Arawn, Morwenna lo sabía por las enseñanzas de Isa, era el dios de la venganza y de la muerte y el rey de Annwn, la Tierra de los muertos.

Pero Isa no había terminado.

– Cuando su imagen desapareció, vi a la Señora Blanca sobre las almenas… Ay, Morwenna, no cabe duda de que se ha producido una muerte en la torre esta noche.

– Vamos a averiguarlo -dijo Morwenna.

Cazó al vuelo de un colgador un largo manto y se lanzó una capa sobre la cabeza. Antes siquiera de haberse ajustado el manto alrededor del cuerpo, se calzó de un tirón las botas y siguió a Isa por el vestíbulo tenuemente iluminado, donde una ráfaga de viento gélido hizo que las velas de los candelabros de pared parpadearan misteriosamente. Creyó percibir con el rabillo del ojo un rápido movimiento en la sombra de un rincón, como si alguien hubiera estado cerca de la puerta y ahora se alejara rápidamente a hurtadillas. La piel se le puso de gallina por un momento y luego se dijo que eran imaginaciones suyas, pero el perro también había quedado inmóvil a sus pies. Con la nariz apuntando al aire y el pelo del lomo erizado, Mort miraba hacia allí y gruñía desde lo más hondo de su garganta.

– Sólo un minuto -ordenó a la anciana.

Con el miedo atenazándole los nervios, Morwenna persiguió la sombra y Mort le pisaba los talones, ladrando con los labios negros apretados. Dobló la esquina y encontró el pasillo vacío, ni un alma a la vista. Y sin embargo las velas de los candelabros retemblaban, como si alguien acabara de pasar por allí. ¿O acaso era la corriente de aire que circulaba por los pasillos?

Mort se detuvo junto a ella y soltó un ladrido atropellado, nervioso.

– Lady Morwenna -la llamó Isa-. Vayamos por aquí.

Morwenna echó un vistazo abajo, al vestíbulo, y notó, como en los últimos días, que unos ojos ocultos la observaban, que alguien a escondidas escuchaba y vigilaba. De nuevo se le puso la carne de gallina.

– ¿Hay alguien ahí? -preguntó ella.

Pero no se oyó un ruido.

– Rayos y centellas -refunfuñó entre dientes.

– ¡Daos prisa! -le instó Isa.

Morwenna espió a Mort. El perro moteado aulló y husmeó con la nariz, las orejas gachas, cabizbajo, pero no se movió.

– ¡Vaya perro guardián estás hecho! -le amonestó, se dio la vuelta y volvió disparada a donde estaba Isa.

– ¿Adonde ibas?

– Me pareció ver a alguien en el vestíbulo.

Isa abrió los ojos como platos y luego chasqueó una mano como si aplastara a un insecto molesto.

– No había nadie en el pasillo cuando yo vine.

– ¿Crees que me imagino cosas?

– No lo sé -dijo Isa aligerando el paso por la serpenteada escalera.

«Yo tampoco». A Morwenna no le gustó la confesión de Isa, ni siquiera la suya propia. Morwenna siempre había sabido lo que quería, la llamaban testaruda, terca como una muía y ahora estaba desconcertada, sin creer en lo que le sugerían sus propios sentidos, porque era un disparate. Una locura. Era imposible que la vigilaran, al menos un ser terrenal. Mientras echó un último vistazo sobre su hombro, sintió que un frío le invadía el alma.

Después de pasar revista con sir James, ver a Carrick tendido sobre la cama, y comprobar que su hermana Bryanna continuaba durmiendo tras entreabrir cuidadosamente la puerta de su habitación, Morwenna bajó por la escalera acompañada de Isa y se dirigieron al gran salón.

La enorme estancia estaba vacía y oscura, los candelabros de la pared apagados, los rescoldos del fuego brillaban suavemente, rojos como sangre. Los perros del castillo, una vez despiertos, levantaron las cabezas para soltando unos ladridos de descontento, luego bostezaron y recuperaron sus posturas, acurrucados junto a la chimenea.

Cuando llegaron a la puerta, Isa susurró:

– Por favor, milady, daos prisa.

Y después ordenó al guardia que se quedara fuera.

– Pero… -objetaba el escuálido hombre.

– Está bien, sir Cowan -le aseguró Morwenna-. Isa tiene que enseñarme algo.

– Son altas horas de la noche -protestó.

– Sí. No te preocupes. Voy a ver al capitán de la guardia.

– Tal vez debería acompañaros.

– No. Permanece aquí. ¡No permitas entrar a nadie, excepto a nosotras! -ordenó Morwenna.

Isa caminó deprisa hacia el patio de armas y se adentró en la noche glacial sin luna. El aguanieve caía oblicuamente desde el cielo oscuro y un frío glacial azotaba el aire, un frío más gélido que las gotas de hielo que caían como cuchillas de aquel cielo sin estrellas.

– Vayamos en busca de sir Alexander -dijo Isa, todavía blanca como el papel, arrastrando las piernas con premura sobre la tierra helada hacia las puertas del patio de armas.

Apretando el paso por delante del pozo donde un cubo que pendía de una cuerda gruesa crujía y se balanceaba, pasaron medio corriendo por el camino helado que bordeaba las cabañas ensombrecidas de los campesinos y que conducía a la torre de entrada, donde se alojaba la mayor parte de la guarnición.

Un centinela desde lo alto de la atalaya vio que algo se movía y gritó a los intrusos:

– ¿Quién va ahí?

Morwenna se volvió hacia la voz y unas gotas heladas le resbalaron por las mejillas.

– Soy yo, lady Morwenna. Me acompaña Isa, sir Forrest. Despierta a sir Alexander y déjanos entrar en la torre de entrada.

– ¿Lady Morwenna? -repitió el hombre, que obviamente no estaba seguro de haber oído bien.

– Sí. ¡Apresúrate, Forrest! ¡Aquí fuera hace un frío de mil demonios! -le ordenó.

Se limpió la cara con la manga, envolvió la capa alrededor del cuerpo y miró al este, esperando divisar la primera luz trémula del alba en el cielo invernal. Pero la noche era oscura como la obsidiana, aparentemente impermeable a cualquier haz de luz de la mañana.

– ¡Adelante, milady! -invitó Forrest.

– Por fin -refunfuñó ella entre dientes.

Sus pasos producían un ruido estrepitoso al bajar por la escalera de la torre de entrada y se oían voces sordas a través de los gruesos muros de piedra. Al cabo de unos segundos se abrió la puerta de la torre de entrada y apareció Forrest, un hombre desgarbado cuya cabeza siempre daba la impresión de ser demasiado grande para su cuerpecito. Escoltó a las mujeres hasta el interior.

– He avisado a sir Alexander. Debería estar…

– Estoy despierto aunque todavía es de noche -declaró bruscamente una voz masculina.

El capitán de la guardia, ciñéndose el cinturón sobre la túnica, descendía por los escalones de piedra. Algunos mechones rebeldes de su pelo estaban de punta y su mirada fija y hosca recayó en Morwenna.

– ¿Qué ocurre, milady? -preguntó con las cejas enarcadas y formando una gruesa línea sobre su nariz-. Debe de ser algo serio.

– Sí -afirmó Morwenna, erguida en la sala principal.

Ardía un fuego resplandeciente. Varios hombres se calentaban la espalda ante la chimenea, otros tres jugaban a dados en una mesa desvencijada y desde las cámaras cercanas a la sala llegaban los estruendos de los ronquidos de los hombres. Soldados, carceleros, guardias y criados de la guardia, todos arropados con sus capas, dormían sobre los juncos esparcidos por el suelo.

Morwenna no había estado nunca en la torre de entrada de noche y aunque ella era la señora del feudo, la soberana de esos hombres, se sintió incómoda y nerviosa, como si hubiera allanado un área prohibida, un lugar donde pocas mujeres habían penetrado alguna vez.

Para mayor incomodidad de Morwenna, Alexander le clavaba un par de ojos oscuros y penetrantes, a la espera de una explicación. Morwenna se frotó los brazos para ahuyentar el frío y se preguntó si acaso había sido una imprudencia dar crédito a los temores de Isa.

– Se ha producido un asesinato dentro de la torre -declaró al fin.

– ¿Qué? ¿Un asesinato?

Sir Alexander la miró bruscamente, todos los rastros de sueño se disiparon de sus ojos. Más allá de su barba, sus labios se volvieron finos como una cuchilla.

– ¿A quién han matado? ¿Dónde? ¿Cuándo? -preguntó, mientras alcanzaba su espada, que colgaba en la pared cerca del fuego-. ¿Por qué no me lo dijeron?

– No hemos encontrado a la víctima todavía.

– ¿Qué? No habéis encontrado… -Apoyó el arma en la pared y levantó en alto sus manos grandes como si se rindiera-. Milady -prosiguió, clavándole otra vez su mirada firme-, no lo entiendo. ¿Cómo sabéis que han matado a alguien si no hay cadáver? ¿Alguien ha confesado? ¿No? -conjeturó al ver cómo negaba delicadamente con la cabeza-. Entonces, ¿alguien presenció el asesinato? ¿Quién?

Morwenna se aclaró la garganta a la vez que se sentía cada vez más ridícula.

– Isa tuvo una visión.

– ¿Cómo decís? -dijo él.

– De una muerte -se interpuso Isa, con sus ojos azul claro despejados y decididos-. He tenido una visión de una matanza brutal.

– ¿Una visión? -repitió Alexander, enarcando una de sus espesas cejas. Intercambió una mirada con sir Forrest y se produjo una comunicación tácita entre los dos hombres, pensando en una broma-. Una visión…

– No os burléis de mí -advirtió la anciana, con un rostro tan feroz como el de un águila-. Sucedió en el adarve. -Isa señaló hacia el este-. Percibo vuestra incredulidad, sir Alexander, y sé que os divierte. Pero, confiad en mí, no se trata de ninguna broma. Alguien ha sido asesinado esta noche en la torre.

– Pero, ¿no sabéis quién?

– Todavía no. Vayamos allá sin más demora…, a la torre este -insistió Isa.

– A la torre este.

– ¿Acaso tenéis que repetir todo lo que digo? ¡Sí, a la torre este! -espetó con una exasperación evidente en la voz a causa de la majadería del capitán de la guardia-. Por favor, venid. Debemos apresurarnos.

Alexander echó una mirada a Morwenna.

– ¿Es lo que vos deseáis, milady?

– Sí, sir Alexander -Morwenna dejó sus dudas-. Confío en Isa.

– Entonces así lo haré.

En un instante cogió su arma, se ató con una correa la vaina al cinto y luego hizo señas a sir Forrest. Sin mediar más palabras, subió la escalera que llevaba al sendero que conducía al adarve, un amplio pasillo sobre el patio que rodeaba la torre. Allí el viento soplaba con furia, aullaba a través de las almenas y se arremolinaba alrededor de las torres. A cierta distancia, un búho ululó por encima del sonido de las botas que se arrastraban sobre las piedras, el susurro de una conversación y el temor que pesaba cada vez más en el corazón de Morwenna.

¿Y si Isa se equivocaba?

Se sentiría aliviada porque significaría que no se había producido un asesinato en la torre. Pero se encontraría en un aprieto por haber dado crédito a su anciana nodriza. ¿Y qué? No era un pecado, ni siquiera un indicio de haber perdido la cabeza. Y, con todo, Morwenna sabía que si la visión de Isa demostraba ser falsa, sería objeto de los chismes y del escepticismo y, en definitiva, ella se convertiría en el blanco de todas las bromas por haber creído en el sueño de su nodriza. Las criadas disimularían sus sonrisas a su paso, los escuderos bajarían la voz pero reirían a su espalda y los hombres y las mujeres de más edad intercambiarían miradas de complicidad significando que, en realidad, una mujer no estaba capacitada para gobernar un castillo como Calon.

Si por el contrario se probaba que Isa estaba en lo cierto, habría muerto un habitante de Calon. Una mano asesina le habría sesgado la vida, a pesar de que Morwenna había prometido proteger a cuantos la servían.

Sería mucho peor.

Sufriría una enorme vergüenza.

No podría soportar que un inocente hubiera sido asesinado.

Caminaban raudos y veloces a lo largo del adarve.

– ¿Dónde está sir Vernon? -preguntó Alexander.

El corazón de Morwenna casi dejó de latir.

Sir Forrest miró a través de las almenas.

– Tenía asignada la muralla este. Yo lo vi antes, estaba en su puesto.

– Oh, gran Madre, no, por favor -dijo Isa, e inició una salmodia.

Morwenna, con un frío que le nacía de las entrañas, sintió una nueva ola de temor mientras evocaba la cara rolliza de sir Vernon y sus ojos centelleantes bajo sus cejas pobladas. Seguramente había algún error.

– Todos sabemos que suele tomar uno o dos tragos -decía sir Forrest mientras caminaban en dirección este-. Tal vez se durmió mientras… ¿Qué es esto? -La voz del guarda se elevó con extraña preocupación.

– ¿Qué? -Alexander fijó la vista delante, su mirada pareció aguzarse sobre la torre este.

– Por los clavos de Cristo -juró entre dientes Alexander, y echó a correr, haciendo repicar sus botas contra las piedras.

El corazón de Morwenna se congeló cuando percibió la forma oscura y desplomada de un hombre que yacía sobre el adarve.

– ¡No! -gritó.

Corrió a toda prisa, pisándole los talones a Alexander. Era sir Vernon, el hombre corpulento con la risa estruendosa a quien ella había engañado, el caballero que cumplía castigo. Con la garganta seca corrió todavía más rápido, su corazón resonó con terror.