– No quiero nada.

– ¿Chocolate? ¿Salchichas? ¿Melaza? ¿Qué? Te aviso de que pasar heroína, marihuana o prostitutas en Amsterdam tal vez me dé algún que otro problema. Será mejor que me pidas algo legal.

– De verdad, Alex, no hace falta que me traigas nada.

– Claro que voy a llevarte algo. Si no me das ninguna pista de lo que puede ser, se lo preguntaré a Jamie.

– Yo diría que melaza -le dije-. Aunque no sé muy bien qué es… ¿lo sacan de un pozo?

Alex se rió.

– No. Se vende en tarros como los de la mermelada.

– Tráeme uno de ésos.

– Ya veo. Eres una mujer a la que le gusta vivir peligrosamente. No me extraña que Jamie se casara contigo.

– Creo que tuvo más de una razón.

Me di cuenta de que no me estaba moviendo, que llevaba unos minutos charlando tranquilamente. Estaba tan absorta en las palabras de Alex que no me había hecho falta enfrascarme en otra tarea a la vez. Eché otro vistazo a la cocina, pero James había desaparecido. Oí el murmullo de la televisión en el cuarto de estar.

– Sentí mucho no poder asistir a vuestra boda. Me dijeron que la celebración fue todo un éxito.

– ¿Quién te lo dijo? ¿James?

Una pregunta estúpida. ¿Quién si no? El problema era que James no me había comentado que estuvieran en contacto. Me había hablado con frecuencia del que fuera su mejor amigo en el instituto; no se había extendido tanto con el asunto por el que se habían separado. Tenía otros amigos… pero íbamos a casarnos, y tengo la costumbre de intentar arreglar las cosas. Fui yo la que puso el nombre de Alex en la lista, sin saber siquiera si la dirección que había encontrado en la antigua libreta de direcciones de James era la correcta. Pensé que lo que hubiera ocurrido entre ellos podría arreglarse con un poco de ayuda. No me sorprendió que Alex se excusara por no poder asistir, pero, al menos, yo lo había intentado. Parecía que mis intentos habían tenido un resultado más positivo del que imaginaba.

– Sí.

– Fue una boda muy bonita -dije-. Una pena que no pudieras venir, pero ahora podremos disfrutar de una larga visita.

– James me mandó algunas fotos. Se os veía muy felices.

– ¿Te envió fotos? ¿De nuestra boda? -miré hacia la repisa de la chimenea, a la foto enmarcada de nuestra boda seis años atrás. Siempre he tenido la duda de cuánto tiempo es aceptable mostrar fotos de boda. Supongo que hasta que empiecen a llegar las fotos de los niños.

– Sí.

Eso también me sorprendió. Yo había enviado fotos a algunos de mis amigos que no habían podido asistir, pero… bueno, eran mujeres. Las chicas hacían esas cosas, se reían con las fotos y enviaban largos e-mails.

– Bueno… -me detuve en un silencio incómodo-. ¿Cuándo llegas entonces?

– Me falta cerrar algunas cosas con la compañía aérea. Ya se lo diré a Jamie.

– Claro. ¿Quieres hablar con él?

– Le enviaré un e-mail.

– Como quieras. Se lo diré.

– Bueno, Anne, son más de las dos de la mañana aquí. Me voy a la cama. Hablaremos pronto.

– Adiós, Alex… -y colgó sin dejarme terminar, mirando sorprendida el auricular.

Que estuviera en contacto con James no tenía nada de raro. La amistad entre los hombres no era como la de las mujeres. Mi marido no me había dicho que hubiera hablado con Alex, pero eso no significaba que quisiera guardarlo en secreto. Significaba, sencillamente, que no le había parecido lo suficientemente importante como para compartirlo conmigo. De hecho, debería alegrarme que hubieran resuelto sus diferencias. Sería divertido conocer al amigo de James, Alex, el canalla harapiento que no dejaba de dar vueltas y más vueltas alrededor de la escarpada roca del poema. El que me había prometido dulces del País de las Maravillas. El que llamaba Jamie a mi marido en vez de James.

El hombre del que James siempre había hablado en pasado.


El teléfono de Mary sonó por cuarta vez en media hora, pero esta vez ella se limitó a mirarlo antes de guardarlo en el bolso.

– ¿Cuánto tiempo va a quedarse?

– No lo sé -tomé un marco de cristal de una estantería llena-. ¿Qué te parece éste?

Mi hermana hizo una mueca.

– No.

Dejé el marco en su sitio y eché un vistazo general a la tienda.

– Todos los que hay en este sitio son del mismo estilo. Aquí no vamos a encontrar nada.

– ¿De quién fue la maravillosa idea de buscar un marco bonito y elegante? Ah, sí, de Patricia -dijo Mary con sarcasmo-. ¿Entonces por qué demonios tenemos que buscarlo nosotras?

– Porque Patricia no puede venir a esta clase de sitios con los niños -eché un vistazo a los marcos, pero todos eran muy parecidos. Excesivamente caros y horrorosos.

– Ya. Y supongo que Sean no puede quedarse con los críos una tarde.

Me encogí de hombros, pero algo en el tono de Mary me hizo levantar la vista.

– No lo sé. ¿Por qué? ¿Te dijo Patricia algo?

Las hermanas también comparten un tipo de comunicación no verbal. La postura y la expresión de Mary lo decían todo, pero mi hermana utilizó el lenguaje verbal por si acaso no me hubiera dado cuenta.

– Es un gilipollas.

– Venga, Mary.

– ¿No te has fijado que Patricia ya no habla de él? Antes siempre estaba con «Sean esto. Sean lo otro. Sean lo de más allá». Dime que no te has dado cuenta de que últimamente no tenemos que aguantar el Evangelio según Sean. Y que está más quisquillosa de lo habitual. Algo ocurre.

– ¿Algo como qué?

Salimos de aquella tienda tan cursi y salimos al brillante sol del mes de junio.

– Yo qué sé -Mary puso los ojos en blanco.

– A lo mejor deberías preguntarle.

Mi hermana me miró.

– Podrías hacerlo tú.

Las dos nos quedamos calladas al ver una conocida mata de pelo negro acompañada de un vestuario poco apropiado.

– Ay, Dios -dijo Mary entre dientes-. Que pintas de gótica.

Me eche a reír.

– ¿Así es como se llama ahora?

– Creo que antes lo llamábamos estilo punk. Joder. Es que no se cansa. Creía que estaba saliendo con ese chico de la tienda de discos -Mary parecía horrorizada-. ¿Pero quién es ese tipo?

Claire sonreía de oreja mientras flirteaba con un joven alto y desgarbado con tanto metal en el rostro que no pasaría los arcos de seguridad de un aeropuerto. Ella llevaba unas medias de rayas blancas y negras, una falda negra con encaje y el dobladillo irregular, y una camiseta con el nombre de un grupo de música punk que se había ido por el desagüe de las sobredosis de drogas mucho antes de que ella naciera.

– Está claro que danza al son de su propio tambor -dije yo.

– Sí, eso y una guitarra eléctrica, dos trompas y un sintetizador.

Claire levantó la vista y nos saludó desde el aparcamiento, se despidió de su nuevo pretendiente y se dirigió hacia nosotras.

– Señoras. Buenos días.

– Serán buenas tardes -señaló Mary.

– Eso depende de la hora a la que te levantes -respondió Claire con una sonrisa desvergonzada-. ¿Qué pasa?

– Anne no se decide por un marco.

– ¡Oye! -protesté yo. Sin Patricia allí para ponerse de mi lado y equilibrar la cosa, mis dos hermanas pequeñas me arrasarían en breve-. No depende de mí. Deberíamos ponernos de acuerdo las cuatro.

Claire sacudió la mano cubierta con unos guantes sin dedos.

– Da lo mismo. Elige el que quieras. No creo que les importe demasiado.

– Oye, Madonna ha llamado. Quiere que le devuelvas su armario -contesté yo, enfadada.

Mary se burló. Claire puso una mueca. Disfruté de mi breve e inútil momento de triunfo.

– Me muero de hambre -declaró Claire-. ¿No podemos ir a comer algo?

– No todas tenemos hambre a todas horas -señaló Mary.

– No todas tenemos que vigilar nuestro peso -respondió Claire con dulzura.

– Chicas, chicas -interrumpí-. Se acabaron las peleas de colegialas. ¿Os importa comportaros como adultas?

Claire le pasó un brazo por los hombros a Mary y me miró con un gesto lleno de inocencia.

– ¿Qué pasa? ¿Por qué estás tan tensa, hermanita?

Las quería, a todas, y no podría imaginar mi vida sin ellas. Mary sonrió de oreja a oreja y se quitó el brazo de Claire. Esta se encogió de hombros y me miró con desdén.

– Vamos, princesa -canturreó-. Invita a tu hermana pequeña a una hamburguesa con patatas.

– ¿Vendrás a limpiarme la casa? -pregunté yo-. Eso vale por una comida, ¿no?

– De acuerdo, antes de que llegue el amigo de James. Casi se me olvidaba -respondió ella sacándome la lengua-. No querrás que se encuentre todos vuestros juguetitos sexuales tirados por ahí.

– No nos has dicho cuándo viene -comentó Mary.

Las tres echamos a andar hacia la cafetería que había al otro lado del aparcamiento. La comida era decente y no solía atraer a los turistas que abarrotaban Sandusky en su visita a Cedar Point. Y lo mejor, estaba cerca y las tripas me sonaban ya.

– No sé cuándo viene.

– ¿Cómo se llamaba? ¿Alex? -dijo Claire, sosteniendo la puerta para que entráramos Mary y yo.

– Sí -la camarera nos acompañó a una cómoda mesa con bancos situada al fondo del local y nos dejó la carta, aunque ninguna de las tres la necesitaba. Llevábamos siglos yendo a aquel sitio-. Alex Kennedy.

– ¿Y no fue a vuestra boda? -preguntó Mary mientras echaba azúcar en su té helado y espachurraba la rodaja de limón. Me pasó unos cuantos sobrecitos sin que tuviera que pedírselos.

– No, estaba fuera. Pero una compañía grande ha comprado su empresa y por eso regresa a Estados Unidos. No se mucho más.

– ¿Que vas a hacer con el mientras James trabaja?

Sorprendentemente, fue Claire quien me hizo una pregunta tan pragmática mientras bebía agua de su vaso a través de una pajita.

– Es una persona adulta, Claire. Ya encontrará algo que hacer.

Mary resopló burlonamente.

– Sí, pero es un tío.

– En eso tiene razón Mary -dijo Claire-. Será mejor que hagas provisión de nachos y de calcetines.

Respondí poniendo los ojos en blanco.

– Es amigo de James, no mío. No pienso hacerle la colada.

Claire hizo un ruido burlón.

– Ya lo veremos.

– Escucha lo que dices -dijo Mary-. ¿Cuándo fue la última vez que le hiciste la colada a alguien, incluida la tuya propia?

– Estás loca -respondió Claire con indiferencia-. Pues claro que me hago la colada en la universidad.

Mary frunció el ceño.

– También deberías hacerlo en casa.

– ¿Por qué? A mamá le encanta hacerlo -contestó Claire, y estaba casi segura de que lo decía totalmente en serio.

– No me preocupa la colada -les dije-. Ni tener que entretenerlo mientras esté aquí. Estoy segura de que sabrá hacerlo él sólito.

– ¡Ja! Vivía en Hong Kong, ¿no? -Claire juntó las manos y estampó una sonrisa de oreja a oreja-. Esperará encontrar una geisha, ya lo verás.

– Las geishas son japonesas, idiota -Mary sacudió la cabeza.

– Lo que sea -dijo Claire, apartándose el flequillo con un resoplido.

Escuchar a mis hermanas proclamar el desastre que iba a ser tener a Alex en casa me hizo sentir mucho mejor respecto a su visita.

– Singapur. Y no a va a pasar nada.

– Se acabó lo de ir por la casa en bragas -dijo Claire con un suspiro lúgubre, como si aquello fuera lo peor de todo-. ¿Cómo vas a soportarlo?

– Como si yo hiciera tal cosa.

– Tía, eso es lo mejor de vivir en tu propia casa -declaró mi hermana pequeña.

Todas nos echamos a reír. El móvil de Mary volvió a sonar y ésta lo sacó del bolso. Leyó el mensaje, escribió algo y lo volvió a guardar.

– Oye, guapa, te comportas como si estuvieras casada con esa cosa. ¿Nos ocultas algo? -Claire estiró el cuello para echar un vistazo al móvil de Mary.

– Era Betts -contestó Mary encogiéndose de hombros al tiempo que daba un sorbo de su té.

Claire se inclinó hacia delante.

– ¿Es que Betts y tú sois pareja?

Mary se quedó con la boca abierta. Y yo. Claire no parecía preocupada.

– ¿Y bien? No deja de escribirte mensajes como si no pudiera soportar estar lejos de ti. Y todas sabemos que no te van los tíos.

– ¿Qué? -Mary, que normalmente respondía a los ataques de Claire con igual sarcasmo, pareció quedarse sin palabras.

Yo tampoco sabía muy bien qué decir.

– Claire, por todos los santos.

Claire se encogió de hombros.

– Es una pregunta perfectamente justificada.

– ¿De dónde te has sacado la idea de que no me gustan los hombres? -Mary parpadeó varias veces muy seguidas, roja como un tomate.

– A ver… ¿tal vez porque no te has acostado con ninguno?

– Eso no significa nada -dije yo.

– No -dijo Mary-, sobre todo porque, ¡sorpresa!, sí que lo he hecho.

Claire y yo tardamos en reaccionar. Una de las cosas más deliciosas de tener hermanas era el lado cómico que adquirían nuestras conversaciones.