Las cosas cambiaron sin previo aviso, como suele suceder. Me había pasado la mañana haciendo recados, y esa noche me tocaba hacer, muy a mi pesar, de anfitriona con la familia de James al completo. Padres, hijos con sus correspondientes esposos y esposas, sobrinos. Tenía en mente algo sencillo, pollo al horno, ensalada y panecillos recién hechos. Sandía y brownies de postre.
Los brownies me iban a quitar la vida.
La receta parecía bastante simple. Se necesitaba un chocolate bueno, harina, huevos, azúcar y mantequilla. Tenía todos los utensilios para llevar a cabo el trabajo, como habría dicho James totalmente serio. Podía decirse que hasta tenía la habilidad, aunque puede que no el talento. Sin embargo, por alguna razón todo me estaba saliendo mal. El microondas se negaba a derretir el chocolate sin quemarlo. La mantequilla me salpicó y me quemó la piel cuando, puesta sobre aviso gracias al desastre del chocolate, intenté derretirla sobre los quemadores. Un huevo me salió con un puntito rojo de sangre, el otro con una yema doble, lo que habría sido una deliciosa sorpresa si estuviera haciendo una tortilla, pero en ese momento sólo sirvió para desbaratarme la receta.
Un vistazo al reloj me dijo que el tiempo que había previsto para la preparación del postre se me había terminado y alargado demasiado. Como consecuencia me puse nerviosa. No me gusta hacer las cosas tarde. No me gusta que me pillen desprevenida. No me gusta que las cosas no estén perfectas.
Había abierto todas las ventanas y encendido los ventiladores de techo, porque prefería la brisa al ruido y el frío estéril de nuestro achacoso sistema de aire acondicionado. La cocina olía bien, a marinado, grasa derretida y pan recién hecho, pero hacía calor. Tenía manchas de chocolate en mi camisa blanca y la parte delantera de mi falda vaquera. Mi pelo, alborotado en el mejor de los casos, presentaba un estado caótico y me caía en mechones ensortijados hasta debajo de los hombros. El sudor me corría por la espalda.
Se me había olvidado comprar aliño para la ensalada, pero ya no me daba tiempo. Tendría que prepararlo yo misma. Tampoco tenía tiempo para el baño que había planeado como recompensa a tener que dar de cenar a toda aquella gente. No lo sentía tanto por el hecho de que tenía que depilarme las piernas como por la media hora de descanso y silencio rodeada del aroma de la lavanda. Con un poco de suerte podría darme una ducha rápida, aunque, tal y como iban las cosas, tendría que conformarme con lavarme por encima y darme con un canto en los dientes.
Concentración. Los brownies. Sólo me quedaba un paquete de chocolate. Si volvía a liarla, tendríamos que comer galletas rancias de bolsa de postre. Deje el paquete de chocolate sobre la encimera y vertí la mantequilla del cazo doble para el baño maría al recipiente de mezclar los ingredientes. Paso a paso.
Le di vueltas con cuidado. Releí las instrucciones. Levanté para mezclar bien los huevos con la mantequilla derretida, tal como mostraba el libro.
– Hola, Anne.
La cuchara cayó al suelo con un tintineo y la mantequilla templada salió disparada en todas direcciones. El corazón se me paró, la respiración se me paró, hasta la mente se me paró durante un momento de horror. Recobré el movimiento a trompicones como cuando das a la pausa y después al movimiento acelerado hacia delante durante una película.
Había gritado. Qué vergüenza. Me di la vuelta, dejando sobre la encimera el recipiente al que me había abrazado como si me fuera la vida en ello.
La primera vez que vi a Alex Kennedy fue acompañada del martilleo de mi corazón acelerado que retumbaba en mis oídos y mi garganta. Alex estaba de pie en la puerta de la cocina, con una mano en el marco lo bastante alto como para que tuviera que estirar su esbelto cuerpo. Se inclinó ligeramente hacia delante, guardando el equilibrio de su cuerpo mientras doblaba la otra pierna como si lo hubiera pillado en el momento de subir un escalón. Caí en la cuenta de sus vaqueros desgastados y un poco caídos que se sujetaba a las caderas con un cinturón de cuero negro. Y en la camiseta blanca. Una estética muy a lo James Dean, aunque en vez de cazadora de algodón de color rojo, la suya era de cuero negro y la sujetaba en el hueco que se formaba entre la mano metida en el bolsillo delantero y su costado. Completaba el conjunto con unas gafas de sol cuyos grandes cristales oscuros le cubrían casi todo el rostro.
Era un momento de foto, parecía salido de una película, y, durante un momento, nos quedamos allí de pie, mirándonos como si estuviéramos esperando a que un director invisible gritara: «¡Acción!». Fue Alex quien dio el primer paso. Retiró la mano del marco, sacó la otra del bolsillo y pilló la chaqueta en el aire antes de que cayera al suelo. Terminó de dar el paso que había dejado a medias, entrando en la cocina como si llevara toda la vida haciéndolo.
– Hola -lo dijo mirando a su alrededor por encima de sus gafas oscuras antes de centrarse nuevamente en mí-. Anne.
No era una pregunta. James me había dicho que era inteligente. ¿Quién si no podía ser yo? Tampoco se presentó, algo que podría tomarse por un signo de arrogancia o despreocupación o la sencilla suposición de que yo también era inteligente, aunque no me conociera lo bastante como para saberlo.
– Alex -rodeé la isla central de la cocina y me dirigí a él. Llevaba las manos manchadas, así que no se la ofrecí-. Lo siento. No te esperaba a esta hora.
Alex sonrió. Es un tópico decir que me robó el aliento, pero los tópicos comienzan como algo cierto, pues de otro modo nadie se referiría a ellos. Su boca, con unos tersos labios, se curvó hacia un lado. Entonces se quitó las gafas. Los ojos que ocultaban eran oscuros y no se me ocurría mejor manera de describirlos que lánguidos, perezosos, intensos, lentos. Profundos. Alex tenía unos ojos que miraban como si vieran sólo cosas importantes, aunque no sabría decir qué.
– Sí, lo lamento. Llamé a Jamie al móvil y me dijo que viniera sin más. Me dijo que te avisaría él. Supongo que no lo ha hecho.
Su voz también eran lenta y profunda. Absorta.
Me reí, apesadumbrada.
– Pues no.
– Cabrón -Alex dejó la chaqueta en una de las sillas de respaldo alto de la mesa del desayuno y enganchó ambos pulgares en los bolsillos-. Qué bien huele.
– Es que estoy horneando pan -agarré el paño de cocina, me limpié rápidamente las manos y procedí a acicalarme rápidamente. Me arreglé un poco el pelo, me remetí la camisa por la cinturilla de la falda, un repaso rápido por rostro y cuerpo para asegurarme de que mi aspecto era más o menos decente.
Él me observó mientras lo hacía, con una ligera sonrisa en el rostro.
– Y veo que estabas preparando algo con chocolate.
– Brownies.
Me había puesto roja y me sonrojé aún más al notar el calor que me subía por la garganta. No había motivos para avergonzarme. Bueno, aparte del caos en que se encontraba la cocina y mi persona.
Alex emitió por lo bajo una especie de ronroneo de aprobación.
– Mi postre favorito. ¿Cómo lo has sabido?
– No sabía… -Alex lo decía en serio-. ¿A quién no le gustan los brownies?
– Tienes razón.
Se echó a reír. Echó otro vistazo a la cocina, como si estuviera tomando nota de todos los detalles. Me sorprendí siguiendo su mirada con la mía, catalogando las fotos enmarcadas que colgaban de las paredes, el papel pintado, que se estaba levantando en un rincón, las marcas que habían hecho las sillas en el linóleo, sin dibujo ya de tanto arrastrarlas.
– Vamos a arreglarlo -dije, como si tuviera que disculparme por las imperfecciones de la cocina.
Dirigió de nuevo su mirada hacia mí. Me resultaba desconcertante y, en cierta forma, familiar al mismo tiempo. Alex era de las personas que miran las cosas con atención, igual que James, aunque a mi marido el interés le duraba mucho menos. James podía concentrarse en algo que le hubiera llamado la atención. Era como uno de esos mirlos de ojos saltones a los que las cosas brillantes llaman su atención. Alex me recordaba más a un león agazapado entre la hierba, aparentemente saciado hasta que la presa se le acerca lo bastante para captar su atención.
– Es bonita. La habéis dejado muy bien.
– ¿Habías estado aquí antes? -pregunté sacudiendo la cabeza ante lo absurdo de mi pregunta-. Por supuesto que habías estado aquí.
– Cuando vivían aquí los abuelos de Jamie, sí. Hace mucho tiempo. Ahora está más bonita -sus labios se curvaron en otra perezosa sonrisa-. Y también huele mejor.
No tenía ningún motivo para sentirme intimidada por él. No estaba haciendo nada. De hecho, estaba siendo muy amable. Me apetecía devolverle la sonrisa, y lo hice… aunque el resultado fue más una mueca confusa y vacilante. El tipo de sonrisa que le dedicas a alguien que te ofrece un caramelo de menta en el metro: no sabes si lo hacen por amabilidad o porque te huele el aliento. ¿Estaba limitándose a ser amable o era sincero?
No lo sabía.
– Espero que, por lo menos, estén ricos. No se puede decir que esté teniendo mucha suerte hasta el momento -admití mirando de reojo el recipiente.
Él ladeó la cabeza y contempló el desastre que había tenido lugar en la isla central.
– ¿Y cómo es eso?
– Oh… -me encogí de hombros y reí con timidez-. Me apetecía hacerlos yo misma en vez de cocinarlos a partir de la mezcla que viene preparada para hornear.
– No. Las cosas hechas en casa siempre están mejor -Alex se acercó a la isla y, por lo tanto, a mí. Comprobó el estado de la mezcla del recipiente. Sin sus ojos clavados en mí, podía observarlo-. Pones la mantequilla y los huevos. ¿Qué más?
Rodeó la isla y terminamos hombro con hombro. No me había parecido tan alto desde la puerta. Mi cabeza le llegaba a la barbilla. A James podía alcanzarle la boca sin tener que ponerme de puntillas. Alex volvió la cabeza y me lanzó una mirada que no supe interpretar.
– ¿Anne?
– Oh… oh, espera, está todo aquí -me incliné sobre el libro y seguí las instrucciones con el dedo. Había marcas de grasa en las páginas-. Derretir el chocolate. Derretir la mantequilla. Mezclar bien. Añadir el azúcar y la vainilla…
Me detuve al ver que tenía la vista clavada en mí. Sonreí tentativamente. Pareció gustarle. Entonces se inclinó hacia delante un poco, de manera apenas perceptible. Bajó la voz, como si estuviera confesando un secreto.
– ¿Quieres que te diga dónde está el truco?
– ¿De hacer brownies?
Su sonrisa se ensanchó. Esperaba que dijera que no. Que se trataba de otra cosa, algo más dulce que chocolate. Yo también me incliné hacia delante, sólo un poco.
– La mantequilla caliente derretirá el chocolate. Sólo se necesita un fuego bajo.
– ¿De veras? -miré el libro de cocina para no tener que mirarlo a él. Sentí una nueva oleada de calor y que me enrojecían hasta las orejas. Pensé que debía de parecer idiota y traté de fingir que no importaba.
– ¿Quieres que te enseñe cómo se hace? -se enderezó al ver mi vacilación. Su sonrisa cambió, proporcionándonos un poco de distancia. Seguía siendo afable, pero menos intensa-. No te prometo que vayan a ganar un premio, pero…
– Sí, claro -contesté yo con decisión-. La familia de James llegará de un momento a otro y me gustaría tener resuelto el tema del postre antes.
– Sí. Porque absorberán toda tu atención. Sé a qué te refieres -Alex extendió el brazo hacia el recipiente y se volvió hacia los quemadores de la cocina.
Puede que supiera a qué me refería, pensé, observándolo mientras colocaba la mezcla de mantequilla y huevos ya fría en el cazo al baño maría. Se inclinó para poner el rostro al mismo nivel que la llama y graduó la intensidad con delicadeza. Después sacó una cuchara del carro de los utensilios de cocina y se puso a remover.
– Dame el chocolate -hablaba como si estuviera acostumbrado a que lo obedecieran, y no vacilé. Abrí la bolsa y se la di. Sin mirarme, sacudió suavemente el paquete y empezó a echar pepitas de chocolate poco a poco en la mantequilla-. Anne, ven a ver esto.
Me asomé por encima de su hombro. Entre la mantequilla se arremolinaban manchas de color oscuro que se iban haciendo más y más grandes a medida que Alex iba añadiendo pepitas. Al cabo de un momento la mezcla adquirió una textura de líquido viscoso y aterciopelado.
– Precioso -murmuré casi sin darme cuenta y Alex levantó la vista y me miró.
Esta vez no tuve la sensación de que me hubiera atrapado con la mirada. No era su presa. Me estaba evaluando. Cuando terminó, se concentró nuevamente en la masa, que iba espesando poco a poco.
– ¿Está listo todo lo demás?
– Sí.
Reuní el resto de los ingredientes. Mezclamos, vertimos y limpiamos el recipiente con mi práctica espátula blanca, que me habían garantizado que no se rompía ni se manchaba. La mezcla olía a gloria cuando llenamos la bandeja de horno tal como nos indicaban.
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