– ¿Y si tú fueras la señora de la torre, Bryanna? -preguntó ella, cruzando los brazos bajo los pechos-. ¿Correrías tan rápido en busca de cualquiera de nuestros hermanos?
Bryanna resopló, y Morwenna se dejó caer en un banco cerca del fuego y se abstrajo con las llamas.
– No -admitió con la cabeza, los largos rizos todavía parecían más rojos a la luz de la lumbre.
– Kelan podría ser de ayuda -aconsejó Isa.
– No lo creo -Morwenna caminó hacia la ventana.
Desde una posición elevada, podría mirar hacia abajo, al patio de armas, donde la mañana comenzaba como si se tratara de un día más y no se hubiera cometido un asesinato brutal dentro de la torre.
El herrador, un hombre musculoso, ya forjaba las herraduras con ayuda del fuego, un muchacho trabajaba con el fuelle para mantener las ascuas calientes y el otro usaba todas sus fuerzas para curvar y luego aplastar el hierro candente al rojo vivo, moldeándolo hasta convertirlo en una herradura.
No muy lejos, una muchacha pecosa que rondaría los cinco años recogía huevos con afán, y su desgarbada hermana pelirroja lanzaba semillas al aire, esparciéndolas entre una multitud de pollos que cacareaban, se agitaban y picoteaban con ira los unos a los otros en las patas. Cerca del centro del patio, dos muchachos con pelo color rojo, hijos del molinero, acarreaban cubos de agua de uno de los pozos, derramando más agua de lo que le hubiera gustado a Cook. Los guardias retenían a tres cazadores montados a caballo bajo el rastrillo que conducía al patio exterior.
Y durante todo ese rato, Vernon seguía tendido, muerto a manos de un asesino. Morwenna se frotó los hombros, y como si le leyera el pensamiento, Bryanna suspiró.
Un golpe tranquilo sonó sobre la puerta.
– ¿Quién es? -preguntó Morwenna.
– Alexander, milady.
– Pasad.
Entró con una expresión tan severa como la que había adoptado en la torre de entrada.
– Si puedo hablaros un momento -dijo, echando un vistazo a las otras dos mujeres.
– Por supuesto -consintió Morwenna, impaciente por tener alguna noticia. No podía limitarse a quedarse sentada y esperar-. Vuelvo enseguida -dijo a su hermana y a Isa.
Con premura, Morwenna siguió a Alexander por el vestíbulo, donde las velas parpadeaban y se consumían. Cerró la puerta tras ella.
– ¿Qué ocurre?
– Un mensajero llegó a la torre de entrada hace sólo unos minutos, lo detuvimos, desde luego, pero jura que viene del castillo de Heath y parece que es cierto. Todo estaba en orden. Trajo esto.
Alexander le entregó una carta lacrada.
Su corazón se desmoronó al reconocer el sello de la casa de Heath. El sello de lord Ryden. Lo contempló sin abrir la maldita carta. La última cosa que necesitaba ahora era tratar con el hombre con quien estaba prometida. Pero sir Alexander esperaba, y puesto que tuvo claro que no podía aplazar lo inevitable, rompió el lacre y abrió la carta. Era breve y sucinta. Lord Ryden había tenido noticias por un viajante de que había problemas en Calon, en otras palabras, que Carrick de Wybren había sido encontrado medio muerto a las puertas del castillo.
Dios mío. ¿Significaba esto que las noticias habían llegado también hasta Wybren?
«Desde luego… ¡Eres una insensata por pensar de otra manera!»
Sus hombros se desplomaron. ¿Qué había hecho? ¿Intentar proteger a Carrick?
¿O retenerle casi como a un prisionero hasta que despertara para exigirle respuestas, no sólo sobre el ataque sino por el abandono por la esposa de su hermano?
Se concentró en ese pensamiento. Tenía que enfrentarse a lo que estaba pasando, tanto si quería como si no. Tenía que ponerse en contacto con Graydynn inmediatamente. En cuanto a su prometido…, ¿qué iba a hacer con él?
Lord Ryden le ofrecía su ayuda para llevar al traidor ante la justicia de Wybren, y prometía visitarla lo antes posible. Si todo marchaba según sus planes, llegaría a Calon al cabo de tres días.
Morwenna miró fijamente la carta y luego la aplastó en su mano. No sentía ninguna alegría ante la perspectiva de volver a verlo. Si sentía algo, no era más que una irritación consigo misma por aceptar su oferta y una furia silenciosa porque todavía albergaba sentimientos por Carrick aunque estuviera poco dispuesta a admitirlo delante de nadie…, y ni siquiera de sí misma. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué se preocupaba todavía por el hombre que la había traicionado? ¿Y qué diablos la había poseído para prometerse a Ryden de Heath? ¡Debía de haberse vuelto loca!
Y había sido un grave error.
Morwenna lo supo desde el mismo momento en que el «sí quiero» salió de sus labios.
«Ryden tiene además otra razón para venir. ¿Acaso no juró vengar la muerte de su hermana?»
El pánico casi la asfixió. Lo más seguro que Ryden no se ocuparía del asunto con sus propias manos, allí en Calon, donde ella era soberana. ¿O sí?
Estaba tan ensimismada en sus pensamientos que casi había olvidado que sir Alexander todavía aguardaba a pocos pasos de ella, con los ojos oscuros repletos de preguntas silenciadas, a las que ella temía contestar.
– Lord Ryden nos visitará dentro de tres días -anunció ella, esforzándose por adoptar un tono de voz que no sentía y por aplastar su creciente sensación de temor.
Un músculo se movía bajo la barba espesa que poblaba la mandíbula de Alexander.
– Pediré a Alfrydd que lo prepare todo.
– Gracias -dijo, aunque sentía su corazón más pesado que antes.
¿Qué le diría a ese hombre? Ella no lo amaba, nunca lo había amado ni le amaría, pero ahora, por culpa de su precipitada decisión, tenían un acuerdo y el amor nunca había formado parte de él. A menudo, el matrimonio no era una cuestión de amor.
Pero si él quería infligir su justicia sumaria contra Carrick, se lo prohibiría. En Calon, su palabra era la ley.
Morwenna elevó la barbilla y forzó una sonrisa.
– Estará bien ver a lord Ryden otra vez.
Alexander la acusó en silencio por su mentira.
– ¿Alguna cosa más? -preguntó ella, sintiendo las mejillas encendidas bajo la mirada fija e invariable del otro.
El capitán de la guardia se aclaró la garganta. Finalmente apartó la mirada.
– Sí, milady. Dijisteis que hoy decidiríais enviar un mensajero a lord Graydynn -le recordó- para notificarle la captura…, es decir, el descubrimiento de Carrick.
Morwenna asintió. A pesar de los horribles acontecimientos acaecidos a primera hora de la mañana, no se había olvidado de Graydynn, un hombre con quien se había encontrado más de una vez, un jefe frío y contundente, cuya expresión era siempre de irritación o aburrimiento.
– Sí, le he dado muchas vueltas -admitió ella, juntando las manos detrás de la espalda.
Alcanzaron el gran salón, donde se preparaban las mesas de caballete para la comida de la mañana.
– Esta tarde veré al escriba y redactaré una carta, aunque no estoy aún segura de enviarla.
– Pero, milady, ¿qué bien hará aquí, en Calon? Podéis enviar la carta por mensajero. Geoffrey sería una buena elección como mensajero. Sirvió como escudero en Wybren y conoce a lord Graydynn. O tal vez el padre Daniel, el hermano de lord Graydynn.
Morwenna estaba desconcertada.
– Si el barón no sabe todavía que Carrick fue encontrado aquí, fuera de las puertas del castillo, no le revelaré que lo cobijamos.
– ¿Por qué? -preguntó él, y la maldita pregunta pareció rebotar por el pasillo, saltar por las paredes blanquecinas y repetirse una y otra vez en la mente de Morwenna. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
No había respuesta.
– Es mi decisión -dijo ella con voz enérgica-. Haré lo que piense que es mejor.
– ¿Contra el consejo de los que juraron protegerla?
– Sí, sir Alexander, si lo considero necesario. Consideraré todo lo que me habéis dicho pero, al final, será decisión mía y sólo mía.
– Milady.
– Eso es todo, sir Alexander.
Ella levantó la barbilla y le fulminó con la mirada. Él vaciló ligeramente, asintió con la cabeza tiesa como un palo y giró sobre sus talones.
Cuando se marchó, Morwenna soltó la respiración y vio que la carta en su mano estaba tan arrugada que había quedado ilegible. Tal vez fuese lo mejor.
Hasta que no supiera la verdad, no estaba preparada para devolver al paciente a Graydynn de Wybren. Hasta que estuviera segura de que el desconocido era Carrick.
Sólo esperaba contar con tiempo suficiente antes de que la noticia cruzara todo el reino.
Capítulo 16
El paciente se quedó inmóvil. Estaba débil, su estómago pedía alimento a gritos y tenía los labios secos y agrietados por la carencia de agua. Aunque recordaba que le habían obligado a tragarse un caldo y que habían vertido agua sobre sus labios, estaba muerto de sed.
Se había despertado esa mañana y había abierto los ojos, descubriendo que podía ver con mayor claridad. Podía moverse sin notar aquel dolor tan virulento en la cabeza. Podía mover la mano hasta tocarse la cara y había comprobado la hinchazón, pero la agonía que había embargado su cuerpo había disminuido.
Había fingido inconsciencia oyendo hablar a los guardias, y reconstruyó la conversación a partir de los retazos que logró atrapar. Los guardias hablaban de un asesinato que se había producido en la torre, y lady Morwenna iba a enviar un mensajero a lord Graydynn de Wybren notificando que retenía a su primo, Carrick de Graydynn, como rehén o prisionero.
Trató de recordar a Graydynn. Debería tener algún sentimiento hacia el lord, su primo, ¿verdad? Pero no pudo evocar ninguna imagen de aquel hombre y sólo sintió un inquietante temor de que, si averiguaba dónde estaba, significaría su sentencia de muerte. Lo poco que podía recordar acerca del barón de Wybren era que había sido un hombre celoso y hosco… O tal vez lo era su padre… ¿Cómo se llamaba? Se concentró pero al darle vueltas sólo ganó un dolor de cabeza.
Las imágenes que poblaban su cabeza eran difíciles de comprender, sólo pensamientos fugaces que escapaban al momento que trataba de capturarlos.
Recordó el castillo de Wybren. O tan sólo fragmentos. Todavía podía oler el fuego… y presenció las llamas que subían por las paredes. ¿O esos pensamientos eran únicamente imaginaciones suyas, sueños que se había inventado a partir de todas las conversaciones que había oído allí, incapaz de moverse?
Le habían obligado a oír un chisme sobre un gran incendio en Wybren, un incendio provocado por Carrick, que probablemente era él. Carrick, el traidor. Carrick, el asesino de siete almas inocentes. Carrick, el monstruo. ¿Acaso era posible? ¿Había matado de una manera tan cruel a su familia?
Y si así era, ¿por qué?
Sus sentimientos en cuanto a lo que recordaba sobre su familia eran difíciles de clasificar, recuerdos hechos añicos y entremezclados… Pensó que tenía hermanos y hermanas… por quienes no había sentido mucho cariño. Pero sus caras eran borrosas, imágenes oscuras que evocaban en él sensaciones despiadadas de dolor, de envidia y odio.
¿Era cierto?
¿De veras era el monstruo que todo el mundo creía?
Encajó la mandíbula y apartó las condenadas preguntas de su cerebro. No tenía tiempo de concentrarse. Pronto la guardia pasaría control. Tenía que actuar con rapidez.
Al igual que hacía durante todo el día mientras estaba solo, obligó a una pierna a moverse. Esta vez la balanceó hacia fuera de la cama sin demasiado dolor.
Intentó mover la otra y sintió la protesta de los músculos aletargados, cambió de postura y ambos pies aterrizaron en el suelo.
Ahora faltaba la verdadera prueba.
Despacio, consciente de que podía caer desplomado, se obligó a mantenerse erguido. Para su sorpresa, las piernas eran capaces de sostener su propio peso. Por primera vez.
Aspiró profundamente y dio un paso.
El dolor le abrasaba la pierna. Su rodilla aguantó. Suspiró.
Otro paso.
Casi se cayó pero logró agarrarse a tiempo. El sudor le resbalaba por todo el cuerpo. Cada pequeño movimiento representaba un esfuerzo colosal. Pero las rodillas no se le doblaron.
Otra vez trató de caminar. Sintió algo de dolor, pero con cada paso las molestias eran menores, los músculos se tensaban. Para su sorpresa, la mayor parte del dolor agudo que había experimentado cuando se despertó por primera vez en esa cámara días antes, parecía haber remitido.
No contaba con ningún plan, sólo con el convencimiento de que si no escapaba sería enviado a Wybren con toda certeza para vérselas con la justicia de Graydynn, fuera cual fuese. No podía recordar a su primo pero instintivamente desconfiaba de aquel hombre que, sin duda, lo ahorcaría y luego lo destriparía y descuartizaría acusado de traición y de siete muertes.
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