Mantuvo los ojos bien cerrados. Un rubor caliente por la vergüenza inundó su cara. ¿De qué serviría ahora pensar qué habría ocurrido en otro caso? Pestañeando rápidamente, desterró las imágenes caprichosas, se negó a dejar que aparecieran sentimientos melancólicos y autocompasivos. Ella había sobrevivido a su traición. Se había hecho más fuerte.

Al final, ¡esa bestia le había hecho un favor!

¿Qué pasaría si se demostraba que ese hombre medio muerto era Carrick? ¿Cómo actuaría?

Le estaría bien al malvado, al convaleciente escondido, entregarlo a lord Graydynn. Wybren estaba a menos de una jornada a caballo, incluso menos si se tomaba el viejo camino y se franqueaba el río cerca del cruce del Cuervo. Graydynn la recompensaría con generosidad si le llevaba al traidor. Por otra parte, también podía, como había sugerido sir Alexander, encarcelarlo en la mazmorra. Dejarle sufrir un rato. ¡Le serviría de escarmiento al muy sinvergüenza!

No.

Sus absurdas fantasías le hacían suspirar.

Tenía cosas mejores que hacer que tratar de vengarse de un hombre que había sido injusto con ella. Era un acto mezquino. Y una tontería, demás, era probable que no fuera Carrick sino un ladrón de poca monta que había sufrido un ataque en el camino.

Y con todo… había algo relacionado con el forastero que había estimulado su memoria e hizo que su pulso se acelerara.

«Idiota», se reprendió para sus adentros mientras estiraba de las sábanas para cubrirse hasta el cuello, forzando al perro a encontrar una nueva posición. Antes de cerrar los ojos, echó un vistazo alrededor de sus aposentos que ocupaba desde hacía menos de un año. A veces… Sabía que era absurdo, pero… a veces sentía como si estuvieran observándolo, como si el mismo espacio tuviera ojos.

Por Dios, pero ¿en qué estaba pensando? Era sólo su mente cansada que le jugaba malas pasadas. Además, era algo que no podía decir, ya que si lo hiciera, su hermano seguramente le quitaría el privilegio de gobernar la torre. Había tenido que rogarle a Kelan, que había sido solano de varias baronías, entre ellas Penbrooke, que le diera la posibilidad de hacerse señora de Calon. Ahora, si Kelan descubría que ella pensaba que el castillo estaba encantado o que un fantasma rondaba en penumbra, o que había una remota posibilidad de que Carrick de Wybren durmiera en una cama al otro lado del vestíbulo, Kelan seguramente interferiría, tal vez se replanteara la conveniencia de otorgar a la mujer la responsabilidad del castillo. O le pidiera a Tadd, que estaba ausente luchando a favor del rey, que volviera para hacerse con el gobierno. Y Bryanna, enviada a Calon para hacer compañía a Morwenna, con la esperanza de que la muchacha creciera, volvería a Penbrooke con él y su esposa Kiera. Kelan tenía la última palabra.

«El hombre que yace al otro lado del pasillo no es Carrick. ¡No te engañes!»

Refunfuñando y enfurecida, no se atrevió a enfrentarse a la humillante verdad de que, en el fondo de su corazón, anhelaba que el herido fuera Carrick de Wybren, que se restableciera y se diera cuenta de lo lejos que estaba ya de esa muchacha inocente que lo había amado tan apasionadamente, que ahora era una mujer, su igual, que no se estremecería nunca más ante la posibilidad de estar con él, que estaba dispuesta a cualquier otro amor…

– ¡Basta ya! -silbó su voz, rebotando contra las gruesas paredes.

¿Qué le estaba pasando? ¿Acaso daba crédito a las horribles advertencias de Isa, la anciana que se dedicaba a farfullar sobre la muerte y el destino?

«¡El hombre herido no es Carrick! ¡Métete eso en la cabeza!»


La luna era una esfera embotada, envuelta en una niebla cada vez más espesa. La débil luz se filtró a través de los árboles desnudos cuando Isa se arrodilló en la orilla cubierta de barro de un arroyo de corriente rápida y la brisa más insignificante intentaba arrebatarle la capa.

– Gran Madre, que vuestro espíritu esté con nosotros -susurró Isa, apesadumbrada.

Mientras rezaba para pedir seguridad, dibujaba con un palo su runa en la tierra húmeda, un símbolo que semejaba la pata de un gallo. El viento se alborotó, llevando consigo un frío de algo que no podía ver pero que percibía, la verdadera alma del mal.

– ¡Retrocede! -gritó ella, como si pudiera atraer la atención de lo que estuviera afuera. Un escalofrío de terror puro le recorrió la espalda. Metió la mano en su bolso y sacudió un manojo de muérdago, romero y fresno en el aire, esperando que el viento atrapara las partículas para proporcionar protección a lady Morwenna a cuantos residían en la torre.

¿Qué diablos había estado pensando su hermano, el barón Kelan, cuando había cedido ante la determinación de su hermana y había permitido que Morwenna, sola, se pusiera al frente de Calon? Ese no era trabajo para una mujer. Aunque Morwenna fuera inteligente como cualquier hombre, no dejaba de ser una hembra. Muchas mujeres habían gobernado una torre, sin duda alguna, pero por lo general su voluntad se imponía por mediación de un hombre, un barón que no sabía que su esposa lo manipulaba. Pero esto, permitir a una mujer sola supervisar una baronía tan grande, era poco usual.

Cierto, Morwenna había prometido casarse al cabo de un año. Aunque todavía no se había fijado la boda, lord Ryden, del castillo de Heath, había pedido ya su mano y Kelan se la había concedido.

Isa frunció el ceño y una preocupación fría se instaló en su corazón. Ese matrimonio que se avecinaba no era un buen partido.

El barón era apuesto, no cabía duda, y atlético a pesar de sus años. Pero el hombre tenía casi la edad de Isa, por el amor de Dios, y era demasiado viejo, aunque aparentara diez años menos. Lord Ryden estaba acostumbrado a hacer las cosas a su manera, lo cual no presagiaba lada bueno.

Morwenna era testaruda y obstinada, siempre dispuesta a hablar con franqueza. Como lo fueron sus otras esposas, ahora muertas.

«Pero Morwenna había estado de acuerdo con la unión», le recordó una voz interior. A pesar de sus consejos, advertencias, y premoniciones.

– Bah.

Isa tiró el palo y se limpió el polvo de las manos sobre su vieja túnica. Morwenna había acordado casarse con Ryden sólo porque se esperaba de ella que tomara un marido. Después de sus desastrosos amores con Carrick de Wybren, se había decantado por un hombre más viejo, estable, que le había hecho la corte con el propósito de cazarla, como un lobo a su presa.

No, no era nada bueno. Y eso no habría pasado si Morwenna no le hubiera entregado su corazón al granuja de Wybren.

Carrick.

Todo se había desmoronado con la llegada de aquella bestia cobarde.

Isa odió a ese hombre. No le sorprendería que Carrick estuviera detrás del incendio desalmado de Wybren. Carrick carecía de lealtad o de integridad. No era más que mala hierba, un granuja que había seguido los pasos de su padre, el barón Dafydd, quien, a pesar del amor que le profesaba una mujer fina y hermosa, se dedicaba a ir tras las faldas de las criadas, las viudas, e incluso las esposas de sus amigos. Dafydd haría sido un soberano inconsciente por lo que concierne a las mujeres, y su esposa, lady Myrnna, había tenido que sufrir siempre en silencio, mordiéndose la lengua, sin hacer caso de los rumores que circulaban acerca de la infidelidad del barón y de los hijos bastardos que tenía, al mismo tiempo que ella le había dado cinco vástagos. Los cuchicheos decían que Dafydd, al margen de su matrimonio, había engendrado algunos hijos, tanto varones como hembras, e incluso una pareja de gemelos… Isa quiso desestimar esas historias, o al menos aceptarlas como exageraciones vertidas por lenguas ociosas y aburridas. Pero los rumores de las incursiones de Dafydd de Wybren en camas ajenas eran legendarios y, sin duda, había algún atisbo de verdad en ellos.

El viento fluyó a través los árboles desnudos y sacudió la capucha le Isa y el dobladillo de su túnica. Sintió que el frío de invierno le calaba los huesos.

Isa frunció el ceño en la oscuridad, sus ojos buscaban en la penumbra cualquier signo de vida, de la presencia que percibía. Pero nada se movió.

Volvió hacia el castillo.

¡Un chasquido!

Se oyó el crujido de una frágil ramita al quebrarse a través de la oscuridad. Isa se giró rápidamente. Clavó la mirada en el lugar de donde había salido el sonido. Buscando entre las sombras brumosas, no pudo distinguir nada entre los árboles esqueléticos, ningún movimiento, ninguna figura oscura que se agazapara cerca del arroyo. Su viejo corazón clamó, aunque se recordó a sí misma que existían criaturas en el bosque que no hacían ningún daño, animales que se movían por la noche y que estaban más asustadas ante la presencia de ella que a la inversa.

Sin embargo algo había cambiado. Lo sintió de nuevo, ese cambio sutil y peligroso en el aire. La piel se le erizó.

– ¿Quién anda ahí? -preguntó con voz ronca, deslizando sus dedos hacia el bolsillo donde guardaba una pequeña daga que siempre llevaba consigo-. ¡Mostraos!

No obtuvo respuesta.

Sólo el murmullo del viento debido a la agitación de las ramas, el ulular suave de un búho y el cauce del agua helada corriendo pendiente abajo.

Los oídos de Isa se aguzaron. Lamió sus labios agrietados y se dijo que debía de haberse confundido. No había nadie oculto escudriñando sus movimientos. Nadie había visto su rito pagano. Apretó los dedos alrededor de la empuñadura de su cuchillo y volvió despacio hacia la torre. Con cuidado de no tropezar con las rocas del camino y las raíces de los árboles, logró tranquilizarse al divisar la torre, lejos de la amenaza que había sentido cernirse sobre el bosque.

«Sólo es producto de tu imaginación desmesurada -se dijo Isa-, nada más. La respiración que oyes son tus viejos pulmones asustados jadeando en busca de aire. El chasquido de la ramita seguramente era un jabalí o un ciervo que pasaban». Sin embargo, no había oído el gruñido de una criatura hozando la tierra, ni había notado cerca el olor de un animal.

Más bien había sentido el acecho en la oscuridad una mirada silenciosa y malévola, con un propósito que ignoraba.

Mirando al horizonte, vio Calon surgir sobre la colina. Los adarves presentaban un aspecto siniestro, las torres sombrías se erguían en la oscuridad de la noche. Ella se había opuesto al traslado de Morwenna y añoraba los días apacibles de la niñez de su señora en la casa de Penbrooke. Pero la voz de Isa no había sido tomada en consideración. Morwenna había negociado largo y tendido por su propia torre, y Kelan, finalmente, le había concedido la baronía que, Isa temía, iba acompañada con su propia historia, derramamiento de sangre y peligro.

¿De veras no había visto ella las señales?

¿No habían sido vividos sus sueños de derramamiento de sangre?

¿Acaso no sabía que el peligro la acechaba dentro y fuera de los muros del castillo?

– Por todos los santos -susurró.

Una vez cerca de la puerta, giró y se apresuró hacia el camino enfangado que llevaba a la torre de entrada, temiendo que alguna bestia de pesadilla saltara hacia fuera y la abordara.

No fue así.

No la atacó ningún dragón oscuro ni un mensajero del infierno.

Al apresurarse bajo la verja levadiza sin que ocurriera el menor incidente, soltó la empuñadura de su pequeño cuchillo, envió una plegaria de agradecimiento a la gran Madre y trató de serenarse. Lo que se había imaginado era únicamente producto de su propio miedo, que se condensaba en la mente.

No había nada malévolo en el bosque.

Ningún mal se escondía detrás de los árboles estériles.

Nada impío acechaba a Calon.

¿O sí?

Capítulo 6

– Os lo juro, abandoné el puesto por un minuto y la señora se coló en la habitación.

Vernon se ruborizó, mantenía la mandíbula encajada con convicción mientras permanecía de pie ante el escritorio de Alexander, frotándose las grandes yemas de los dedos.

Alexander había llamado a sir Vernon a su habitación, que se encontraba en la torre de la entrada. La puerta estaba entornada y los sonidos de las voces de la gente, el tintineo de la cota de malla y el raspado de las botas se filtraban a través de la ranura.

– Estaba en la letrina haciendo mis necesidades -explicó Vernon, cogido en falta, puesto que la excusa era débil-. Lady Morwenna es la señora de la torre. Ella puede ir a donde le plazca.

«Y con lo obstinada que es», pensó Alexander aunque no lo dijo en voz alta. Permaneció en absoluta calma, depositando su mirada con firmeza sobre las facciones enrojecidas de Vernon: obtendría más datos con el silencio y la paciencia que si dirigía un interrogatorio.

El corpulento guardia meneó la cabeza.

– Sé que no debería haber abandonado mi puesto y… y tenía que haber estado allí para tratar de disuadirla, o acompañarla a ver al preso.