Los cazadores que habían salido al amanecer regresaban con un ciervo destripado, varias ardillas y dos conejos colgados de unos palos. Jason, el hombre que había descubierto al desconocido, estaba entre el grupo. Paseó la mirada alrededor y vio que Payne lo escrutaba. Rápidamente retiró la mirada, casi como si fuera culpable de algún crimen desconocido. El alguacil tomó nota mentalmente de que debía interrogar de nuevo a aquel hombre mientras Alexander le daba una respuesta por la cuestión de si debía informar a Wybren que Carrick había sido localizado.

– Los rumores se propagan como la pólvora y estamos sólo a un día de viaje a caballo de Wybren. Sin duda, lord Graydynn ya debe de estar al corriente de la captura de Carrick.

Payne se rascó la barba. Había algo que le hacía desconfiar.

– Y de la emboscada que le tendieron.

– Sí. El asalto.

Los hombres se apartaron a un lado del camino mientras el amo de la perrera pasaba con seis perros peludos que tiraban de sus correas.

– Reducid la velocidad, miserables perros de mala raza -gruñó el amo de la perrera. Hizo una seña con la cabeza al alguacil-. Están inquietos esta mañana.

Una vez el hombre y sus perros estuvieron fuera de su campo de audición, Payne preguntó a Alexander:

– ¿Habéis hablado con lady Morwenna de la conveniencia de ponerse en contacto con lord Graydynn?

– No recientemente.

– Queréis que me ponga de acuerdo con vos antes, ¿no?

– Creo que sería mejor que fuéramos los dos a hablar con ella.

Payne entendió que juntos tendrían mayor capacidad de persuasión, frunciendo sus labios instintivamente mientras cavilaba, saludó a las lavanderas que pasaban frente a él y se arrodillaban junto a unas enormes tinas de madera. Metieron los brazos hasta los codos en el agua humeante y espumosa donde se arremolinaba la ropa mugrienta-. Un taque por dos bandas, ¿me equivoco?

– No, un ataque no -replicó sir Alexander enseguida, con expresión severa en la cara-. Una sugerencia.

– De parte de los dos.

El más grande asintió y entrecerró los ojos, mientras una manada de gansos volaba en las alturas en formación, por detrás de las vaporosas nubes, lanzando unos graznidos escandalosos. El alguacil dirigió a Alexander una mirada.

– No me digáis que tenéis miedo a la señora.

– ¿Miedo? -resopló sir Alexander con repugnancia y luego escupió, como si la idea fuera del todo absurda. Sin embargo, las mejillas se le tiñeron de rojo y las arrugas parecieron surcar un poco más su cara-. Por supuesto que no le tengo ningún miedo. Estoy aquí para protegerla, a ella y a todos los que residen en la torre. Eso es lo que me preocupa. Si lord Graydynn se entera de que lady Morwenna da cobijo a un criminal, que de hecho retenemos a sir Carrick, montará en cólera.

– Sí.

– Y le sacará de sus casillas el hecho de que nadie le haya informado al respecto. Carrick es un hombre en busca y captura. Es imposible saber lo que Graydynn hará.

– ¿De veras suponéis que el hombre es Carrick de Wybren?

– Sí.

– Y ¿también suponéis que masacró a su familia y que luego escapó e Wybren?

– Sí -Alexander asintió con dureza, sin titubear un segundo-. Muchas personas han muerto por culpa de Carrick. El bastardo asesino no mató sólo a sus padres, sino a su hermana, a sus hermanos y a su cuñada mientras dormían. Es asombroso que ninguno de los criados o de los campesinos muriera también.

– Y, según vos, ¿a qué se debe?

Llegaron al gran salón y Alexander respiró hondo, luego subieron los escalones y se cuadró cuando pasaron por delante del guardia apostado en la puerta.

– Porque el asalto fue planificado. Quienquiera que lo hiciera sólo quería acabar con la familia del lord.

– Habéis dicho «quienquiera», aunque tenéis la certeza de que el culpable es Carrick.

– Le vieron huyendo del castillo.

– Un mozo de cuadra -recordó Payne, sintiendo que el calor del interior de la torre le llegaba a la piel mientras se sacaba los guantes.

Los muchachos alimentaban el fuego y sustituían las velas y las candelas de los candelabros de la pared mientras las muchachas limpiaban las largas mesas de roble sin parar de charlar y reír tontamente. Uno de los perros de castillo se alzaba cerca del fuego y luego se estiró, su morro negro se retrajo en un bostezo mientras observaba a los recién llegados y luego se acomodó en su rincón cerca de la chimenea.

– El hombre que está encerrado arriba llevaba puesto el anillo de Wybren -dijo Alexander mientras alcanzaba el pie de la escalera de piedra, hizo una pausa y fulminó al alguacil con su mirada fija e intensa.

– De acuerdo -dijo Payne despacio, todavía dándole vueltas a la cabeza.

– ¿Qué sugerís, Payne? ¿Acaso no creéis que nuestro cautivo sea Carrick? ¿O, por el contrario, no creéis que Carrick sea el criminal?

– No sé quién es él ni lo que ha hecho… pero creo que deberíamos ser cautos.

– Es mejor que Graydynn se entere de lo que ha ocurrido aquí a través de nuestro mensajero y no por chismes. De esa manera nos aseguraremos de que sepa la verdad.

Payne no podía discrepar con esta línea de razonamiento y, con todo, sintió que alertar a Graydynn sería como despertar a un dragón del sueño. El actual dueño de Wybren no se conocía precisamente por ser un hombre paciente.

Alexander comenzó a subir los peldaños de la escalera y sus pasos se aceleraron.

– Hablemos con la señora. Respetaremos su decisión.

«Que así sea», asintió Payne para sus adentros. Payne no soportaba a los imbéciles pero en ese caso se compadeció de Alexander, ya que era obvio que estaba enamorado de la señora y aquel amor era en vano. Estúpido. Una idea ridícula. Lady Morwenna no sólo era la prometida de lord Ryden de Heath, ese asno pretencioso, sino que, aunque no lo fuera, ocupaba una condición social mucho más elevada que la del capitán de la guardia.

Sacudió su cabeza y le siguió. Sólo esperó que el amor no correspondido de Alexander por Morwenna no hubiera bebido el entendimiento al capitán de la guardia. Si así fuera, todos en la torre corrían un gran peligro.

Capítulo 10

– Pero, milady -dijo Alfrydd-, debéis atender a otros asuntos aparte del prisionero, quiero decir…, el invitado. Por ejemplo, la banda de ladrones que ha estado asaltando a los campesinos y a los comerciantes en los caminos.

– El alguacil y el capitán de la guardia se ocupan de ello -le interrumpió Morwenna irritada ante la insinuación del administrador de que estaba desatendiendo sus funciones.

– Sí, es cierto. Pero hay otras cuestiones -insistió él-. No debemos olvidarnos de los impuestos. Tenemos que recaudarlos para poder mantener la torre. Jack Farmer es sólo uno de los hombres que debe dos años de catastro. Su casa, así como las de otros, cuyos nombres tengo en una lista, están en vuestras tierras y, por tanto, deben abonaros el catastro.

– Entiendo -volvió a interrumpirle.

Pero el administrador no había terminado.

– También está el impuesto sobre el ganado. No hemos recaudado todo lo que deberíamos porque algunos campesinos, aunque han dejado pastar su ganado en los bosques, se han negado a pagaros, milady.

Alfrydd estaba de pie ante Morwenna, sentada a su escritorio. Con un dedo largo y esquelético, el administrador le indicó los libros de contabilidad donde un amanuense había copiado los registros de todos los impuestos, diezmos y honorarios recaudados durante los tres últimos años. Las familias que estaban atrasadas en los pagos ocupaban otra hoja de pergamino.

– Hay también varias personas, entre ellas Gregory el hojalatero, que debe el desecho de paso por haber ha transportado sus bienes a través de los bosques. Y… y… mire aquí -dio un golpe sobre la página del libro de contabilidad-. No hemos recaudado el heriot de cinco familias el pasado año. Esos cinco caballos que nos corresponderían no están en el establo del castillo.

Morwenna frunció el ceño. El heriot era uno de los impuestos que le disgustaban enormemente. Un impuesto, pensaba ella, diseñado por hombres y para hombres.

– Creo que es difícil arrebatar los mejores animales a una familia cuando ésta llora la pérdida de un marido o un padre, especialmente cuando esos caballos pueden proporcionar a la esposa algún ingreso.

– Lo sé, milady. Pero debéis hacer la recaudación y pasarle al rey su parte -sonrió Alfrydd con amabilidad-. No quiero parecer insensible, pero esta torre es muy costosa de mantener y todos los tributarios se benefician de la protección que les brindáis. Es un privilegio pagar esa ínfima suma de dinero.

– Díselo a Mavis, la esposa del carretero, y a sus cinco niños. Explícales por qué debo quedarme con su muía más fuerte cuando no tienen ningún caballo. Probablemente utilizan la muía para labrar la tierra de su pequeña parcela. Ah, y diles que no sólo les voy a quitar la muía, sino que también estaré esperando el forraje.

– Todos deben ayudar a alimentar los caballos de nuestro ejército.

– ¡Y los del rey! Lo sé, lo sé. -Sacudió sus manos con repugnancia y se puso de pie bruscamente-. Pero Mavis tiene seis bocas que alimentar incluyendo la suya y ningún marido que la ayude. ¿Qué ha de hacer? ¿Buscar a otro hombre que ayude a sostenerse a ella y a sus hijos?

– El muchacho mayor puede ayudar.

– Sí, un chaval de apenas ocho años -le espetó, soltando un largo suspiro.

– Un muchacho fuerte, que podría ayudar al leñador o al albañil…

– No confiscaremos la muía de Mavis -sostuvo, al tiempo que sentía que las mejillas se le encendían y que le ardían los ojos-. Tampoco tendrá que pagar el forraje este año ni el próximo. Después ya veremos.

Si Alfrydd tenía intención de seguir discutiendo, lo pensó mejor y se mordió la lengua.

– Como deseéis -murmuró adustamente, recogiendo los libros de contabilidad.

– Así es. Como yo desee -replicó Morwenna irritada.

Pero, al ver que Alfrydd fruncía los labios, sintió remordimientos. El hombre sólo estaba haciendo su trabajo y lo hacía con esmero. De pronto, sintió como si tuviera un gran peso sobre la espalda. En todos los años que había reclamado ser tratada igual que sus hermanos, en sus plegarias por conseguir una torre a sus órdenes, nunca se había parado a pensar en algunas de las tareas y las responsabilidades que implicaba ni en las difíciles decisiones que se vería obligada a tomar.

– Gracias, Alfrydd. Sé que en verdad sólo buscáis el bien de Calon -dijo con más tacto.

Él asintió con la cabeza mientras abandonaba la habitación. Cuando se estaba acomodando en la silla, fueron anunciados el capitán de la guardia y el alguacil. Apenas un instante más tarde, los dos hombres cruzaban de una zancada el cuarto.

– Milady -dijo Alexander-, si pudiéramos hablar con vos.

– Por supuesto -se preparó ella.

La expresión de los dos hombres era severa e inflexible, y su manera de comportarse rígida, como si estuvieran a punto de darle malas noticias. «Carrick», pensó ella, y su estúpido corazón se le encogió en el pecho.

– Es sobre el paciente -afirmó Alexander.

Por supuesto. Los dedos de Morwenna se enroscaron en los brazos de la silla.

– ¿Qué pasa?

– Creo que ha llegado el momento de informar a lord Graydynn sobre su presencia.

«Dios mío querido, todavía no. ¡No antes de que sepa la verdad!»

– ¿Así lo creéis? -preguntó Morwenna, esforzándose en permanecer serena-. ¿Por qué?

Después de vacilar sólo un segundo, Alexander expuso el primero su argumento, en concreto su preocupación sobre la reacción del barón Graydynn, porque ya debía de conocer por boca de otros que ella cobijaba a un traidor y a un criminal.

Morwenna quiso discutir y un sentimiento creciente de pánico comenzó a apoderarse de ella ante la idea de enviar a Carrick a su tío. Aplacando sus temores, siguió escuchando, aguardó en silencio su turno para hablar, e intentó permanecer neutral e imparcial durante todo el parlamento de los dos hombres. Trató de reprimir en silencio una ansiedad, a la que no podía poner nombre, por tener que entregar al paciente. Los dos hombres que estaban delante de ella, ¿se habrían puesto de acuerdo de antemano? No podía asegurarlo. Mientras Alexander exponía su punto de vista, el alguacil permanecía quieto, casi atento, mientras el capitán de la guardia enumeraba los motivos para enviar un mensajero a Wybren.

Una vez Alexander realizó una pausa, Morwenna se dirigió al alguacil.

– ¿Debo suponer que estáis de acuerdo en que debemos enviar un mensajero a Wybren?

Payne trató de escapar por la tangente.

– No estoy seguro. Es posible que el hombre no sea Carrick y entonces no haya ningún motivo para informar al barón Graydynn. A no ser que tengamos ya la certeza sobre la identidad del paciente. Sin embargo, creo que sir Alexander tiene razón al indicar que sería mejor que informarais sobre la situación antes de que los rumores y los chismes, y quién sabe qué tipo de mentiras, lleguen a las puertas de Wybren.