La boca se le secó por completo. El corazón le latía sin clemencia en las sienes. El falo, ya despierto, se le puso tan duro como el acero.
Morwenna gimió suavemente y se dio la vuelta hasta quedar de espaldas, y él espió la curva de su columna, el contorno de sus nalgas bajo las colchas. Imaginó deslizarse dentro de las sábanas, amoldando su cuerpo al de ella, sintiendo la montaña de sus nalgas rozando con impaciencia su entrepierna.
El sudor le brotó de la piel y sintió que moría a causa de un anhelo tan visceral, tan salvaje, tan primario que su cuerpo entero se tambaleó. Imaginó su boca, el gusto dulce de ella mientras sus dedos se enmarañaban en esa mata espesa de rizos y guiaba a su amante, la lengua rugosa de ella sobre la carne de él, un tormento exquisito.
«Morwenna -gritó con voz queda, presionando su rostro hacia la ranura de la piedra-. Estoy aquí. Pronto estaremos juntos».
Pero tendría que esperar.
Tenía mucho que hacer antes de poder reclamarla. Mucho que demostrarle a ella. A él mismo. A ellos.
De nuevo ella se dio la vuelta, agitada por un sueño, de cara al muro donde él se erguía, con su falo palpitante. Respiró sobresaltado cuando la sobrecama resbaló y dejó a la vista un pecho, la parte superior de un pezón… Una mujer gloriosa, gloriosa. Tan hermosa. Tan llena de vida. Tan inconsciente.
Pero llegaría el momento para los dos. Y pronto. Tenía que ser muy pronto.
Capítulo 9
– A la bestia se le caído una herradura. ¡Pónsela! -ordenó Graydynn mientras el sudor se le metía entre los ojos y la lluvia le aplastaba el cabello.
Estaba cansado y tenía los nervios de punta. La temprana cacería matutina había sido infructuosa… tanto como lo había sido la noche anterior. Tiró las riendas de la brida del corcel a las manos de un mozo de cuadra sorprendido y encogido de miedo.
– Sí, milord -murmuró el muchacho entre sus dientes torcidos que asomaron por la boca.
– Y enseguida.
– Como deseéis.
El muchacho hizo una reverencia con la cabeza y se llevó al semental rápidamente hacia el voladizo del establo. Graydynn olfateó el olor a estiércol de caballo y a orina que se mezclaba con el polvo. Se dirigió con aire resuelto hacia la torre, dejando a los guardias que se ocuparan de sus lamentables bestias.
Su humor era tan sombrío como las nubes que se cernían sobre las montañas y el incipiente dolor de cabeza que le acechaba en las sienes le golpeaba al compás de los sonidos metálicos del martillo del herrador contra el yunque. Los pollos piaban, los patos graznaban, los malditos cerdos gruñían y hasta los perros de castillo, atados a una larga correa, ladraban como desesperados.
Los ruidos del castillo acabaron de crisparle los nervios y deseó encontrar a alguien, a cualquiera, sobre quien descargar su frustración. Dios santo, eso no era lo que él había previsto después de convertirse en el dueño de Wybren.
Se había imaginado sentado en una silla acolchada, lanzando órdenes a los criados, recaudando impuestos y pasando todas y cada una de sus noches con una hermosa moza en sus brazos dispuesta a hacer realidad todos los deseos eróticos a que daba rienda suelta su fértil imaginación.
Se vio a sí mismo como el dueño de Wybren, con un poder y una reputación siempre en expansión, su satisfacción colmada por los lujos y los frutos de la riqueza y encumbrado a la fama. Ay, pensaba reconstruir la torre y amueblarla con los botines sustraídos de otras baronías que había planeado conquistar. Se veía como el amo no sólo de Wybren sino también de cada tierra colindante… y en sus fantasías más exuberantes acariciaba la idea de que era un conquistador que podría y debería parangonarse con Alejandro Magno o incluso con Aníbal si el destino era halagüeño. Graydynn sería un jefe legendario que rivalizaría con Llewellyn ap Gruffydd, el gobernante que unió a todo el País de Gales en temor reverencial.
Y, sin embargo, desde que había asumido el mando de Wybren, ninguno de sus sueños se había realizado. El coste de la reconstrucción del gran salón arrasado por las llamas había excedido los ingresos de los impuestos. La melancolía y la pena de los criados y los ciudadanos de honor que trabajaban para él no habían mejorado demasiado desde el entierro de lord Dafydd y su familia hacía poco más de un año.
Graydynn resopló ante esa ironía. Dafydd, el viejo barón y el tío de Graydynn, había sido mentiroso y tramposo, un hombre que había levantado más faldas que la costurera local y que había engendrado en su mayor parte hijos bastardos. Lo que Graydynn realmente sabía es que Dafydd había privado al padre de Graydynn de su herencia legítima, y Graydynn sólo pudo recuperarla gracias al incendio.
Sintió que una sonrisa le retorcía las comisuras de los labios al pensar en el fuego que le había convertido en barón. La satisfacción le quemaba por todo el cuerpo.
Al menos se había servido algo de justicia.
Casi había olvidado su mal humor cuando pasó por delante de la cabaña del armero y Runt se le acercó. Este hombre, a quien todo el mundo llamaba Runt desde que era un muchacho y corría de aquí para allá, aunque le habían puesto el nombre de Roger al nacer, era enjuto y nervudo, de nariz aguileña, dientes de conejo y ojos oscuros que no perdían detalle. Había algo en él que hacía vacilar a Graydynn, un tic nervioso que podía hacer que la paciencia ya de por sí menguante de un hombre fuera llevada hasta el límite.
– Milord -susurró Runt, agachando la cabeza como en reverencia-. Tengo noticias -los ojos parpadeaban con entusiasmo.
Graydynn se quitó los guantes.
– ¿Sobre qué? -preguntó sin exteriorizar el más mínimo interés.
Runt era popular por su teatralidad.
El hombrecillo bajó la voz.
– Sobre Carrick.
– ¿Otra vez? -dijo mientras saludaba con la cabeza a los guardias. Graydynn entró en el gran salón y no tuvo más que lanzar una mirada a un escudero para que éste enviara a un chaval en busca de vino a toda prisa.
– Sí, sí. Pero esta vez os juro que todo lo que sé es cierto.
Graydynn se dio la vuelta asqueado hacia el espía. ¿Cuántas veces desde el incendio se le había acercado Runt con la misma historia? ¿Una decena de veces? ¿Veinte?
– ¿Y cómo puedo creerte?
En los labios de Runt se dibujó una pequeña risa arrogante y los orificios de la nariz se le ensancharon aún más.
– Me lo contó Gladdys, una criada que trabaja para lady Morwenna.
La entrepierna de Graydynn se puso rígida sólo con oír mencionar a la soberana de Calon. Morwenna. La hermana del barón Kelan de Penbrooke. Tan hermosa. Tan orgullosa. Y tan condenadamente arrogante. Visionó la curva de su mandíbula y su ceja arqueada ante la respuesta de un subordinado que demostró ser lo suficientemente necio para desafiarla.
El escudero sirvió el vino y Graydynn apartó a un lado los pensamientos sobre Morwenna. Tomó un trago largo de la copa y se reclinó en su silla cerca del fuego.
– ¿Y qué dice esa criada?
– Que encontraron a un hombre no lejos de las puertas de Calon al que habían propinado una tunda que le había dejado hecho papilla y con las horas contadas. -Runt echó un vistazo rápido alrededor y luego se inclinó lo bastante cerca como para que Graydynn pudiera oler el hedor ácido a cerveza pasada en su aliento-. La criada que lo atendió jura que llevaba un anillo grabado con el emblema de Wybren.
Los ojos de Graydynn toparon con los del espía y no pudo disimular su interés.
– ¿Carrick?
– Eso he dicho.
Runt estaba contento consigo mismo y no se molestó en ocultarlo. Con todo, Graydynn sintió que otra emoción empañaba su satisfacción, algo que no encajaba del todo.
– Y ¿cómo dices que se llama esa criada? -Chasqueó sus dedos con impaciencia-. ¿Cómo se llama?
– Gladdys.
– Sí, Gladdys. ¿Cómo sabes que no miente o… que no te toma el pelo?
Los ojos de Runt brillaron, como si hubiera estado esperando esa pregunta en particular. Adoptó un aire casi despectivo.
– Porque Gladdys se no atrevería a mentirme. Sé algunas cosas de ella, algo que no le gustaría que se supiera.
– Entonces ¿la chantajeas?
Runt se rió en voz baja, pero sus dedos se movían con nerviosismo como si estuviera demasiado ansioso por transmitir sus noticias.
– Sólo lo suficiente para asegurarme que lo que me dice es cierto, para que yo os pueda proporcionar la mejor información. Pensé que estaríais satisfecho.
– Lo estoy -dijo Graydynn. Conocer esta información que le brindaba el espía bien lo valía y añadió-. Serás retribuido por tus servicios, como siempre. Tan pronto como verifique por mi cuenta lo que cuentas.
– Hacedlo, milord, y veréis que digo la verdad. Carrick convalece en una habitación para huéspedes en el castillo de Calon y tiene un pie en la tumba.
– ¿No hay expectativas de que viva?
Runt balanceó su cabeza de un lado a otro.
– Eso es lo mejor de todo, lord Graydynn. Gladdys oyó por casualidad al médico, Nygyll, que hablaba con lady Morwenna. Parece que sólo un milagro puede hacer que Carrick sobreviva. Sería muy fácil matarlo. Un poco de veneno, una mano sobre la nariz y la boca… y nadie se percataría -dijo enarcando las cejas y dibujando con los labios una expresión de torpe inocencia.
Con todo, Graydynn sintió que algo no acababa de cuajar. Nunca había confiado en Runt, aunque a menudo le había encargado trabajos. La lealtad de los espías podía comprarse con demasiada facilidad.
Tenía que ir despacio y con cuidado. Contaba con otros espías en Calon y también con su hermano menor, el pobre y atormentado padre Daniel, siempre pidiendo hacer algo en desagravio, que de alguna manera se consideraba un mártir, se imaginaba un santo cuando, en realidad, no era más que un pecador que pensaba que podría arrepentirse de camino al cielo.
¡Ridículo!
– Hay muchas personas en Calon que son… desdichadas porque una mujer es ahora su soberana -dijo el espía, limpiándose las uñas de una mano con el pulgar de la otra, como si acabara de pensar algo insignificante-. Y ahora Carrick está en la torre.
– ¿Qué estás sugiriendo?
Runt consiguió sacar un poco de suciedad de entre la uña.
– Sería una buena oportunidad para poner las cosas en orden… que alguien viera que la dama no está… capacitada para llevar el castillo y Carrick fuera el causante.
– ¿Te refieres a matar a Morwenna de Calon? -dijo Graydynn, entrecerrando los ojos.
– Hay mercenarios que harían cualquier cosa por un puñado de monedas.
– Si Morwenna muriera, su hermano lord Kelan de Penbrooke vengaría su muerte.
– Como haría lord Ryden, su prometido, supongo. -La risa del espía se apagó y un destello mortal brilló en sus ojos oscuros-. Sólo digo que si algo malo le pasara a la señora mientras Carrick estuviera a su cuidado, él sería el culpable.
– ¿Acaso no lo tienen bajo llave?
– Los centinelas, al igual que los soldados y las criadas que sirven, pueden ser sobornados. Incluso el capitán de la guardia tiene un precio.
– ¿Lo tiene? -preguntó Graydynn, tratando de disimular su entusiasmo, puesto que no confiaba en Runt.
Su sugerencia bien podía tratarse de una trampa; alguien que le hubiera pagado podría haberle enviado a Wybren.
– Por supuesto que sí -dijo la pequeña rata espía-. Todos lo tenemos, milord. Incluso vos.
– ¿Creéis que debería mandar a alguien para comunicar que sir Carrick ha sido localizado? -preguntó el alguacil de Calon mientras caminaba junto a sir Alexander entre las cabañas hacinadas de gente.
Sus botas crujían a lo largo del camino fangoso donde la suciedad estaba casi congelada y en los charcos brillaban trocitos de hielo. Los martillos golpeaban y las sierras cortaban madera al tiempo que se reparaba el techo de la cabaña del apicultor. Los carpinteros se movían con rapidez para sustituir el alero del techo hundido en el aire gélido de la mañana.
Habían pasado casi dos semanas desde que se había encontrado al hombre herido, y la vida de castillo parecía volver a la normalidad. El entusiasmo y el interés hacia el desconocido se habían mitigado y, entretanto, todos habían vuelto a sus tareas cotidianas en el castillo. De nuevo permitían pasar libremente por las puertas a los comerciantes, los campesinos y los vendedores ambulantes, las ruedas de cuyos carros pesados chirriaban, y los caballos y bueyes tiraban de los arneses.
La mañana era fresca y clara, la tierra estaba dura a causa de la helada y el aire era intenso con la impronta glacial del invierno. Flotaba un olor que era mezcla de la cerveza en preparación con el humo de la forja del herrador, el estiércol de los animales y el olor acre a grasa derretida.
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