– Respira hondo -le dije al notar que empezaba a temblarle la voz de nuevo-. Todo saldrá bien.

Sean había sido arrestado por tráfico de drogas. Su adicción al juego le había creado una deuda tan grande que había recurrido a un «amigo» que había conocido en las carreras para que lo ayudara a conseguir dinero en efectivo de forma fácil. Este amigo resultó ser uno de esos fanfarrones idiotas que ponen en peligro la vida de otros. El caso es que éste puso en contacto a Sean con otro hombre que necesitaba que alguien entregara unos paquetes. Finalmente, habían terminado pillando a Sean, que babeaba ante la promesa de un par de cientos de dólares fáciles que tenía intención de convertir en miles en las carreras, con cuarenta bolsas de marihuana de primera, motivo para ir a la cárcel de inmediato.

Aquélla era su versión de los hechos, tal como nos llegó a nosotros pasada por el filtro de una Patricia casi histérica. Lo que Sean no le había dicho era que no sólo había perdido sus ahorros apostando a los caballos, sino que llevaba seis meses sin pagar la letra de la hipoteca. Había pedido que le enviaran los extractos del banco al trabajo para que ella no pudiera verlos. También había sacado grandes cantidades de dinero de su tarjeta de crédito familiar. Patricia no descubrió lo de las cuatro nuevas tarjetas abiertas sólo a su nombre hasta que abrió su maletín buscando la clave del ordenador.

– Me dijo que estaba todo solucionado -dijo-. Me dijo que estaba recibiendo ayuda. Que estaba viendo a un consejero. Que estaba pagando las facturas. ¡Incluso comprobé la cuenta por Internet! ¡Y era cierto que las estaba pagando!

Se deshizo nuevamente en lágrimas. Mi padre se acercó al frigorífico, registró en el interior y sacó una lata de cerveza. Todos lo miramos, pero fue sólo un momento. Patricia acaparaba toda nuestra atención.

– Estaba utilizando las tarjetas de crédito para pagar las facturas. Operaba con las distintas cuentas, abriendo nuevas cuando alcanzaba el límite del crédito. ¿A qué idiota se le ocurría seguir mandándole tarjetas? -exclamó.

La prefería furiosa a desesperada.

– Lo solucionaremos, Pats. Pero cada cosa a su tiempo, ¿de acuerdo? En primer lugar tenemos que saber a cuánto asciende la fianza.

– O dejar que se pudra en la cárcel -opinó Mary.

Era algo más propio de Claire y mi madre chasqueó con la lengua en señal de desaprobación. Patricia gimoteó y se cubrió la cara con las manos nuevamente. James parecía estar mordiéndose la lengua, pero no dijo nada.

– El banco quiere quince mil para empezar -respondió Patricia con la voz amortiguada por las manos-. Me lo acaban de decir. Así que he entrado en nuestra cuenta, aun sabiendo que no tenemos nada. Habíamos empezado a recuperarnos desde que dejó de jugar. O eso pensaba yo. Quiero decir que, de cada nómina, íbamos ahorrando un poco.

Aparentemente. La realidad era que Sean había estado despilfarrando el dinero. Miré la montaña de extractos que tenía en la mano. Los idiotas que le habían enviado las tarjetas nuevas por lo menos habían tenido la cabeza de limitar el crédito a cinco mil.

– Entonces se me ocurrió rellenar un cheque a cuenta de la tarjeta de crédito. Pero cuando llamé para averiguar cómo se hacía, me dijeron que sobrepasaría el límite de crédito de la tarjeta. ¡Y me ofrecieron ampliar el límite! -exclamó, riéndose con incredulidad-. ¡Por ser buenos clientes! ¿Os lo podéis creer? ¡Llevamos un año pagando lo mínimo por recibir casi el máximo de crédito y van y me ofrecen ampliar el límite!

– Lo que sea para que gastes más -dijo mi madre-. No les importa que no puedas devolverlo todo. Porque entonces pueden cobrarte intereses.

– En ese momento supe que no podíamos permitirnos dejar de pagar los gastos de la tarjeta del crédito -prosiguió Patricia. Bebió otro sorbo de ginger ale. Estaba recuperando el color de las mejillas-. ¡Qué idiota!

No sabría decir si se refería a Sean o a sí misma.

– No te eches la culpa, Patricia. Sean te ha estado mintiendo.

– Sabía que había un problema, pero no quería ver lo grave que era. Quería creer en Sean -dijo Patricia-. Quería confiar en él.

Mary le frotó los hombros un poco.

– Es normal. Nadie sabía que estaba tan enganchado ni tan endeudado.

– ¡No sé qué voy a hacer! -exclamó Patricia, llorando.

Mientras todos estrechábamos el círculo a su alrededor para darle nuestro apoyo y que se sintiera mejor, mi padre seguía caminando arriba y abajo con nerviosismo. Al final, agarró las llaves del coche de la mesa. Mi madre levantó la vista y se apartó de Patricia para seguir a mi padre hasta la puerta. Yo también me levanté y los seguí.

– ¿Adónde vais?

Los dos se dieron la vuelta.

– Necesito salir un rato. Enseguida vuelvo.

Mi madre asintió y levantó la cara para que le diera un beso, pero yo lo miré con el ceño fruncido.

– Papá, Patricia necesita que estés aquí.

– Ella no me necesita -dijo mi padre.

– Sería un detalle por tu parte que estuvieras aquí para prestarle apoyo -dije sin levantar la voz-, en vez de ir a emborracharte para que tengamos que preocuparnos por ti además, preguntándonos donde estarás y cuándo regresarás.

Mis padres se irguieron de repente y se quedaron rígidos. Mi madre bajó la cabeza ocultando su expresión. Mi padre me miraba como si no pudiera creer lo que acababa de decirle. Yo tampoco me lo podía creer.

– ¿Cómo me dices una cosa así?

– Porque es la verdad, papá -conteste yo-. Porque ha sido siempre la verdad.

Me giré sobre los talones dejándolos allí parados. No me quedaban energías para retirar lo que acababa de decir. Pero en cualquier caso, no quería verle la cara cuando saliera por la puerta.

Mary y Patricia no me miraron cuando regresé a la cocina, pero James sí, y me tendió la mano. Nunca le había estado tan agradecida como en ese momento.

– ¿Cuánto dinero debéis en total? -preguntó James a mi hermana, rompiendo el tenso silencio.

– Un poco más de setenta mil dólares. Setenta mil dólares -repitió, vocalizando cada palabra como si así fueran menos reales. O más.

– Santo Dios -susurró Mary.

Patricia torció el gesto.

– ¡Si él no gana esa cantidad al año…! Y me repitió una y otra vez que no hacía falta que yo también trabajara. Que no hacía falta.

– Ya trabajas. Te encargas de la casa y los niños. Eso ya es mucho trabajo -dije yo-. Y aunque tuvieras un trabajo retribuido, no podrías haber evitado lo que ha hecho.

– ¿Qué voy a hacer? -preguntó Patricia en un susurro. Parecía que tuviera el estómago revuelto.

Mi madre regresó a la cocina y se sirvió una taza de café sin decirnos nada. Nosotros no la miramos, aunque sí que intercambiamos alguna mirada entre nosotros. Patricia levantó el vaso, pero lo volvió a dejar en la mesa sin beber

– Yo puedo conseguir el dinero -dijo James.

Todas nos giramos hacia él. Lo primero que sentí fue un tremendo orgullo por su disposición a ayudar a mi hermana. Pero este sentimiento fue sustituido por la duda. Kinney Designs iba dando beneficios, pero poco a poco. La mayoría de nuestros bienes estaban invertidos en el negocio, y aunque lo liquidáramos todo, dudaba mucho que consiguiéramos tal cantidad.

– No tenemos tanto dinero.

Él negó con la cabeza.

– No, pero sé cómo puedo conseguirlo.

Patricia le tomó la mano.

– Te lo devolveremos todo, James. Lo sabes. Me da igual el tiempo que tardemos.

Él le dio unas palmaditas en los dedos.

– No te preocupes ahora por eso. Ya lo resolveremos más tarde.

Sólo se me ocurría una forma, o más bien una persona, que pudiera prestarle tal cantidad.

– ¿Pero cómo vas a…?

– Sé dónde está.

– ¿Quién? -preguntó Patricia.

Yo respondí en nombre en James.

– Su amigo, Alex.

– ¿De verdad? ¿Y tiene tanto dinero? ¿Y va a querer prestármelo? -por primera vez desde que nos llamara por teléfono esa mañana, Patricia parecía esperanzada.

– Hará lo que sea por Jamie -contesté yo, consciente de que era cierto.

James se levantó para marcharse y se inclinó para darme un beso. Yo giré la cara en el último instante, presentándole la mejilla en vez de mi boca. Fingí que estaba prestando mi atención a mi hermana, pero no engañé a James, ni a mí misma.


Mi padre no regresó. James regresó al poco rato con un cheque por importe suficiente para cubrir la fianza de Sean y la promesa de que, en cuanto los bancos abrieran el lunes, recibiría otro por el resto del importe a que ascendía la deuda. Creo que se sintió aliviado al escapar de allí acompañando a mi hermana a recoger a su marido. No sabía llevar bien las lágrimas y los abrazos de agradecimiento.

Acostamos a los niños antes de que Patricia llegara con Sean y James. Mi madre sacó los sándwiches que nadie había probado antes. Claire estaba tumbada en el sofá, víctima de las hormonas del embarazo, y Mary había salido al jardín a hablar por teléfono.

Yo no tenía hambre, pero comí algo. Mi madre picoteó un pretzel acompañándolo de café, sin dejar de mirar el reloj a cada minuto. Capture un pretzel con los dedos como si fuera un cigarrillo y aspiré una calada imaginaria.

– Yo te llevaré a casa, mamá.

– Tu padre vendrá a recogerme.

– Pues entonces Claire os llevará a los dos a casa -dije yo. Mi cigarrillo imaginario estaba rancio, pero mordisqueé un extremo de todos modos.

– Creo que Claire se quedará por aquí unos días -dijo mi madre-, para ayudar a Patricia con los niños.

– Entonces Mary, James o yo te llevaremos -insistí con firmeza-. Pero no vas a subirte a un coche con papá.

– Anne -dijo mi madre con tono brusco-, creo que puedo decidirlo yo sola.

– ¡No si vas a cometer semejante estupidez! -le espeté yo-. ¡Tienes suerte de que no os hayáis matado todavía!

– Deberías tener más cuidado con lo que dices.

– Ya soy mayor, mamá -le dije-. Y sabes que tengo razón.

Al principio no contestó, sino que se quedó mirando la taza de café que tenía delante.

– Tu padre está bien.

– Escucha. No me importa lo que haga en casa o en el bar, pero que se siente al volante de un coche después de haber bebido no sólo es estúpido, también es egoísta e irresponsable. Si quiere destrozarse el cuerpo con el alcohol, es asunto suyo. Pero no pienso quedarme sentado sin decir nada mientras pone en peligro la vida de otros. Se vuelve negligente cuando bebe y corre riesgos, pero lo peor es que no quiere admitirlo cuando le dices que ha bebido demasiado. Puede emborracharse todo lo que le dé la gana, pero debería tener las pelotas para admitirlo.

El semblante de mi madre era una máscara dura y tensa.

– Tu padre…

Levanté una mano para que se callara. No me encontraba de humor para escuchar sus excusas.

– Mamá. Ahórrate las mentiras, ¿de acuerdo? Si quieres creer que no es verdad lo que digo, me parece bien. Llevo demasiados años soñando que me ahogaba para seguir escuchando tonterías.

– ¿Que te ahogabas? ¿Qué quieres decir?

Solté un largo y profundo suspiro. Y, al igual que había hecho con James, le conté a mi madre la experiencia de la barca en el lago. Ella me escuchó, aferrándose a la taza de café con dedos cada vez más tensos.

– No lo sabía -dijo-. No sabía que había sido tan…

– ¿Horrible? Pues lo fue -dije yo, encogiéndome de hombros.

– Nunca dijiste nada.

– Porque te fuiste. Y cuando regresaste mejoró otra vez. ¿No? A excepción de la bebida, los brotes depresivos y los acontecimientos como recitales de danza o fiestas de cumpleaños a los que se le olvidó asistir. Momentos de nuestra vida en los que contábamos con él, pero él no estaba. Las cosas mejoraron, ¿verdad que sí?

– Oh, Annie -dijo mi madre.

Sabía que lo había dicho con amargura, pero no me detuve ni siquiera cuando el sentimiento de culpabilidad amenazó con aplastarme con sus dedos huesudos.

– Espero que mereciera la pena, mamá.

– Anne, no tienes idea de…

– Claire me dijo que pasaste aquel verano con otro hombre. ¿Es cierto?

Mi madre elevó el mentón.

– Claire tiene que aprender a mantener la boca cerrada.

– ¿Es verdad?

– Sí.

Suspiré y agaché la cabeza.

– Pensaba que si te hubiera dicho lo de papá y el incidente de la barca, te habrías quedado. Pero no lo habrías hecho, ¿verdad?

– Tal vez -dijo-. A lo mejor…

Dejó las palabras en el aire. Yo la miré y me vi a mí misma con veinte años más. Sólo confiaba en que llevara la tristeza pintada en el rostro.

– Estaba enamorada de otro hombre -dijo-. No tengo por qué justificarme ante ti, pero lo haré. Siempre fue muy difícil convivir con tu padre. Traía un buen sueldo a casa, pero su humor cambiaba como el tiempo. También era posesivo y celoso. Estaba convencido de que tuve una aventura con otro durante nuestra luna de miel.