Sin embargo reconoció la cara de sir Vernon, pálido como la muerte, y bajo su mejilla, que reposaba sobre las piedras, había un charco espeso de sangre coagulada. Sus ojos inertes miraban fijamente hacia delante y su espada reposaba impotente a su lado.
– Por Dios, ¿qué es esto? -dijo Alexander inclinándose para tomarle el pulso.
– ¿Está…?
Alexander asintió con la cabeza y cerró despacio los ojos del soldado mientras sir Forrest e Isa los alcanzaban. Isa jadeaba, rezaba, su piel era tan exangüe como la de Vernon. Acariciaba la piedra que colgaba de la correa de cuero que llevaba anudada al cuello y se inclinó contra las almenas.
– Es tal como lo vi -dijo ella sin un ápice de satisfacción.
Alexander se enderezó.
– Si visteis esto, ¿quién lo hizo? -preguntó con la voz temblorosa por la rabia.
– No lo sé.
– Y, aun así, ¿visteis la muerte? -Sus ojos oscuros destellaron en la noche.
– Lo vi desplomarse, vi la el rostro de Arawn y, más tarde, a la Señora Blanca.
– Imágenes de muerte -explicó Morwenna.
Alexander desató su furia contra Forrest.
– ¡Que suene la alarma! ¡Despierta a los centinelas! Ten todas las puertas controladas para que nadie escape y dobla la guardia en las entradas de la torre. Que la guarnición busque hasta el último rincón al asesino.
– Y ¿cómo lo reconoceremos? -preguntó Forrest-. ¿Quién es el canalla?
– Sí, ¿cómo lo reconoceremos?
Alexander avanzó hacia Isa, que, temblando de miedo, se apoyaba contra una almena. Sus pálidos ojos estaban vidriosos, sus dedos frotaban la piedra desesperadamente, como si el mero acto de friccionarla pudiera alejar la visión y retroceder en el tiempo.
– No lo sabe, ya lo dijo antes -aclaró Morwenna.
– Pero podría intentar evocar la visión otra vez, ¿no?
– No lo sé. -Morwenna sacudió la cabeza-. Sir Forrest, envía a alguien a por el médico… y a por el sacerdote.
Morwenna apartó la vista del cadáver de sir Vernon y parpadeó con rapidez porque los ojos se le llenaron de lagrimones.
– ¿Estaba casado?
– No -respondió Alexander.
– Bien. Al menos no ha dejado viuda y huérfanos -dijo ella.
Pero poco consuelo se podía hallar en esa noche tan negra y fría como el velo de Satán.
Capítulo 15
– Os lo dije, Carrick de Wybren está maldito -susurró Isa.
Estaban en una cámara de la torre de entrada. La anciana se frotó los brazos con las manos y su mirada atenta recorrió la habitación buscando cualquier rincón oscuro que pudiera dar cobijo a un asesino.
Mientras los candelabros de la pared parpadeaban, el padre Daniel, severo como siempre, oficiaba los últimos ritos sobre el cuerpo de sir Vernon.
Afuera, el castillo comenzó a llenarse de vida. Los gallos cantaban, os hombres proferían voces, las ovejas balaban. Los cencerros tintineaban y el viento, tan virulento la pasada noche, había remitido. El alba se extendía por las colinas del este y los rayos de luz pálida se filtraban por las pequeñas ventanas. La mayor parte de los soldados tenían órdenes de revisar la torre; los pocos que se quedaron lo hicieron guardando un silencio glacial. El sueño, los dados, las mujeres, así como la comida y la bebida se habían olvidado ante la visión del cuerpo inmóvil y ensangrentado de sir Vernon.
El padre Daniel susurró unos rezos sobre el cuerpo mientras el médico se erguía a un lado, aguardando paciente a que acabara el rito religioso para examinarlo. La expresión de los dos hombres era severa a pesar de que los dos veían la muerte desde extremos opuestos: uno desde el plano espiritual, el otro apegado al físico.
El alguacil Payne y sir Alexander se colocaron cerca, mientras Forrest montaba guardia en la puerta.
– Escuchad, milady -insistió Isa, los ojos como platos por el miedo, los viejos labios planos fruncidos contra los dientes-. ¡Mientras Carrick de Wybren esté en el interior de esta torre, todos estamos condenados!
El sacerdote levantó la cabeza y sus ojos adustos se encontraron con los de Isa.
– Si alguien está condenado -dijo él despacio, con los labios finos y descoloridos y los ojos ardiendo por un fuego casi histérico-, es aquel que reza a dioses y diosas paganos.
La mirada atenta de Isa no vaciló. Dio un paso hacia el sacerdote.
– Desde que trajeron a sir Carrick a esta torre no ha habido más que muerte y confusión, padre.
– Quizá si todos tuviéramos más fe, Dios bendeciría este castillo. -El sacerdote mantuvo una sonrisa imperturbable. Una sonrisa estudiada. Lanzó una mirada fría a Morwenna-. Milady, sería mejor que cesaran todos los hechizos, runas y plegarias consagrados a lo impío.
– ¿Creéis que han asesinado a sir Vernon a causa de los rezos de Isa?
– Al santo Padre no le gustaría.
– Y vos, Isa, ¿pensáis que sir Vernon fue asesinado a causa de una maldición contra Carrick de Wybren?
– Todo Wybren está maldito -sentenció la anciana nodriza con audacia.
El sacerdote resopló con repugnancia.
Sir Alexander se acercó unos pasos más hacia la mesa sobre la cual yacía sir Vernon.
– Poco importa. El hecho es que Vernon está muerto. De alguna forma el asesino se coló en la torre.
– O reside aquí -dijo el alguacil masándose los pelos de la barba-. Doctor, ¿podéis decirnos qué tipo de cuchilla se utilizó para cortarle la garganta al hombre?
Nygyll estaba ya examinando el cuerpo. Levantó la barbilla de sir Vernon mostrando la desagradable incisión que tenía bajo la barba.
– Vamos a ver… Oye, Forrest, ve y averigua por qué tardan tanto tiempo. He pedido a mi ayudante que traiga paños calientes y ropa fresca del gran salón.
A Morwenna el estómago le dio un vuelco. Había visto personas muertas antes y había asistido a heridos, pero la muerte de Vernon era diferente, la atañía personalmente, era responsable de que le hubieran enviado al adarve cuando su deber era preocuparse y proteger a cuantos ocupaban la torre. Y había fracasado. Sí, Vernon había sido un soldado y un centinela, un hombre que había jurado lealtad a Calon, un hombre que había prometido protegerla y que conocía los peligros de su posición. Con todo, Morwenna experimentó una culpa que la roía por dentro porque, de alguna manera, había traído esa muerte y destrucción consigo a Calon. Si no fuera por ella, ¿acaso sir Vernon no estaría vivo esa mañana?
Miró arriba y advirtió que Dwynn la vigilaba. El hombre, aturullado de alguna manera, se había despertado y se acercó hasta allí. Lo que no era ninguna sorpresa. Parecía que siempre estuviera al acecho, no importaba la hora, ya fuera de día o de noche, en particular si se gestaba algún problema.
La puerta de la casa del guardia se abrió y Gladdys, que llevaba una cesta llena de toallas, hizo su entrada con apremio en la habitación. La seguía George, el escudero, acarreando un pesado caldero de agua que desprendía vapor.
– Pon la cesta allí -le ordenó Nygyll señalando un banco y con una brizna de impaciencia en su voz-, y coloca el caldero sobre la lumbre para que permanezca caliente. ¡Y tú, Dwynn, ayuda al chaval!
Dwynn alcanzó el asa de la caldera y parte de agua caliente se derramó por el suelo, una corriente de aire entró rauda por la chimenea y sopló contra los carbones ardientes.
– ¡Por los clavos de Cristo! ¿Qué haces? -murmuró Nygyll, fulminando con la mirada al tonto al mismo tiempo que cogía una toalla y la empapaba en agua caliente.
Dwynn, silencioso como siempre, señaló con un dedo acusatorio hacia el escudero, pero Nygyll ya se había dado la vuelta y limpiaba la sangre incrustada en la herida del cuello de Vernon.
– No es un corte directo -dijo el alguacil, inclinándose más cerca.
– ¡Ja! -gruñó Nygyll.
– ¿Qué demonios es esto? -preguntó Alexander.
La herida se hacía más evidente.
– Afeitadlo -sugirió Payne.
Nygyll tomó una cuchilla afilada y afeitó con cuidado la barba oscura que cubría el cuello del centinela muerto. Poco a poco, la horrible incisión salió a la luz y, tal como Payne había dicho, la herida no era en absoluto una cuchillada limpia y nítida. El espantoso corte descendía desde la oreja izquierda de Vernon, luego subía ligeramente hasta la punta de la barbilla, de nuevo bajaba hacia el otro lado de la mandíbula y, finalmente, seguía hacia arriba y acababa en la oreja derecha.
– Jesús -susurró Alexander.
El alguacil miró con gravedad.
– Es la W de Wybren -dijo Isa.
Algunos de los soldados que estaban en la habitación se irguieron para verlo.
– O de bruja -replicó el padre Daniel, apretando los labios contra los dientes y clavando los ojos en Isa.
– Por todos los dioses, esto quiere decir algo -susurró Payne.
Morwenna sintió un temblor que le recorría la columna al clavar también sus ojos en la incisión irregular.
– ¿Una advertencia? -preguntó ella.
Alexander miró a Morwenna con ojos que escondían preguntas todavía sin responder.
– O alguien contrario a Carrick de Wybren.
– Carrick no se ha despertado -informó Nygyll mientras se secaba las manos con una toalla limpia-. Le he atendido y todavía no ha dado ninguna señal. -Levantó la mirada y sus ojos se clavaron en Morwenna por un instante. Luego miró a sir Alexander-. Incluso si el paciente se hubiera despertado y recuperado el pleno uso de sus facultades, lo cual dudo, es imposible que pasara por delante del guardia. Está retenido en su cámara. No puede haberlo hecho -dijo señalando a sir Vernon-. Toma esto -ordenó a Gladdys, la criada de dulces y grandes ojos oscuros, mientras se frotaba las manos vigorosamente con la toalla sucia.
Ella se estremeció y luego puso solícita el paño empapado de sangre junto a un montón de trapos sucios.
– Obviamente murió a causa del corte -dijo el alguacil.
El médico se volvió hacia el cadáver y cruzó las manos manchadas de sangre de Vernon sobre su pecho. Su mirada atenta se posó sobre el alguacil y asintió.
– He encontrado en el cadáver señales de una contusión donde se abrió la cabeza, seguramente al caer contra las almenas o el suelo del adarve, y entonces le degollaron y se desangró hasta morir. -Inspeccionó de nuevo al muerto-. Además diría que el asesino debe de ser corpulento, y sospecho que está infestado de piojos, pulgas o algo peor. No es precisamente un exponente del ejército de Calon.
Unos pasos apresurados resonaron fuera, en el vestíbulo.
Bryanna emergió en la cámara, a un paso frente a Morwenna.
– ¿Qué está pasando aquí? ¿Dónde está mi hermana?
– ¡Oh! -gritó, mientras Morwenna se volvía hacia ella-. ¿Qué ha pasado?
– Han asesinado a sir Vernon hace unas horas -dijo su hermana.
– ¿Asesinado? ¿Cómo? -Bryanna jadeó, sus grandes ojos empezaron a dar vueltas al descubrir el cadáver sangriento-. ¡Oh, Dios! -Se llevó una mano a la garganta-. ¡No!
– Que salga de aquí antes de que enferme -dijo Nygyll.
Morwenna ya había visto suficiente.
– Ven -dijo a Bryanna.
La guió hasta el vestíbulo y después al exterior de la mañana fresca, donde el curtidor adobaba la piel de un ciervo y el armero limpiaba una cota de malla en barriles de arena. Morwenna apenas notó la actividad, sus pensamientos se concentraban en el guardia asesinado. ¿Quién lo habría hecho? ¿Por qué? Vernon, aunque era un soldado, parecía un alma apacible en el fondo.
– ¿Qué ha…? ¿Qué ha pasado? -preguntó Bryanna a Morwenna, apresurándose con Isa por alcanzarla-. ¿Quién…? ¿Quién… le haría daño, quiero decir, quién mataría a sir Vernon?
– No lo sabemos. Todavía. -Mientras pasaban por delante del tintorero que hervía la tela en una tina llena de líquido verde, Morwenna le explicó la visión de Isa y los acontecimientos que se habían sucedido.
Alcanzaron el gran salón cuando terminó el relato.
– Estás diciendo que el asesino está entre nosotros -susurró Bryanna mientras se adentraban en el calor de la torre.
– Eso parece.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Bryanna.
– Los guardias están buscando por el castillo. El alguacil y algunos soldados están interrogando a la gente de la ciudad y de los pueblos vecinos.
– Pero tal vez haya escapado -dijo Bryanna subiendo la escalera que conducía al solario-. ¿No deberías enviar un mensajero a Penbrooke?
– No. -A pesar del asesinato, no iba a pedir auxilio a su hermano Kelan. Al menos todavía-. No es problema de Kelan.
– A él le gustaría saberlo.
Morwenna negó con la cabeza, pensando en su hermano mientras se quitaba los guantes y la capa. Alto, orgulloso y decidido, Kelan no sólo querría saber lo que pasaba allí, sino que sin duda enviaría a un ejército conducido por él o por su hermano, Tadd.
Morwenna arrojó su capa sobre un taburete y frunció el ceño mientras contemplaba a la más joven. Tadd era tan apuesto como Kelan, pero tan irresponsable como Kelan digno de confianza. Morwenna no quería que ninguno de sus autoritarios hermanos le dijera cómo debía manejar la situación.
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