James me ayudó y salimos del agua dando bandazos. La arena, húmeda y fría, me arañaba las plantas de los pies. La hierba estaba resbaladiza. Los rayos seguían iluminando el cielo. Aunque estaba empapada, sentía como si tuviera el vello y los cabellos erizados, en dirección al cielo. Los truenos eran tan ruidosos que me retumbaban los oídos y el golpeteo de la lluvia enmudecía por contraste aun después de que su sonido se extinguiera.

Entramos en la casa acompañados por otra salva de truenos y relámpagos. James cerró la puerta a nuestras espaldas. Nos quedamos mirándonos en silencio, chorreando en el suelo de la cocina.

Me rodeé el cuerpo con los brazos para protegerme del frío. Tuve que hacer un esfuerzo para evitar que me castañetearan los dientes, pero al final me rendí. Hacían mucho ruido.

Se fue la luz y al momento regresó. Al cabo de un segundo se fue de nuevo y no regresó. Un nuevo rayo iluminó la cocina, pero ninguno de los dos se movió.

Ya casi nunca nos encontramos totalmente a oscuras. Ni siquiera en las noches sin luna, porque siempre está la luz del microondas o del despertador para recordarte que hay algo después de la oscuridad. En aquel momento no había nada. El trazado de mi casa que tan bien conocía se había convertido en un campo de minas, listo para llevarse por delante pies y codos.

Oí el sonido de un cajón al abrirse. James había encontrado una linterna, la que se cargaba dándole vueltas a una manivela y no necesitaba pilas. Levanté una mano para protegerme de la luz, tan potente como la de los rayos.

– Vamos a secarnos -dijo James, tendiéndome la mano-. Ven conmigo.

El golpeteo de la lluvia contra el tejado sonaba mas fuerte en nuestra habitación que en la cocina. Estaba igual de oscura y James dejó la linterna en la cómoda para que iluminara la habitación. Yo encendí una vela que estaba sobre la cómoda. El aroma a lilas empezó a extenderse a nuestro alrededor.

Me quité la camiseta y la dejé en el suelo en un montón chorreante. Después hice lo mismo con los pantalones cortos y la ropa interior. Se estaba mejor desnuda. Los dientes ya no me castañeteaban. Se me habían endurecido los pezones, pero ya no tenía piel de gallina. Las toallas estaban en el cuarto de baño. Usé una y le tiré la otra a James.

Me sequé el pelo con la toalla todo lo que pude y después me lo peiné con los dedos. Tendría que echarme una generosa cantidad de acondicionador la próxima vez que me lavara el pelo. Me gustaba sentir el cosquilleo de las puntas en la espalda. Me envolví a continuación el cuerpo en la toalla y me la sujeté debajo de la axila. No es que me cubriera mucho, pues apenas me llegaba al pubis, pero daba gusto sentir el esponjoso tejido en la piel.

– ¿Vas a dejarme?

Deseé que me lo hubiera preguntado a oscuras, para que no pudiera verle la cara. No quería darme la vuelta, pero cuando me llamó por mi nombre, tuve que hacerlo.

– ¿Vas a hacerlo?

– ¿Debería?

– Si ya no me amas, sí.

– Oh, James -dije con una voz más tierna de lo que jamás habría imaginado-. Todavía te quiero.

James dejó escapar un sollozo estrangulado y cayó de rodillas delante de mí. Apretó el rostro contra mi estómago y yo le acaricié suavemente el cabello.

– Lo siento -murmuró-. Siento todo esto. Todo. Por favor, perdóname, Anne.

Era la primera vez que veía llorar a James. Le temblaban los hombros y me abrazó los muslos con tanta fuerza que creí que iba a perder el equilibrio. Lloraba como si sufriera un tremendo dolor. Y probablemente fuera así.

No podía soportar estar de pie mientras él lloraba de rodillas. Lo empujé hacia atrás con mucha suavidad, me arrodillé frente a él y lo abracé. Su rostro encajaba a la perfección en el hueco de mi cuello. Olía a lluvia y al aroma acre de la tormenta, pero debajo, capté el mismo olor sólido y limpio, una fragancia que era únicamente de James. Me estrechaba con tanta fuerza que no podía respirar, pero al momento aflojó un poco los brazos. Nos quedamos así mientras la tormenta seguía arrojando su ira fuera.

– Te quiero -su rostro estaba caliente y húmedo contra el mío-. Dios mío, te quiero tanto que no sé qué haría sin ti. Por favor, no me dejes, Anne. Por favor, dime cómo puedo solucionarlo.

Me senté porque las rodillas empezaban a dolerme. Él me tomó las manos y entrelazó sus dedos con los míos para que no pudiera alejarme demasiado. Yo no quería alejarme, pero sí quería poner un poco de distancia entre los dos.

– No voy a dejarte, James.

No se me pasaría por la cabeza. Durante mucho tiempo esperé que llegara un día en que se nos terminara el amor y con ello nuestro matrimonio, pero jamás pude imaginar cómo sería mi vida si eso llegara a suceder. No podía imaginar mi vida sin James.

– Si quieres que deje de verlo, lo haré -dijo, acariciándome el dorso de las manos con sus pulgares-. O… le pediré que vuelva si tú quieres que vuelva.

La opción me provocó un escalofrío.

– No.

James suspiró y agachó la cabeza de modo que su rostro quedó oculto por las sombras durante un momento.

– Me dijo lo mismo que tú. Que tú le habías puesto fin a esto.

– Debería haberlo hecho.

– ¿Lo amas? -me preguntó, mirándome a los ojos dispuesta a soportar la respuesta, fuera la que fuera-. ¿Preferirías estar con él antes que conmigo?

Miré alrededor de la habitación envuelta en aroma de lilas e iluminada por la áspera luz de la linterna. Observé nuestra cama, nuestra cómoda, el escritorio de su abuela. Aquélla era mi casa, mi hogar. La vida que habíamos construido para nosotros. Tal vez no fuera perfecta, pero, definitivamente, era una buena vida.

– Creo que no, James.

La carcajada que emitió se parecía más a un gemido que a una risa.

– ¿Crees que no? ¿Es que no estás segura?

Respondí casi sin pensar.

– No soy la misma persona con él que contigo.

Me soltó las manos y yo las tendí para recuperarlas. Me las llevé a los labios y besé aquellos dedos que me eran tan familiares. Luego me puse una palma contra la mejilla.

– Te quiero -le dije-. Y todo esto, nuestra vida es lo que siempre quise tener pero no estaba segura de que pudiera conservar. Jamás me he sentido así con Alex, James. En todo momento supe que lo que compartíamos no duraría. Él nunca fue mío. No de la manera que tú lo eres.

Era el momento de las lágrimas, pero yo no lloré. En su lugar lo besé y lo estreché contra mi cuerpo. Fuera, la tormenta iba amainando.

Dentro, también.

Capítulo 19

Era el momento de que todas las piezas encajaran milagrosamente en su lugar. De que Evelyn declarara que se había equivocado y me pidiera perdón. De que mi padre dejara de beber y de comportarse como un ser patético. De que mi madre y mis hermanas arreglaran sus vidas. De que Alex desapareciera para siempre y James y yo viviéramos felices y comiéramos perdices en nuestra casita, con nuestro perro y cinco hijos que nos adoraban.

Pero, como es natural, nada de eso ocurrió.

No obstante, algo sí cambió dentro de mí. Dejé de creer que podía arreglarlo todo. Yo no tenía que ser la que siempre se ocupara de todo. Y, sorprendentemente, se las arreglaron sin mí.

El verano que cuatro meses atrás me había parecido tremendamente largo y repleto de posibilidades había dado paso al otoño. Aún demasiado pronto para que los árboles empezaran a mudar, llegaron las nubes y el frío. Mi jardín descuidado me hacía burla, recordándome constantemente todos los planes que había desaprovechado. Lo compensé comprando bolsas de bulbos y una nueva herramienta especial para sacar la tierra a la profundidad justa donde debían enterrarse. También compré unos guantes de jardinero y aditivos para la tierra, una regadera y un sombrero que se ataba debajo de la barbilla, y que siempre se quedaba colgado detrás de la puerta de la cocina.

No se me escapaba el paralelismo de la situación. James y yo habíamos pasado el verano arrancando de raíz las cosas y ahora era el momento de ver si podíamos hacer que crecieran nuevas plantas.

– Me ha llamado Mary -dijo Claire, pasándome otro bulbo de narciso. Estaba de seis meses. Tenía la barriga y los pechos redondos como sandías, y se negaba a agacharse para ayudarme a plantar. Prefería observar cómo lo hacía yo sentada al sol otoñal. Su ayuda consistía en hacer comentarios sobre mis decisiones y pasarme un bulbo de cuando en cuando.

A mí también me había llamado Mary. No era ninguna sorpresa, teniendo en cuenta lo enganchada que estaba al móvil. Me concentré en rastrillar otra porción de terreno para plantar otro bulbo sin hacer ningún comentario.

– Está bien -continuó Claire, como si no se me hubiera ocurrido-. Me ha dicho que las clases le van muy bien.

– Me alegro -contesté yo, limpiándome el sudor de la frente. Hacía una temperatura agradable, pero trabajando tenía calor-. ¿Qué tal está Betts?

– Bien. Van a ir a pasar Acción de Gracias a su casa este año. Me muero por saber qué pasa.

– Acción de Gracias -repetí yo, sentándome sobre los talones-. Creo que este año prepararé yo la cena. ¿Quieres venir?

Claire se pasó la mano por encima del estómago.

– ¿No vas a ir a casa de los Kinney?

– No.

– ¿Vas a decirles que vengan a cenar aquí?

– Creo que no. No -respondí yo con una sonrisa.

– Entonces yo sí vengo, cariño. Lo último que me apetece es que la señora Kinney me someta al tercer grado sobre qué voy a hacer con el bebé.

Alcancé mi botella de agua y di un buen sorbo.

– ¿Qué piensas hacer con el bebé?

Claire se tomó un momento antes de responder.

– Voy a quedarme con él.

Yo ya lo sabía. No era eso lo que quería saber.

– ¿Qué dicen papá y mamá?

– Mamá dice que lo que diga papá, y él no quiere hablar del asunto.

– Cómo no -dije yo con una sonrisa.

Ella se encogió de hombros.

– Patricia me ha dicho que me puedo quedar con ella todo lo que quiera, incluso después de que nazca el bebé.

– Decirlo es fácil. ¿Qué tal lo llevas?

Ella sonrió.

– Bien. Desde que echó a Sean, está mucho menos nerviosa. El dinero de Alex le ha venido muy bien.

Estaba claro que estaba tirando el anzuelo para hacerme hablar, pero yo decidí no morderlo.

– Me alegro.

– Y yo he conseguido trabajo en Alterna. Necesitan personal de guardería. Me han dicho que me pagarán la matrícula de los tres créditos que me faltan para conseguir mi diplomatura si trabajo con ellos un año como mínimo.

– Un año es mucho tiempo, Claire. ¿Puedes comprometerte a tanto? -bromeé.

Ella soltó una carcajada.

– No voy a casarme con ese trabajo, Anne.

Proseguí un rato más con las plantas hasta que me empezaron a doler las rodillas y la espalda. También me dolían los dedos de empuñar las herramientas. Me estiré con un gemido hasta que me crujieron las articulaciones. Entonces me levanté y contemplé mi obra.

– Está bonito -dijo Claire, sacando el pulgar hacía arriba-. Quedará precioso en primavera.

Costaba ver la hermosura en un rectángulo de tierra desnuda. Yo, desde luego, no era capaz de visualizar las flores de vivos colores en que se convertirían los bulbos que acababa de enterrar. Menos mal que mi hermana sí podía.

Levantamos la vista al oír el crujido de unos neumáticos en la grava. Esperaba a James, pero no me sonaba de nada aquel coche azul.

– ¡Es Dean!

Había sido testigo de las muestras de entusiasmo de Claire ante una película, un cantante o un programa de televisión. Jamás la había visto con una expresión como la que puso cuando vio al chico que bajó del coche. Se le iluminó el rostro por completo. También me fije en otra cosa: en cómo se llevaba las manos a la barriga, casi en un acto reflejo.

– Esto… ¿Te importa que no me quede a cenar? No pensé que fuera a salir tan pronto del trabajo -dijo, volviéndose hacia mí.

Yo la miré enarcando una ceja.

– ¿Dean?

Claire se sonrojó de verdad, algo que tampoco la había visto hacer nunca.

– Es un amigo.

– Ya, ya.

El chico se acercó caminando hacia nosotras, con las manos en los bolsillos. Dean, alto y delgado, con el pelo castaño claro y la nariz cubierta de pecas, no era el típico chico gótico que solía gustarle a Claire. Claro que un director de instituto tampoco encajaba en el perfil.

– Claire -dijo Dean con un leve acento sureño en la voz-. He salido antes. Pensé que a lo mejor te apetecía ir a cenar conmigo.

El chico me miró y me tendió la mano.

– Hola. Soy Dean.

Estrechaba la mano con firmeza y su mano era cálida.

– Anne. Soy la hermana de Claire.

Ella puso los ojos en blanco.

– Venga, Anne, como si no se lo hubiera dicho yo cuando le expliqué que estaría aquí y cómo llegar.