– Perfecto -dije, introduciéndola en el horno-. Gracias.

– Y por supuesto tienen que salir perfectos, ¿verdad? -Alex se apoyó en la isla, sujetándose al borde con las manos de manera que los codos quedaron en jarras.

Me limpié las manos en el paño y empecé a echar los utensilios en el fregadero.

– Es bonito que las cosas salgan perfectas, ¿no crees?

– Aunque tenga defectos, un brownie sigue estando buenísimo -me observó mientras limpiaba sin ofrecerse a ayudarme.

Yo me detuve con el recipiente de mezclar en la mano.

– Eso depende del defecto. Quiero decir que si está demasiado seco o se desmigaja entero, tal vez no tenga buen aspecto, pero sigue estando rico. Pero si te equivocas con los ingredientes, tal vez tenga buen aspecto por fuera y por dentro sepa a rayos.

– Exacto.

Me pregunté si me habría hecho morder el anzuelo para llevarle la razón.

– Bueno, pues tienen un aspecto perfecto. A menos que se quemen.

– No van a quemarse.

– Pero puede que no estén buenos tampoco -me reí de él-. ¿Es eso lo que quieres decir?

– Nunca se sabe, ¿no crees? -se encogió de hombros y me miró de soslayo, disimuladamente.

Juguetonamente. Estaba jugando conmigo, calibrándome. Intentando sacarme de mi caparazón. Intentando tantearme. Intentando averiguar el tipo de persona que era.

– Supongo que será mejor que los probemos entonces -alargué el recipiente-. Tú primero.

Alex enarcó una ceja y frunció los labios, pero se impulsó para separarse de la isla y tendió una mano.

– ¿Por si acaso están asquerosos?

– Una buena anfitriona siempre ofrece a sus invitados la primera porción -contesté yo con dulzura.

– La perfecta anfitriona se asegura de que todo esté perfecto antes de servirlo -respondió Alex, pero pasó el dedo por la pared del recipiente. Lo sacó manchado de chocolate.

Levantó el dedo y me lo mostró. Muy teatrero. Abrió la boca y me enseñó una lengua de un intimo color rosa. Se metió el dedo en la boca y cerró los labios, sorbiendo lo bastante fuerte como para que se le hundieran las mejillas hasta que por fin sacó ruidosamente el dedo limpio.

No dijo nada.

– ¿Y bien? -pregunté al cabo de un momento.

Sonrió de oreja a oreja.

– Perfecto.

Incentivo suficiente para mí. Pasé el dedo por encima de lo que quedaba de masa y lo chupé con la punta de la lengua.

– Cobarde.

– Está bien -me metí todo el dedo en la boca y chupé con tanto énfasis como había hecho él antes, exagerando el gesto-. ¡Hmmm, qué bueno!

– Unos brownies dignos de una reina.

– O de la madre de James -dije yo. Me tapé la boca nada más salir de mis labios tan despectivas palabras, como fingiendo que no las había pronunciado.

– Incluso de ella.

Nos sonreímos de nuevo, atraídos por la mutua comprensión del tipo de persona que era la madre de James.

– Bueno… -carraspeé-. Debería ir a darme una ducha y a cambiarme. Y enseñarte tu habitación. Está preparada. Sólo falta dejarte toallas limpias.

– No quiero causarte molestias.

– No es ninguna molestia, Alex.

– Perfecto -dijo él, a medio camino entre un susurro y un suspiro.

Ninguno de los dos se movió.

Los dedos se me habían entumecido de agarrar tan fuerte el recipiente. Cuando me di cuenta, lo solté dentro del fregadero.

– Qué desastre -dije entre risas, chupándome los dedos manchados de chocolate, el índice, el corazón, el pulgar-. Tengo chocolate por todas partes.

– Tienes un poco justo… aquí.

Alex recorrió con el pulgar una de las comisuras de mi boca. Sabía a chocolate. Lo saboreé a él también.

Así fue como nos encontró James, tocándonos. Un gesto inocente que no significaba nada. Sin embargo, yo retrocedí de inmediato. No así Alex.

– Jamie -dijo-. ¿Cómo te ha ido?

Entonces sucumbieron a una lluvia de palmaditas en la espalda e insultos. Dos hombres hechos y derechos pasaron a comportarse como dos adolescentes delante de mis ojos. Alex agarró a James por el cuello y le frotó el pelo con los nudillos hasta que James se irguió, el rostro colorado y los ojos brillantes de tanto reír.

Los dejé con sus saludos y fui a darme una ducha. Abrí el grifo del agua fría y me quedé debajo del chorro, con la boca abierta, para intentar borrar el sabor del amigo de la infancia de mi marido.


La señora Kinney suele mirarte como si hubiera percibido un olor desagradable, pero fuera demasiado educada para decirlo. Estoy acostumbrada a que me dedique el gesto, los labios cuidadosamente fruncidos y los orificios nasales ensanchados con delicadeza. Supuse que en aquella ocasión también estaba dedicado a mí, hasta que vi que algo llamaba su atención más allá de mi hombro.

Me había propuesto sonreír y asentir con la cabeza, sin pararme a escuchar sus comentarios durante la cena, sobre cómo la había preparado, cuánto servir, dónde sentar a cada uno. De manera que al oír que tartamudeaba, como si fuera una muñeca a la que no se le ha dado bien cuerda porque tiene la llave oxidada, me volví y seguí su mirada con la mía.

– Hola, señora Kinney.

Alex también se había duchado y se había puesto un pantalón negro y una camisa de seda. Cualquiera diría que iba muy arreglado, pero en él no lo parecía. Se acercó con una sonrisa a mi suegra y aceptó esa especie de abrazo y beso en la mejilla que se empeña en dar cuando nos vemos, aunque detesto los abrazos que se dan por compromiso.

– Alex -contestó ella con un tono tan rígido como su espalda, pero inclinó la cabeza y aceptó el beso que le dio él en la mejilla-. Hacía tiempo que no te veíamos.

Su tono dejaba claro que no lo había echado de menos. Alex no pareció ofenderse. Se limitó a estrecharle la mano a Frank y saludó con la mano a Margaret y a Molly.

– James no me comentó que hubieras vuelto -continuó la señora Kinney, como si el hecho de que James no se lo hubiera dicho implicara que no podía ser cierto.

– Hacía tiempo, sí. He vendido mi empresa y necesitaba encontrar un lugar en el que quedarme unos días. Estaré por aquí unas semanas.

Envidié la manera en que Alex sabía jugar con ella. Una respuesta despreocupada que desmentía el hecho de que sabía exactamente qué era lo que le interesaba averiguar a ella y él no estaba dispuesto a proporcionarle. Mi opinión sobre Alex Kennedy subió un punto.

Mi suegra miró por encima del hombro de Alex a James, que estaba jugando a lanzar al aire a una de sus sobrinitas.

– ¿Vas a quedarte aquí? ¿Con James y Anne?

– Sí -contestó él con una sonrisa de oreja a oreja, las manos en los bolsillos, balanceándose sobre los talones.

Mi suegra me miró.

– Qué… bien.

– Pienso que va a estar muy bien -respondí yo con dulzura-. James y Alex van a poder estar juntos y seguro que van a disfrutar. Y tendré la oportunidad de conocer mejor a Alex. Al fin y al cabo es el mejor amigo de James.

Sonreí alegremente sin añadir una sola palabra más. La madre de James digirió mis palabras. La respuesta, lejos de satisfacerle, pareció bastarle, y le dirigió un costoso gesto de asentimiento como si le doliera el cuello. Acto seguido tomó la fuente de horno.

– Me llevo la fuente a la mesa.

– Claro. Como te parezca -contesté yo, consciente de que la colocaría donde le gustara, independientemente de lo que yo le dijera. Una vez hubo desaparecido, y Alex y yo nos quedamos a solas un momento, me volví-. ¿Por qué le fastidia tanto tu presencia? ¿Qué hiciste?

Él compuso una mueca.

– No me digas. Y yo que creía que me adoraba.

– Tienes razón. Era adoración lo que he visto en su rostro. Si mirarte como si hubiera pisado una caca de perro se considera una mirada de adoración.

Alex soltó una carcajada.

– Algunas cosas nunca cambian.

– Todo cambia -le contesté yo-. En un momento u otro.

No podía decirse lo mismo de los sentimientos de la señora Kinney, al parecer, que evitó conversar con él en toda la cena, aunque no escatimó en miradas de asco.

Por su parte, Alex se mostró cordial, educado y ligeramente distante. Teniendo en cuenta desde cuándo se conocían James y él y lo «acogedores» que se mostraban todos con todos, el hecho de que Evelyn lo estuviera ignorando era esclarecedor.

– Bueno, bueno, bueno. Alex Kennedy -dijo Molly cuando entró en la cocina con una pila de platos sucios para meter en el viejo lavavajillas que sólo utilizaba cuando tenía invitados. Habíamos terminado de cenar y todos estaban en la terraza. Podría haber dejado los platos para más tarde, pero prefería buscarme cosas que hacer a dar conversación-. Ya sabes lo que se dice de los caraduras.

Coloque los platos en el lavavajillas y llené el compartimento del detergente.

– ¿Te parece que Alex es un caradura?

Molly me caía bien, o más bien no me desagradaba. Era siete años mayor que yo, y no teníamos en común nada más que a su hermano, pero no era una mujer dominante y autoritaria como su madre ni una peliculera intransigente como su hermana.

Se encogió de hombros y agarró las tapas de los envases de la ensalada que había sobre la encimera.

– ¿Recuerdas el chico contra el que te prevenía siempre tu madre? Pues ése es Alex.

– Era -dije yo, ayudándola a cerrar los envases de ensillada de pasta y col-. Cuando estaba en el instituto.

Molly miró por la ventana de la cocina en dirección a la terraza, desde donde nos llegaban las carcajadas de James y Alex.

– No sé -dijo Molly-. ¿Tú qué crees?

– Es amigo de James, no mío, y sólo va a quedarse aquí unas semanas. Si a James le cae bien…

Me detuvo su áspera risotada.

– Alex Kennedy dejó tirado a mi hermano en más de una ocasión, Anne. ¿De verdad crees que las personas como él cambian alguna vez?

– Oh, venga ya, Molly. Somos adultos. ¿Qué importa que se metieran en algún lío de pequeños? No mataron a nadie, ¿no?

– Bueno… no. Creo que no -dijo ella con un tono que decía que no le habría sorprendido que, por lo menos Alex, hubiera sido capaz de asesinar a alguien.

Sabía que jamás se le pasaría por la cabeza pensar algo así de James, el niño bonito de la familia. Igual que sabía que por mucho que James hubiera ido de juerga tanto como Alex cuando eran jóvenes, siempre sería culpa de este último, nunca de mi marido. En mi opinión, los Kinney habían hecho un flaco favor a James subiéndolo a un altar. James era un hombre seguro de sí, eso era bueno. Pero no sabía asumir la culpa, y eso no era tan bueno.

– Vale, dime qué es eso tan horrible que hicieron.

Molly aclaró uno de los paños de cocina y lo escurrió antes de limpiar la encimera de la isla central, aunque ya lo había hecho yo. En ella me enfadó mucho menos que si lo hubiera hecho su madre, que, sin duda, lo habría hecho deliberadamente. Molly sencillamente estaba condicionada después de tanto seguir el ejemplo de alguien que siempre encontraba defectos en todo, aunque no hubiera nada fuera de lugar.

– Alex no proviene de una buena familia.

No hice ningún comentario. Si quieres averiguar los verdaderos sentimientos de una persona, tienes que dejar que hable. Molly limpió unas manchas imaginarias.

– Eran gente sin educación ni modales, sinceramente. Sus hermanas eran unas zorras. Una o dos de ellas se quedaron embarazadas en el instituto. Sus padres eran unos borrachos. Clase baja.

Me parece que no me inmuté ante la opinión que le merecía la familia de Alex. No estaba hablando de mis hermanas o de mis padres o de mi.

Me dieron ganas de decirle que era afortunada porque nadie la juzgara basándose en los actos de sus padres, pero me guardé la opinión para mí.

– Algo bueno debió de ver James en él cuando decidió ser su amigo, Molly. Y no siempre somos igual que nuestros padres.

Ella se encogió de hombros. Quería contarme algo más. Lo vi en sus ojos.

– Bebía y fumaba, y no sólo cigarrillos, ya sabes lo que quiero decir.

– Muchos chavales lo hacen, Molly, hasta los considerados buenos chicos.

– Usaba lápiz de ojos.

Enarqué ambas cejas. Allí estaba. Lo peor. Peor que beber y fumar hierba; peor incluso que el hecho de que su familia fuera de baja estofa. Aquélla era la verdadera razón por la que no les gustaba Alex Kennedy entonces, y seguía sin gustarles.

– Lápiz de ojos -no pude evitar decirlo como si me pareciera algo ridículo, porque… la verdad es que lo era.

– Sí -respondió ella con tono despectivo, echando otro vistazo rápido a la terraza-. De color negro. Y… a veces…

Esperé mientras mi cuñada se debatía entre seguir hablando o callarse.

– Brillo de labios -dijo finalmente-. Y se teñía el pelo de negro y se lo cardaba, y se ponía camisas de vestir, que se sujetaba con alfileres a la altura de la garganta, y chaquetas de vestir…