Era imposible verla, pero aguzó el oído y escuchó con atención, sosteniendo su aliento, esperando oír su delicada respiración, el crujido de la ropa de cama, la prisa suave de un suspiro mientras ella soñaba.

Nada.

Forzó al límite los sentidos. Con todo, no pudo verla, no oyó un sonido por encima del silbido del fuego.

Recorrió ansioso con la mirada toda la estancia que tenía debajo de él, por delante de la cama y el taburete donde reposaba la palangana, a lo largo de los juncos del suelo hasta la alcoba donde sus ropas estaban colgadas, por delante de las sillas colocadas delante de la rejilla… ¡Maldito!

Le embargó un sentido creciente de pánico. Sus manos comenzaron a temblar.

«¡Mira otra vez! ¡No te dejes engañar por las sombras!»

¿No estaba en la cama?

Bizqueó con fuerza.

Estaban las sábanas arrugadas, ¿pero vacías?

¡No! El miserable perro estaba allí, hecho un ovillo inservible. ¡Pero la bestia estaba sola, respirando de manera superficial, sin custodiar a nadie! Un perro bastardo, desgraciado e inútil.

La decepción brotó profundamente en su interior y la rabia abrasó los lugares más recónditos del cerebro de El Redentor.

¿Dónde diablos estaba ella?

«¿Dónde?» La pregunta resonó y rebotó en su cabeza y su erección comenzó a marchitarse y morir. ¡Todos sus proyectos para esa noche se habían malogrado! Apoyó su frente contra las piedras ásperas y aminoró el ritmo de la respiración. Cuando lo hizo, de pronto se dio cuenta de todo.

Supo con una certeza mortal dónde la encontraría. El sudor frío le resbaló por el cuello y la espalda, y los orificios de la nariz se le ensancharon como si tropezara con un mal olor.

«¡Carrick!» Los labios de El Redentor torcieron su gesto con una furia silenciosa. Un odio tan oscuro como el mismo corazón de Satán le heló el torrente sanguíneo.

«Está con su amante. Con Carrick de Wybren. ¡Siempre se sentirá atraída hacia él!»

Las manos de El Redentor se encogieron en puños de impotencia.

«Paciencia -se advirtió para sus adentros-, paciencia. No es sólo una virtud sino una necesidad».

Se volvió con tanta rapidez que casi tropezó, pero logró salvar la caída arañando la pared con los dedos.

Corrió a lo largo del vestíbulo mientras se castigaba mentalmente, cogió la antorcha y redujo la marcha al arrastrarse por el pasadizo que conducía hacia abajo. Sorbió la saliva de los labios y se movió tan rápido como pudo.

A través del pasillo que le resultaba menos familiar, tuvo que hurgar buscando el soporte y luego dejó la antorcha. Con la furia palpitándole en las sienes, avanzó poco a poco hacia arriba hasta otro puesto de vigilancia, un punto que le permitiría mirar por encima de la cámara del prisionero, que permanecía inmóvil sobre la cama.

Solo.

«¡Sí!»

El alivio embargó a El Redentor. Tal vez la fascinación que pensaba que Morwenna profesaba al prisionero era sólo su propio miedo.

«Entonces ¿dónde está ella?»

Una buena pregunta, pensó. Una muy buena pregunta.

Una que le molestaba.

Podía buscar en el castillo, pero no tenía tiempo. Existía la posibilidad de que lo echaran de menos.

Y, teniéndolo en cuenta, no se arriesgaría.

Capítulo 5

– ¿Quién eres? -susurró Morwenna.

Incapaz de conciliar el sueño, se arriesgó a abandonar sus aposentos y caminó hacia la letrina; luego esperó hasta que el guardia se tomara un descanso, y entonces se deslizó en la habitación del preso. La encontrarían, desde luego, pero al menos se evitaría la discusión o la riña en la puerta de entrada. Y lo cierto es que el guardia, Isa, Alexander e incluso el propio alguacil podrían quejarse airadamente de su conducta, pero poco podían hacer al respecto. Ella era la señora del castillo. Su palabra era ley.

Miró fijamente al hombre herido. Se mordió el labio y deslizó una yema del dedo a lo largo de su mejilla magullada mientras lo observaba. La habitación estaba a oscuras, sólo el brillo de la luz de la lumbre le permitía ver sus rasgos deformados. Ojos hinchados, piel descolorida y una barba que cubría su mandíbula. ¿Era realmente Carrick?

Se le hizo un nudo en la garganta con sólo pensarlo.

«No lo creas. Este hombre podría ser cualquiera. Un ladrón que robó el anillo con el emblema de Wybren. Un hombre de pelo tan oscuro como Carrick. Un impostor que por casualidad tiene la misma altura».

Pero, ¿por qué iba a fingir ser Carrick de Wybren, un hombre que se consideraba que, o estaba muerto, o traicionó a su familia o era incluso un asesino?

Asesino. Se acobardó ante la idea. Seguramente no era Carrick. Sí, él era un hombre malvado. Cierto, él se había apropiado de su castidad, así como de su corazón, pero, ¿un asesino? No. No podía dar crédito. No podía. Sin quitarle ojo al desconocido, intentó distinguir la cara de Carrick bajo los rasgos magullados, imaginarse al hombre que ella había amado de modo tan temerario en ese hombre que yacía en la cama, con los ojos cerrados y cuyo pecho apenas subía y bajaba con su respiración profunda.

En los últimos diez días, había comenzado a restablecerse, pero las costras y la hinchazón deformaban los contornos naturales del rostro.

«Piensa, Morwenna, piensa. Tú lo viste desnudo. ¿No detectaste viejas cicatrices o señales en su piel que confirmaran que es Carrick?» Cerró sus ojos por un segundo imaginando al granuja a quien tan bien recordaba.

Alto, con una mandíbula cincelada y una nariz no demasiado recta, los dientes que destellaban con su humor sarcástico y los ojos que parecían vislumbrar los lugares más recónditos del alma de ella. Sus cabellos eran morenos, con una cierta ondulación, los músculos fibrosos y no acumulaban ni pizca de grasa en su cuerpo. ¿Cicatrices? ¿Presentaba algún indicio de una vieja herida en su cuerpo? ¿Una marca de nacimiento o un lunar en la piel?

En los últimos tres años había tratado de olvidarle, obligando a su mente a desechar las vibrantes imágenes del hombre que tan despiadadamente la había abandonado, un hombre sobre el cual todo el mundo la había advertido, que no era más que un granuja insensible, un hombre al cual ella ofreció su corazón con tanta imprudencia.

Ahora, mirando hacia abajo y estudiando los rasgos magullados del rostro de éste, no sabía quién era.

Entonces sus esfuerzos habían resultado en vano.

Otra vez echó un vistazo al hombre, examinándolo atentamente. ¿Podía serlo? Se aclaró la garganta y luego susurró:

– Carrick…

No hubo respuesta. Ni siquiera el movimiento más leve de sus ojos bajo los párpados descoloridos. Ella se mordió el labio. Carrick tenía los ojos azules. Mientras miraba fijamente al hombre herido, se preguntó cuál sería el color de sus ojos.

Sólo había una manera de averiguarlo. Con cuidado, con el dedo tembloroso, le tocó el párpado. La hinchazón había remitido durante la pasada semana y pudo deslizar su párpado hacia arriba. El ojo sangriento que encontró debajo la hizo estremecerse.

El blanco del ojo se le había teñido de un color rojo vibrante pero el iris era tan azul como el cielo de la mañana.

Como los de Carrick.

Su corazón dio un vuelco cuando la pupila del herido se contrajo y pareció que la enfocaba.

¿A causa de la luz?

¿O porque el condenado bastardo estaba despierto?

– ¿Podéis verme? ¿Me oís? -le instó.

Luego dejó que el párpado se cerrara y se sintió como una estúpida en esa estancia donde los rescoldos del fuego resplandecían de un profundo color escarlata. Se abrazó y lo intentó de nuevo. Esta vez le tocó el hombro desnudo y le susurró al oído:

– ¡Carrick!

¿Era producto de su imaginación o los músculos bajo las yemas de sus dedos se habían tensado un poco?

El corazón le dio un vuelco.

«Has provocado en él una respuesta».

Haciendo caso omiso de sus dudas, se aclaró la garganta. Sintió cómo el pulso le latía desbocado.

– Soy Morwenna. ¿Te acuerdas de mí? Soy la mujer a la que mentiste. La mujer a la que prometiste que la amabas. La mujer a la que diste la espalda. Carrick…

Otra vez aquella tensión casi imperceptible bajo sus dedos.

¿La oiría?

Unos pasos se oyeron fuera de la habitación.

– ¿Quién diablos anda ahí? -refunfuñó una voz áspera.

¡Maldita sea!

La puerta se abrió bruscamente y golpeó contra la pared.

¿Era su imaginación u otra vez había notado una reacción en la zona donde sus dedos rozaban la piel del hombre herido?

– ¿Milady? -preguntó el guardia, sir Vernon. Era una bestia enorme de hombre, ya había desenvainado la espada y estaba inspeccionando el interior de la estancia como si esperara que le tendieran una emboscada en cualquier momento-. ¿Qué estáis haciendo aquí?

– No podía dormir -admitió ella.

– No deberíais entrar en esta habitación sola, sobre todo cuando yo me ausento de mi puesto. -Ante el reconocimiento de su propia falta, algo del resentimiento se esfumó-. Quiero decir, estaba aquí abajo, en la letrina, tomándome un… Ah, milady, disculpadme. No debería haber abandonado mi puesto.

– Está bien -le dijo convencida, alejándose unos pasos de la cama del hombre herido-. Entré y no pasó nada -Morwenna ofreció su mejor sonrisa al guardia-. No os preocupéis, sir Vernon. -Dejando caer un último vistazo al hombre tendido sobre la cama, añadió-: No creo que haga daño a nadie durante mucho tiempo.

– Pero si es Carrick de Wybren, es un bastardo asesino del que no nos podemos fiar -dijo Vernon, señalando al hombre inmóvil con su espada.

Luego comprendió que se había comportado como un estúpido y metió el arma en la vaina atada con correa a su gruesa cintura.

– No creo que deba preocuparme por él.

Vernon frunció el ceño, las cejas espesas se enarcaron sobre sus ojos oscuros, que pregonaban furia.

– Incluso durmiendo, Lucifer es peligroso.

– Supongo que tenéis razón, sir Vernon -dijo ella, aunque sin estar convencida.

Tampoco podía asegurar que se tratara de Carrick. Sólo él, y quizá los atacantes, conocían su verdadera identidad. «¿Qué pasará si es Carrick? ¿Qué harás, entonces?»

– Buenas noches, sir Vernon -se despidió.

– A vos, milady.

Como si estuviera decidido a demostrar su valor, Vernon quedó de pie con los pies separados y la columna rígida como el acero.

Morwenna caminó los pocos pasos que había hasta sus aposentos, o un puntapié a la puerta cerrada y se arrojó a la cama. ¿Qué se habrá pensado? ¿Qué esperaba descubrir colándose en la habitación del hombre? ¿Tocándole?

Mort ladró suavemente, su cola aporreó la colcha durante un segundo, y luego suspiró hondo y cayó dormido.

Morwenna acarició distraída el cuello grueso del perro, pero sus pensamientos eran confusos e iban muy lejos. Ella no le debía nada a Carrick: ni lealtad, ni interés ni mucho menos amor. Sus labios se fruncieron cuando recordó el día que la abandonó. Cobardemente. Antes del alba. Dejándola sola en la cama.

Aquel día sintió una brisa de aire y despertó, descubriendo que se había ido, las sábanas entre las cuales había permanecido inmóvil todavía estaban calientes y arrugadas, y la pequeña habitación donde se habían cobijado desprendía la fragancia de la pasión extinguida y el olor a sexo matutino. Oyó un cuervo graznar mientras caminaba hacia ventana e imaginó que veía su caballo en el horizonte, y a él envuelto en la niebla y el dolor en su corazón fue tan intenso de repente que se le doblaron las rodillas y había tenido que morderse los labios para no gritar.

Supo entonces que él no volvería. Nunca. Y aunque ella había ido tras él, con el propósito de enfrentarse, para decirle lo que sospechaba, no, más bien, lo que sabía con certeza… Ay, ella pensaba que después del encuentro recobraría un atisbo de dignidad, un ápice de orgullo. Pero se había equivocado.

«Esto es lo que has conseguido por confiar en un granuja, por regalarle tu corazón con tanta imprudencia».

Ahora, tendida sobre la cama, tensando la mandíbula, con lágrimas amenazantes en los ojos, se obligó a quitárselo de la mente. Ya había vertido hasta su última lágrima por aquel cobarde.

Y ¿qué hay de ti? ¿Por qué no le dijiste la verdad cuando todavía tenías la posibilidad? ¿Acaso no fuiste tan cobarde como él? ¿Por qué le diste la posibilidad de escapar?

Morwenna rechinó los dientes ante esas preguntas que habían quedado sin respuesta y que la habían perseguido durante lo que parecía toda una vida. ¿Sabía él, en su fuero interno, que la abandonaría? Ella le había puesto a prueba, sin estar dispuesta a forzarle a estar juntos, manteniendo sus labios sellados y esperando que él encontrara el momento preciso para abandonarla. Tendría que haberlo perseguido, encontrar un caballo, saltar sobre el lomo del animal y…