricia, que se había pasado las últimas semanas al borde de un ataque de nervios por culpa de la fiesta, se había pasado el día sonriendo de oreja a oreja y riendo a carcajadas. Mientras que yo cada vez estaba más hecha polvo.
No era por la fiesta en realidad, sino que me sentía agobiada por todo lo que había ocurrido durante el verano. Era por Evelyn. Era por Alex y James. De repente veía cómo me afectaba el hecho de tener que ser siempre yo la que apagara los fuegos. Me fui a mi habitación en busca de unos minutos de solaz. Necesitaba relajarme un poco, dejar de charlar y sonreír forzadamente. Sólo me hacía falta un minuto. Sólo uno.
Había tanta gente dentro de la casa como en el jardín. Había ruido. Atravesé la cocina y el pasillo, confiando en que nadie se hubiera metido en mi habitación. Había cerrado la puerta antes de que empezara la fiesta, pero había dejado abiertas todas las demás. La mayoría de la gente lo habría entendido. Una puerta cerrada indicaba intimidad. No pasar. La mayoría de la gente comprendía los límites cuando entraba en la casa de otro.
Aquella parte de la casa estaba más tranquila. La mayoría de los invitados se había congregado en torno al salón, el cuarto de estar y la cocina. Una de mis primas estaba dando de mamar a su bebé en la tranquilidad de la habitación de invitados. Nos sonreímos, pero no dijimos nada, y le cerré la puerta casi del todo para darle intimidad. La puerta del cuarto de baño estaba cerrada, pero se abrió en el momento en que pasaba por delante. El ocupante salió, titubeamos un poco para ver quién pasaba antes y, finalmente, nos fuimos en direcciones opuestas.
La puerta de mi habitación estaba entreabierta. Posé la mano en el pomo, pero me detuve al oír voces.
– Bueno, no me extraña -dijo una voz que me resultaba familiar-. Es obvio que su hermana esta embarazada, y yo no he visto que lleve anillo. ¡Y que me dices del padre! Sabia que tenía ciertos… problemas, pero no tenía ni idea de que fuera dipsómano.
Dios mío. ¿La gente usaba ese termino, dipsómano? Al parecer, Evelyn sí.
Estuve a punto de darme la vuelta y dejarlo estar. Durante diez segundos contemplé la posibilidad de irme y ser la chica buena y callada que siempre obedecía con una sonrisa en los labios. Al undécimo segundo, apoyé la mano y abrí la puerta de par en par.
Lo que me encontré fue peor; mucho peor; infinita, extraordinaria e irritantemente peor.
Evelyn estaba de pie junto al pequeño escritorio situado bajo la ventana. Había sido de la abuela de James, y, aunque no me sentaba en él a escribir normalmente, sí que utilizaba sus cajones para guardar mi correspondencia privada. Las cartas de amor de James, algunas fotos, mi agenda. No como el calendario de la cocina en el que anotaba cosas como citas médicas o un recordatorio de que había que cambiar los neumáticos. Se trataba de un calendario-agenda con espacio para escribir en cada día. Solía hacer anotaciones breves o resúmenes de lo que me había sucedido ese día, unas pocas líneas recordatorias de lo que había hecho o sentido. Hasta ahí llegaba mi capacidad de llevar un diario.
Evelyn lo dejó en el escritorio cuando entré. Margaret, que se estaba comiendo un brownie sin plato en el que echar las migas, que estaban quedando desperdigadas por el suelo, tuvo la decencia de parecer culpable.
– Anne. Hola.
Por un momento la ira me cegó, violenta y cegadora como un rayo. Y dejé de ser la niña buena.
– ¿Qué haces en mi habitación?
– Oh -contestó ella con una risilla nerviosa-. Tu hermana Patricia nos dijo que había un álbum de recortes de la fiesta que teníamos que firmar.
– Está sobre la mesa del salón.
– Bueno, ella no nos dijo eso -respondió la señora.
Kinney, con los orificios nasales distendidos, un gesto que se contradecía con su edulcorada sonrisa.
– Por eso decidiste venir a ver si estaba en mi habitación.
– Quería enseñarle a Margaret el escritorio. Está interesada en este tipo de muebles. James me dijo que podía venir.
Ni siquiera intenté creer lo que me decía. Margaret se tragó el resto del brownie, se limpió las manos con la servilleta y, sonrojada, se acercó disimuladamente a la puerta, pero para salir, primero tenía que apartarme yo, y no estaba por la labor. Tuvo que pasar de costado.
«Cobarde».
– Así que decidiste venir a fisgonear en mi habitación.
Comprendí que no se esperaba que fuera a plantarle cara. Al fin y al cabo, nunca se me había ocurrido rechistar. Claro que tampoco se esperaba que la pillara.
– Estaba buscando el álbum -se defendió ella, irguiéndose con dignidad.
– Y pensaste que estaría dentro de mi escritorio, claro. ¿Te parece que yo lo dejaría ahí? -dije con tono lacónico y brusco, pero sin elevar la voz.
Estaba temblando por dentro, pero conseguí mantener la espalda erguida, las manos estiradas a lo largo de los costados. Me costó un esfuerzo hercúleo no apretar los puños.
– Anne, no hace falta que te pongas así.
Mi suegra retrocedió ante mi áspera risotada.
– Ya lo creo que hace falta. Dime una cosa, Evelyn. ¿Te parece que eso es un álbum de recortes?
Ella intentó fugarse. Era de esperar. A nadie le gusta que lo pillen in fraganti y se lo echen en cara. Se habría ganado mi respeto si hubiera admitido que era una fisgona. Si me hubiera pedido disculpas y hubiera admitido que había sido un error por su parte; probablemente me habría apartado para dejar que saliera, pero mi suegra jamás admitía sus errores, particularidad de su carácter que había heredado su hijo.
No llegó a darme un empujón para abrirse paso, por lo que nos quedamos en una especie de punto muerto. Yo era más alta, pero ella, más corpulenta.
– ¿Te parece un álbum de recortes?
Ella negó con la cabeza, testaruda.
– No tengo por que aguantar que me eches un sermón.
– ¿Por que no te limitas a responder?
Un violento rubor le subió por la garganta y las mejillas. Me gustó verla así, retorciéndose como una lombriz en un anzuelo. Me gustó ver que había hecho que se sintiera incómoda por una vez.
– ¿Te parece un álbum de recortes?
– ¡No!
– ¿Entonces qué hacías con él en las manos?
Su boca se contrajo, pero no, ella jamás admitiría que hubiera obrado mal.
– ¿Me estás acusando de fisgonear?
– No es una acusación. Creo que es cierto.
Evelyn torció el gesto en una mueca de desprecio. Estoy segura de que creía que tenía todo el derecho a mostrarse indignada. Cualquier persona habría intentado justificarse, consciente de que había metido la pata.
– Esto es una falta de respeto…
Y ahí fue cuando perdí los estribos por completo. No me habría sorprendido que mi pelo se hubiera convertido en un manojo de serpientes sibilantes que no paraban de retorcerse y escupir veneno.
– No te atrevas a hablarme de falta de respeto. Entras en mi casa durante mi fiesta y violas mi intimidad metiéndote sin permiso en mi habitación. No te atrevas a hablarme del respeto, porque tú no tienes ni idea de lo que es eso.
Debió de ser terrible contemplar mi cólera. Sé que Evelyn se asustó. Debió de creer que la iba a golpear, pese a que ni siquiera había elevado el tono.
– ¡Intentas dejarme como si fuera una mala persona, y no pienso consentirlo! -exclamó, indignada, con lágrimas de cocodrilo en los ojos.
– No creo que seas mala persona -dije con voz gélida-. Creo que eres inmensamente arrogante y ególatra, y que si de verdad piensas que nunca obras mal, es que, además, eres idiota.
Abrió la boca, pero no le salió nada. Acababa de hacer algo que creía imposible, dejar a Evelyn sin palabras. Duró poco, sin embargo, pero habló con un tono inconmensurablemente dulzón.
– No puedo creer que me hables de esa forma -dijo con el tono de una mujer empapada en gasolina que está a punto de encender la cerilla. Una mártir.
¿Me equivocaba al pensar que la conversación le estaba proporcionando la misma satisfacción íntima que a mí? ¿Que le proporcionaba cierto alivio saber que no se equivocaba sobre mí? ¿Que me había comportado como ella siempre sospechó que era capaz de hacer, que la había tratado fatal y, por lo tanto, el hecho de perdonarme y aceptarme podría interpretarse como un loable acto de caridad? Porque todavía podría haberse salvado a mis ojos si hubiera sido capaz de contenerse.
Pero no. Ella no sabía callarse.
– Supongo que no se puede esperar otra cosa de ti -añadió con el afectado tono santurrón que siempre me daba ganas de vomitar-, teniendo en cuenta la familia de la que procedes.
Era lo último que me faltaba por escuchar. Después de aquello no había marcha atrás posible. Nada de esperar a que se calmaran los ánimos, nada de buscar una manera de arreglar las cosas. No quería saber nada más de ella.
– Al menos en mi familia sabemos comportarnos en casa de los demás. Tú no eres quién para juzgar a mi familia -le dije. La calma con que desprecié su comentario pareció incendiarla más que si me hubiera puesto hecha una furia. No podía defenderse y afrontar el rechazo, como hacía con la rabia-. En mi casa no. Y menos delante de mí. Quiero que te vayas.
– ¡No puedes echarme!
– Te lo diré de otra forma: agarra tu arrogancia testaruda y lárgate de mi casa, fuera. Hoy ya no eres bienvenida. No sé si volverás a serlo alguna vez.
– No… no puedes…
Me incliné sobre ella, no porque quisiera intimidarla, sino porque resultaba más impactante si se decía de cerca.
– Mi vida no es asunto tuyo.
– ¿Anne? -las dos nos dimos la vuelta y vimos a Claire en la puerta-. Papá va a hacer un brindis.
Se nos quedó mirando con curiosidad. Evelyn aprovechó para abrirse paso entre nosotras, la barbilla levantada con gesto airado, y se alejó a lo largo del pasillo con un vigoroso taconeo.
– Joder -susurró Claire-. ¿Qué le has hecho a la señora Kinney? ¿Amenazarla con tirarte un cubo de agua?
Las piernas me temblaban después de la confrontación. Me sentía asqueada, pero también más ligera, como si me hubiera quitado de encima una pesada carga. Me dejé caer sobre la cama.
– Digamos que me he quitado un peso de encima.
Claire se sentó a mi lado.
– Parecía como si alguien le hubiera puesto un plato enorme de gusanos y le hubieran dicho que era pasta de cabello de ángel.
– Seguro que le ha sabido así -contesté yo, cubriéndome el rostro con las manos un momento mientras tomaba profundas aunque trémulas bocanadas de aire-. Dios mío, qué víbora es.
– Eso no es nuevo, perdona que te lo diga.
La primera carcajada fue como si me atravesara la garganta una corriente de ácido.
– Creo que esto no me lo perdonará jamás, Claire. Vaya desastre.
– ¿Perdonarte? -dijo Claire, resoplando con desprecio-. ¿Y qué tendría que perdonarte? ¿Por llamarle la atención por mal comportamiento? Anne, no se le hace a nadie un favor dejando que se comporte como un gilipollas.
– Podría haber cerrado la boca. Podríamos haber fingido que no había ocurrido. Pero no pude, Claire. Dios santo. Cuando la vi aquí dentro, no pude contenerme ni un minuto más. Todas las veces que me había echado algo en cara, metiendo las narices donde nadie la llamaba, siempre tan perfecta… Perdí los estribos.
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