James apretó el botón del contestador. La voz de Alex empezó a hablar de nuevo. James pulsó otro botón.

Borró el mensaje. Se volvió hacia mí.

– Vámonos a la cama -dijo, y eso hicimos.


Era la primera vez que entraba en el hotel Breakers. Nunca me había hecho falta quedarme en el hotel más antiguo del parque, aunque había pasado muchas veces por delante de su grandiosa fachada de color blanco cuando pascaba por la playa.

Poseía una elegancia de otros tiempos, con su hermosa rotonda abierta y su acceso a la playa. Era un hotel con historia. El parque seguía abierto los fines de semana, y fuera, el ruido de las atracciones y los gritos de los visitantes que subían a la montaña rusa llenaban el frío aire de otoño, pero dentro el hotel estaba muy tranquilo. Sereno.

Alex abrió la puerta a mi primer toque. No podía estar esperándome, pero tampoco pareció sorprendido de verme. No se apartó de inmediato para dejarme entrar. Al final se apartó con un suspiro reticente, tal vez con intención de hacer que me sintiera culpable, pero no lo logró.

El sonido de la puerta al cerrarse detrás de mí me resultó atronador e irreversible. Si había alguna posibilidad de que fuera a marcharme, se esfumó con el clic del pestillo. Tuve que cerrar los ojos un momento. Inspiré profundamente una vez. Cuando los abrí, Alex seguía allí. Casi me daba miedo que sólo lo hubiera soñado.

– ¿Sabe Jamie que estás aquí?

– Sí.

– ¿De verdad? -no debía de esperar una respuesta afirmativa.

Alex se pasó una mano por el pelo hacia atrás y la ahuecó contra la nuca. Llevaba una camisa rosa, abierta, y esos vaqueros que yo tan bien conocía. Iba descalzo. Me daban ganas de ponerme de rodillas y besarle todos los dedos. No me moví, sin embargo.

– Joder -masculló él, sin mirarme.

– Exacto.

Aquello hizo que levantara la vista rápidamente, con ojos de zorro. Se quitó la mano del cuello y la dejó caer a lo largo del costado, como si quisiera agarrar algo, pero no supiera qué. Entreabrió los labios, pero no dijo nada. Se limitó a mirarme con aquellos ojos grises.

– Necesito saber algo, Alex -mis dedos empezaron a desabrochar los botones de mi camisa, uno a uno-. ¿Tú quieres follarme?

Él no dijo nada, ni siquiera cuando me quité la camisa y la tiré al suelo. Tampoco cuando me bajé la cremallera de mi falda vaquera larga y la deslicé por mis caderas. Me quedé delante de él en bragas y sujetador, para nada la lencería provocativa que se esperaría de una mujer que pretende seducir a un hombre, sino un conjunto de sencillo y cómodo algodón.

Su mirada me quemaba en la piel, pero no retrocedí. Abrí los brazos.

– ¿Quieres?

Él me agarró con brusquedad y dureza, algo que había esperado pero que no por eso evitó que emitiera un grito ahogado de sorpresa.

– ¿Es a eso a lo que has venido?

No traté de zafarme, aunque me estaba clavando los dedos en la parte superior de los brazos.

– Sí.

Me acercó a sí. No había olvidado lo que era estar en sus brazos. Todo él encajaba perfectamente en mí, a la perfección.

– Jamie es mi mejor amigo -me susurró al oído.

Puede que tuviera remordimientos de conciencia, pero su pene no tenía tantos escrúpulos. Me estaba apretando a través de la tela vaquera. Me acordaba de lo que era tenerlo en mis manos y pegado a mi cuerpo o dentro de mi boca. Me estremecí al recordarlo.

– Es mi marido -le susurré yo.

Le había crecido un poco el pelo, ahora le cubría las orejas y me hacía cosquillas al rozarme. Nos quedamos así un rato, con la respiración entrecortada, mejilla contra mejilla. Aflojó la presión sobre mis brazos y me soltó. Yo no me aparté.

Él soltó un gemido y se retiró un poco para poder contemplar mi rostro. Primero se concentró en mis labios. Después en mis ojos.

– ¿Por qué, Anne? ¿Por qué ahora?

– Porque lo deseo -respondí simple y llanamente-. Porque te vas.

Al ver que no respondía, le quité la camisa. Le saqué los brazos de las mangas. Cuando quedó desnudo de cintura para arriba, posé las palmas abiertas sobre su piel. Se le endurecieron los pezones a mi contacto y se le puso la piel de gallina. Entonces me incliné hacia delante, rodeándole la cintura con los brazos, y apoyé la mejilla en su pecho, justo encima de su corazón.

– Porque tengo que dejarte marchar -dije al final-. Porque tienes que irte.

Él me rodeó con sus brazos y me estrechó con fuerza. Sus dedos trazaron con suavidad el perfil de mis omóplatos.

– Me voy. Es lo mejor.

– No lo es -susurré yo-. Pero da igual.

Levanté la vista y le enmarqué el rostro con mis manos para acercarlo al mío. Lo besé lentamente y sin piedad, sin darle oportunidad a apartarse. Sus manos se tensaron en mi cintura al principio, y después se relajaron. Nuestras bocas se unieron y nuestras lenguas se encontraron. Me tragué su aliento.

La cama estaba a corta distancia, pero nos llevó un rato llegar. Le bajé la cremallera y metí la mano. Allí estaba su pene caliente. Lo acaricié, algo no exento de dificultad con los vaqueros puestos. Alex rompió el beso y apoyó su frente en la mía con los ojos cerrados.

– Anne -dijo. Nada más que eso. Esperé porque tenía que haber más, pero cuando no dijo nada más, sonreí, enganché los dedos en la cinturilla de los vaqueros y tiré de ellos hacia abajo. Me arrodillé ante él y lo ayudé a salir de ellos.

Él estaba desnudo y yo no, pero yo estaba de rodillas. Su pene se alzó, duro, y mi boca y mis manos acudieron a su encuentro. Alex volvió a gemir, más alto esta vez. Enredó los dedos en mi pelo mientras empujaba dentro de mi boca. Deslicé una mano a lo largo del pene y sopesé sus testículos en la palma.

Hay pocas veces en que uno sabe con absoluta certeza que va a hacer algo por última vez. La vida tiene una forma de moverse en círculos que te proporciona la posibilidad de llevarte de vuelta a sitios a los que no esperabas regresar y de alejarte de aquellos a los que sí esperábamos regresar. En muchas ocasiones no prestamos atención a los detalles y se nos escapan entre los dedos preciosos momentos creyendo que tendremos una segunda oportunidad de vivirlos.

Yo no pensaba permitir que se me escapara aquel momento con Alex. No se trataba de explorar su cuerpo. Ya lo conocía. Estaba prestando atención a los detalles. Aquélla sería la primera y la última vez. No quería perderme ni un detalle.

Cerró los puños dentro de mi pelo y tiró. Abandoné mi ejercicio de adoración a su pene y me senté sobre los talones. Él bajó la vista y me miró, ahuecando la palma contra mi mandíbula. Sus ojos resplandecían. Su boca brillaba de humedad por mis besos. Me acarició la mejilla y ascendió hasta mis rizos. Yo cerré los ojos brevemente. Cuando los abrí, me tendió la mano para ayudarme a levantarme, y la tomé.

Alex me condujo a la cama, deteniéndose primero a echar hacia atrás el edredón. Las sábanas blancas estaban frías. Era una cama muy cómoda. Me posó en ella con manos firmes, pero cariñosas, y después se tumbó sobre mí, besándome.

La delgada barrera que constituían mis bragas hacía que cada vez que se restregaba contra mí, la fricción en mi clítoris se multiplicara por dos. Separé los muslos y le rodeé las corvas con mis piernas, atrayéndolo hacia mí. Nuestros besos se tornaron más apasionados, más apremiantes. Nos devoramos mutuamente.

Deslizó los labios sobre mi garganta, me mordisqueó el hombro. Yo me arqueé, con un gemido, y me lamió con la lengua. Su cuerpo me mantenía clavada en la cama, pero no me sentía atrapada. Quería estar allí, debajo de él, alrededor de él.

Alex metió la nariz entre la clavícula, me mordisqueó el pecho justo por encima del sujetador, me bajó el tirante con los dientes. Después metió las manos por detrás de mi espalda y lo desabrochó. Me lo sacó de los brazos y lo lanzó hacía atrás sin importarle dónde caía. Con sus ojos clavados en mí, ahuecó las palmas contra mis senos. Cuando paseó los pulgares por encima de mis pezones, duros y anhelantes, dejé escapar un quejido que habría sido vergonzoso en cualquier otra circunstancia.

– Sé cómo acariciarte -me dijo.

– Sí que lo sabes.

Sonrió de medio lado.

– Quiero que vuelvas a hacer ese ruido.

No tuvo que hacer mucho para arrancármelo de nuevo. Le di lo que quería y él se quedó satisfecho. Reemplazó las manos por la boca y me lamió suavemente primero un pezón y luego el otro. Sus manos encontraron otros sitios que acariciar. Una cadera. Un muslo. Mi vientre. Debajo de mi rodilla. Rodamos por la cama, abrazados, buscando posturas que nos agradaran.

Aunque no estábamos haciendo nada nuevo, y aunque sabíamos que esta vez el final sería distinto, no nos apresuramos en llegar. A cada caricia, cada beso, cada roce y cada lametón le correspondía su momento de gracia.

Alex también estaba prestando atención.

Al final se colocó encima de mí. Su pene me rozaba el clítoris a cada pequeña embestida. Estábamos jadeando y nos latía desaforadamente el corazón. Nos habíamos llevado mutuamente al borde del abismo una y otra vez, retrocediendo en el último momento antes de que pudiéramos alcanzar el orgasmo.

Hasta el placer puede provocar dolor cuando es implacable. Tenía todos los nervios de mi cuerpo a flor de piel y me sentía arder. Cada beso y cada caricia me provocaban escalofríos. El universo había quedado reducido a la boca, las manos y el pene de Alex.

Se movió. Yo me abrí para él. Penetró mínimamente en mi interior, tan sólo el glande, lubricado a causa de mi húmedo sexo. Se detuvo, me lamió los labios e inspiró profundamente. Le temblaban los brazos de tener que sujetarse en aquella postura. Yo me removí y elevé las caderas para facilitarle la entrada.

Alex fue penetrándome muy poco a poco en vez de hacerlo con una fuerte embestida. Nos estábamos mirando a los ojos cuando se hundió por completo en mi interior. Me vi reflejada en ellos.

No es justo lo rápido que me corrí. Me sentía engañada. Mi cuerpo me traicionó respondiendo con demasiada rapidez a la presión de su hueso púbico sobre mi clítoris y a sus embestidas. Su boca capturó todos mis gemidos. Di rienda suelta a la primera oleada de placer, pero sus besos me llevaron de vuelta para que pudiera experimentar un nuevo clímax.

No sé cuántas veces me corrí. No sé si fue una o una docena. Mi cuerpo estaba tan sensibilizado que era como si estuviera dentro de Alex mientras se movía en mi interior. Hicimos el amor interminablemente, y no nos pareció suficiente, pero no teníamos más tiempo.

Aminoró la marcha al final, tardando el doble de tiempo en cada embestida. Me lamió los labios. Nuestros cuerpos estaban pegados por el sudor. Lo rodeé con brazos y piernas, para mantenerlo todo lo pegado a mí que me fuera posible. Si hubiera podido hacer que nuestros cuerpos se fundieran en uno solo, lo habría hecho, cuando el placer me invadió nuevamente y él alcanzó su propio orgasmo con un estremecimiento.

Nos corrimos juntos al final, en una de esas veces en las que todo sale a la primera, sin ningún fallo. Fue mágico, extático, eléctrico.

Perfecto.

Después, permanecimos tumbados el uno al lado del otro en la cama del hotel, mirando al techo, las manos a nuestro costado, entrelazadas. Fuera se oía el chirrido metálico del coche de la montaña rusa al alcanzar la cúspide, el momento de silencio y, finalmente, los gritos al descender a toda velocidad.

No podía durar eternamente. El destino no lo había querido. Me puse de lado y lo miré. Me empapé de las líneas y las curvas de su rostro.

Se podrían haber dicho cosas, pero me bastó con besarlo una última vez. No le pedí permiso para utilizar la ducha, simplemente lo hice. Lo borré de mi cuerpo con el agua.

No se había movido de la cama cuando salí envuelta en una toalla. Me sequé y me vestí. Alex me observaba sin decir nada. Su silencio era de agradecer. Facilitaba mi marcha.

Vestida ya, me arreglé como pude los rizos con los dedos delante del espejo. Con la ayuda del maquillaje, la máscara de pestañas y el brillo de labios me disfracé de alguien que no era. Me alisé la ropa y ya estaba lista para irme.

Lo miré. Seguía sin moverse.

– Adiós, Alex -le dije-. Espero que seas feliz.

No me respondió. Quería que me dijera adiós. Que dijera algo. Pero tenía que ser el canalla harapiento hasta el final. Me dirigió un breve gesto de asentimiento y una media sonrisa que me hicieron preguntarme si lo había arriesgado todo sólo por unas horas de lujuria imposible. Si había sido sólo eso desde el principio. Si había cometido un error yendo a verlo.

– Anne -dijo cuando ya tenía la mano en el pomo.

Me detuve, pero no me di la vuelta.

– Cuando te dije que Jamie había sido la única persona que me había hecho comprender cómo podría ser amar a alguien…