Se amaban de verdad. Independientemente de lo que hubiera sucedido en el pasado, seguían queriéndose. Habían tomado sus decisiones y llevaban treinta años. No necesitaban que nadie les echara una mano. Podían hacerlo todo ellos solos.
La fiesta fue bajando el ritmo cuando el sol se puso. Nos despedimos y guardamos los restos de comida en los recipientes de poliuretano que nos había proporcionado la agencia del catering. Pagamos las facturas y ayudamos a desmontar la carpa. Era ya de noche cuando terminamos de recoger y la gente se marchó a casa.
– La lluvia nos ha respetado -dijo James, abriendo una de las botellas de cerveza que habían quedado. Bebió un largo trago mirando hacia el lago-. Menuda fiesta, Anne. Lo has hecho muy bien.
Me derrumbé con un gemido de cansancio en el columpio.
– No he sido sólo yo. Y tú también has contribuido. Gracias.
Se dejó caer a mi lado y nos mecimos. Se terminó la cerveza y me rodeó los hombros con un brazo, invitándome a que apoyara la cabeza contra él. Era una noche sin estrellas, ocultas tras las nubes que habían presagiado lluvia durante todo el día, pero no habían llegado a descargar. Hacía bochorno, pese a que de vez en cuando corría una brisa fresca que me provocaba escalofríos.
Bostezó.
– Creo que mañana dormiré hasta el mediodía.
Jugueteé con los botones de su camisa. No era rosa. El tejido era un poco rugoso.
– Suena bien.
Sus dedos ascendieron por mi nuca y me masajeó el cuero cabelludo por debajo del pelo. Era una sensación muy agradable. Comprendía perfectamente por qué los gatos ronroneaban cuando los acariciaban.
– Así que mi madre y tú habéis tenido un encontronazo.
– Entré a nuestra habitación y me la encontré leyendo mi agenda, James.
Siguió masajeándome el cuero cabelludo llegando hasta la nuca, disolviendo la tensión.
– Me ha contado que le dijiste que ya no era bienvenida en nuestra casa y que tenía que marcharse.
– Sí… lo hice. Cuando empezó a negarme que hubiera estado cotilleando en mis cosas e insultó a mi familia.
James soltó un profundo suspiro.
– Anne, ya conoces a mi madre.
– Conozco a tu madre, sí -levanté la cara hacia él-. Y espero que no intentes defenderla.
James hizo una pausa antes de decir:
– No, supongo que no.
– Me alegro. Porque, a partir de ahora, tu madre es cosa tuya.
Una pequeña sonrisa brotó de los labios de James.
– Como si no lo fuera antes.
– Quiero decir que no es asunto mío. Que no voy a sonreír como si fuera el muñeco de un ventrílocuo cuando me altere los nervios.
– Nadie te dijo que tuvieras que hacerlo, cariño -dijo él, masajeándome también los hombros.
– Me alegro. Porque no voy a volver a hacerlo.
– Mi madre sólo quiere gustarte, nada más.
Yo me puse rígida.
– ¿Es eso lo que te ha dicho?
Él se encogió de hombros.
– Sí.
Yo solté una carcajada.
– Ya, claro. Por eso ha sido tan abierta y considerada conmigo todos estos años. Por eso me ha acogido con los brazos abiertos.
– Cree que no te gusta, eso es todo.
– Lo sabe desde hoy porque no me gustó que invadiera mi intimidad y la eché de casa James.
– ¿Estás segura de que no…?
– ¿Qué? ¿Se tropezó y se cayó encima de mi diario? Y ya de paso lo hojeó y leyó lo que ponía, ¿no?
– Yo no he dicho eso -apartó el brazo y se recostó en el columpio. Seguíamos meciéndonos y puse el pie en el suelo para detener el vaivén.
– Supongo que a ti no te parece tan grave como a mí.
La expresión de su rostro me lo confirmó.
– Supongo que no. No era más que un calendario, ¿no?
Me levanté del columpio con brusquedad.
– No era sólo un calendario. Era donde yo apunto los acontecimientos y las cosas importantes que me suceden. Retazos de pensamiento. Era algo personal, privado. Si quisiera que lo leyera todo el mundo, lo pondría en la mesa de centro.
Era obvio que seguía sin entender por qué estaba tan enfadada. Me apoyé las manos en las caderas. Él siguió balanceando el columpio, llevando el borde peligrosamente cerca de mis espinillas, pero sin llegar a darme.
– Lo había escrito todo en esa agenda, James.
Tardó un segundo en comprender. Entonces detuvo el columpio.
– Todo -dijo.
– Sí. Todo. Sobre tú y yo y… y Alex.
– Mierda.
– Sí, mierda. Tiene gracia cómo de repente sí es grave cuando se trata de ti, ¿no crees?
– ¡Eso no es justo, Anne!
Parecía enfadado, y decidí aguijonearlo un poco más.
– Puede que no sea justo, pero es la verdad, ¿no? Hace un rato no te parecía grave que tu madre hubiera leído lo que yo había escrito sobre una pelea con mi hermana o cuánto bebe mi padre o cuándo tuve la última regla o cuánto me costaron unas sandalias. Tiene todo el derecho a leer esas cosas. Pero cuando se trata de ti y de tu romance…
James se levantó entonces con actitud amenazadora.
– El romance no lo tuve sólo yo.
– Tienes razón. Pero supongo que la diferencia radica en que a mí no me importa en realidad si alguien se entera de que le hice una mamada a Alex Kennedy, y a ti sí.
Creo que él se quedó más sorprendido que yo cuando me agarró con brusquedad. Lo había provocado. A James no le gustaba pensar en sí mismo como un hombre que se dejara presionar.
– Y no fue un romance -dijo, clavándome los dedos en la parte superior de los brazos-. ¿Verdad que no?
– Dímelo tú -contesté yo en voz baja.
– Si tienes algo que decir, será mejor que lo digas.
– Me contó lo que ocurrió de verdad la noche que te hiciste la cicatriz -lo acicateé yo. Él cerró el puño en torno a mi mano, aplastándome los dedos.
– Ya te conté lo que ocurrió.
– Al parecer omitiste unas cuantas cosas.
James me estrechó contra su cuerpo hasta el extremo de que tuve que echar la cara hacia atrás para poder mirarlo.
– ¿Qué te contó?
– Me contó que te enfadaste cuando te habló del tío al que se estaba tirando.
– ¡Y es verdad!
– ¿Por qué? -pregunté yo con un tono más suave y menos acusador de lo esperado.
Ambos teníamos la respiración agitada y la rabia de los dos se mezcló dando lugar a una tensión de otra clase. Una que conocíamos bien. Casi nunca nos peleábamos, pero sí follábamos mucho.
– Me sorprendió.
– ¿De verdad te sorprendió? Era tu mejor amigo. Os conocíais desde hacía mucho tiempo. ¿De verdad fue una sorpresa? -pregunté yo, deslizando mis manos hacia arriba por su torso hasta llegar a los hombros-. ¿O te decepcionó que no ser tú ese hombre?
James soltó una trémula bocanada de aire por la boca.
– Joder. Anne, vaya pregunta.
Yo esperé pacientemente a que me diera una respuesta.
– Él salía con chicas. Joder, Alex se lo hacía con muchas más tías que yo. Ya se acostaba con las chicas de último curso cuando nosotros estábamos en segundo.
– Entonces estabas celoso.
– Sí, un poco. Conseguía a todas las chicas que quería.
Sonreí.
– No me sorprende.
James hizo una mueca.
Aún no había respondido a mi pregunta.
– No te enfadaste por eso.
– Claro que no.
– Pero sí te enfadaste cuando te dijo que se acostaba con un hombre.
– Me lo dijo de repente. ¿Qué se suponía que tenía que hacer yo?
Yo me encogí de hombros.
– ¿Comprenderlo? Era tu mejor amigo.
– Ni siquiera sabía que le gustaban los tíos -dijo James-. Estábamos borrachos. Lo mismo se nos fue un poco de las manos.
Puse la mano sobre su cicatriz.
– O un mucho.
Durante un momento el mundo giró y nosotros con él. Me besó con mucha ternura y me abrazó, estrechándome contra él. Yo lo rodeé con los brazos y posé la mejilla en su pecho. Debajo de la cicatriz, su corazón latía con ritmo constante.
– Lo siento -dijo-. No imaginé que terminaría así.
– Ya lo sé.
Permanecimos abrazados meciéndonos con la música del viento y el agua. James hundió la nariz en mi pelo y mi mejilla. Me abrí a su beso con sabor a cerveza.
Pero entonces le puse la mano en el mentón para que se detuviera y lo miré a los ojos.
– No quiero a Alex de la forma que te quiero a ti, James.
Él me sonrió como si acabara de hacerle un regalo. Me había estado conduciendo discretamente hacia la puerta de la cocina mientras hablábamos y en ese momento mis talones chocaron con el marco, pero no me tropecé. El pequeño escalón me dejó a una altura en la que no me hacía falta levantar la cabeza para poder mirarlo a los ojos. Bajó las manos y las ahuecó contra mis nalgas para estrecharme contra sí. Le rodeé el cuello con los brazos, él me tomó en los suyos y me llevó por el pasillo hasta nuestra habitación entre risueñas protestas por mi parte. A oscuras costaba ver por dónde íbamos y estiré el brazo para encender la luz de la habitación al entrar.
Caímos sobre la cama en una maraña de extremidades y almohadas. La sensación de su cuerpo sobre el mío me pareció diferente. Más pesado y sólido. Me pareció que era real, por fin. Por primera vez desde que recordaba, no me sentía como si fuera a desvanecerse de un momento a otro.
James me miró.
– Todo va a salir bien, ya lo verás.
Tiré de su boca hacia mí y lo besé con creciente ardor. Me robaba el aliento y me lo devolvía a continuación. Nuestros labios se fundieron en un impetuoso encuentro, nuestras lenguas se entrelazaron. Metió una mano en mi pelo y tiró de mi cabeza hacia atrás mientras que su otra mano se posaba en la parte baja de mi espalda, instándome a que levantara las caderas hacia él, y apretó su erección contra mi vientre.
– ¿Lo notas? ¿Notas cómo me pongo duro? -me susurró contra los labios mientras se restregaba contra mi entrepierna-. Tú me pones así, nena.
Metí las manos por debajo de su camiseta y las introduje bajo la cinturilla de los pantalones cortos, palpando los hoyuelos que se le hacían en la base de la espina dorsal. Se los acaricié un poco y acto seguido comencé a descender por la elevación de sus nalgas.
– Quítatelos.
Metió las manos entre nuestros cuerpos para desabrocharse el botón y bajarse la cremallera, y entre los dos deslizamos la prenda a lo largo de sus piernas. Llevaba sus calzoncillos favoritos, tirantes en ese momento a causa del abultamiento de su pene erecto bajo la tela. Noté su calor cuando se colocó nuevamente encima de mí.
Pasé las manos por encima de la tela que cubría su trasero, enganché los dedos en la cinturilla clástica y tiré hacia abajo. Él me besó con más ímpetu, apretándome contra las almohadas mientras alzaba las caderas para que pudiera desnudarlo. Nos retorcíamos como posesos intentando quitarnos la ropa sin dejar de besarnos más que lo justo para sacarnos las camisetas por la cabeza.
Desnudos al fin, James volvió a cubrirme con su cuerpo, frotando sus piernas velludas contra la suave piel de las mías, y haciéndome cosquillas con la mata de vello más consistente que le nacía en la parte baja del vientre. Mis pezones estaban tan duros que podrían cortar cristal. Cuando se deslizó a lo largo de mi cuerpo para meterse uno en la boca, gemí y me arqueé.
– Me encanta el ruido que haces cuando te hago eso -dijo James, descendiendo más al tiempo que me arrancaba otro gemido cuando me mordisqueó la cadera-. Y esto.
Se detuvo entre mis piernas y me miró. Yo le acaricié el pelo. Sus ojos resplandecían a la luz de la lámpara de la mesilla. Esa noche tenían un tono especialmente azul, intensificado por el rubor de sus mejillas y el color oscuro de sus cejas.
– ¿Qué piensas? -me preguntó, una pregunta que no era muy típica de los hombres. Ni de James.
– Lo azules que tienes los ojos -respondí yo, acariciándole los arcos que formaban sus cejas oscuras.
– Me alegro -dijo él, plantándome un beso en el ombligo.
Bajé la mano y la posé en su mejilla. Tenía la piel caliente. Los dos estábamos sudando.
– ¿Qué pensabas que iba a decir?
– Pensaba que lo mismo estabas pensando en él.
– Oh, James -podría haber dicho algo amable, pero opté por ser sincera-. Esta vez no.
James cerró los ojos y posó los labios en la curva que formaba mi estómago, las manos debajo de mis muslos. Soltó el aliento, humedeciéndome la piel. Entonces me besó con suma ternura. Y otra vez. Un sendero de pequeños y etéreos besos que sirvieron para excitarme aún más. Descendió un poco más.
Cuando empezamos a acostarnos, solía conformarme con tenderme de espaldas y dejar que me hiciera lo que quisiera… aunque no lo hiciera bien. Había tenido que pedirme que le indicara qué era lo que me gustaba que hiciera, dónde y cómo, si quería que me acariciara enérgicamente o con más suavidad, que le explicara el patrón de ritmos a los que mi cuerpo respondía mejor.
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